Llega el verano, siempre vestido de blanco, a modo de bandera que anunciara una tregua.
Un período que es a la vez leve y denso. Un pasar de las horas en ausencia de grandes ambiciones, un letargo, una somnolencia, una parálisis. Nunca esas horas a la orilla del mar, pobladas de sonidos infantiles, de murmullos apagados, de brisa y de olas, son lentas ofugaces, sino todo lo contrario.
Como las noches en el campo, la quietud de todo, el canto único de la cigarra. Todo conforma una fracción de tiempo que parece haberse desgajado del resto y que, sin terminar depasar, flota como una pompa de jabón.
En esos momentos de ingravidez casi nos daría igual ser monárquicos que republicanos; moros que cristianos; merengues que culés. No tenemos otra liturgia que andar y desandar el camino que va de la cama a la tumbona, de la tumbona a la mesa, de la mesa a la tumbona y de la tumbona a la cama. En ese microcosmos nos volvemos lentos y simples, somos una versión mejorada de nosotros mismos que se afana únicamente en acumular más tiempo para hacer toda la nada que sea posible.
En esos días de verano volvemos de nuevo a la infancia, porque al igual que cuando éramos niños, el tiempo tampoco existe. Sin horarios, sin prisas, sin obligaciones. Por eso el verano es siempre fuente de nostalgia. Porque podríamos quedarnos en silencio durante minutos, contemplando una concha de mar, un árbol o la gota que resbala por el vaso de cerveza fría y así, distraídamente, perdonar a nuestro mayor enemigo.