La hija del tapicero y otras mujeres


Por Esmeralda Royo

“No se ama a l@s sumis@s, simplemente se les quiere”. 

Golpes Bajos. Escenas Olvidadas.

    No me gustan las historias de mujeres abnegadas y cuidadoras de todo lo que les rodea excepto de sí mismas.  No, la vida de las mujeres tiene aristas, callejones, luces, sombras y deja floreros rotos.  Si no es así, son meras acompañantes.

  Cayó en mis manos un libro de los que entretienen en el confinamiento.  De la misma forma que te contaba las peripecias de las británicas que se atrevieron en el siglo XVIII a cruzar África acompañando a sus maridos para cristianizar lo que no hacía falta ser cristianizado, te narraba la vida de una española brillante, autoritaria y carente de toda empatía.  Empecé a tirar del hilo y de la hebra…

  Salió el ovillo de la hija del tapicero, que quiso ser actriz desde antes de tener uso de razón, allá por 1.870, pero no cualquier actriz. No iba a tragar tierra y polvo yendo con una carreta de pueblo en pueblo. A ella la enterrarían en sagrado, aunque bien es cierto que Dios tampoco se cruzaba en su camino. El tapicero, que merece mención aparte porque aceptar que tu hija sea actriz a finales del S. XIX tiene su aquél, tenía contactos en el mundo teatral para el que trabajaba en los atrezzos, y supo aprovecharlos. 

   Su primera y única profesora de arte dramático le enseñó algo de respiración y dicción.  Poco más, porque la niña llevaba muchos años delante del espejo interpretando a Lope. Cuando se decidió su nombre artístico fue inflexible porque no sabía ser otra cosa. El mismo nombre con el que nació: María Guerrero.

   Teatro de la Comedia, el Español, Echegaray, más Echegaray, Moratín, Tirso, Zorrilla y Benavente, del que María era admiradora desde que asistió a una charla en la que D. Jacinto, observando a la audiencia, dijo sus famosas palabras:  “Yo no he venido aquí a hablar a tontas y a locas”.  No sería la primera vez que las pronunciara.

   A los 22 años había conseguido ser una actriz notable y ocurrió lo que tenía que ocurrir.  La cuarta pared del escenario ya la tenía ganada, mientras que sentía que las otras tres comenzaban a estrecharse.  Había que hacer algo más.

   Conoció a un actor de tercera fila, un aristócrata más listo que el hambre y con los bolsillos vacíos, que le echaría una mano.  Y digo bien, le echó una mano, porque María Guerrero hubiera hecho lo mismo que hizo con o sin Fernando Díaz de Mendoza y Aguado, dos veces dos, Grande de España.

    Sin haber cumplido los 25 fundó su propia compañía en la que se encargaba de todo aunque fuera Fernando el que firmaba como director y productor.  Contaron los testigos que la selección de actores y actrices fue, por llamarlo de alguna forma, tensa.  O salías llorando o con temblores en las manos.  También es cierto que esos mismos testigos contaron después que Maria Fernanda Ladrón de Guevara, meritoria de lujo, salió tal cual había entrado.  En esa primera charla aprendió dos cosas: cómo quería dirigir a su propio cuadro de actores y cómo tratar a sus hijos cuando los tuviera.

  Cuando María Guerrero dijo “que pase la siguiente” entró Carola , una chica madrileña a la que sólo ofrecían trabajo en compañías de medio pelo y no dejó pasar esta oportunidad.  Su nombre también fue elegido por aquélla.  Se llamaría Carola Fernán-Gómez, en honor a la obra que se estaba representando en ese momento, Fuenteovejuna.  Estas tres mujeres podían llenar ellas solas la compañía con todo su repertorio aunque ya sabemos para quién sería siempre el papel protagonista.

   Carola resultó ser, además de buena actriz, una mujer libre que no iba a esperar a casarse para quedarse embarazada.  Que el padre fuera hijo de los Guerrero-Mendoza, un chico bastante simple que para decir sí o no miraba antes a su madre, no le importaba.  Simplemente había surgido.

  María Guerrero no lo vió venir pero para lo que ocurría a su alrededor sin su conocimiento, también tenía solución.  La sucinta conversación pudo ser más o menos la siguiente:

– Quien es el padre

– Su hijo Fernando

– Bien, vé haciendo los baúles.  Te vas a América con otra compañía dentro de una semana,  por lo que a mí respecta no te vas a morir de hambre pero no quiero volverte a ver.

    Ni Fernando protestó, porque desconocía lo que era eso, ni Carola sufrió.  Haría lo único que le gustaba: interpretar. Si tenía que hacerlo en América que así fuera.  Por lo que se refiere a Maria Guerrero y para evitar futuros problemas, le buscó a su hijo una esposa.  Sin buscar mucho, que tampoco tenía tiempo para ello, así que lo casó con una prima.

   El parto cogió a Carola en Lima y lo registró días más tarde en Argentina con el nombre del padre y los apellidos que a ella misma le habían elegido, Fernán-Gómez y siguió representando en América y en España.

  María Guerrero murió relativamente joven encima de un escenario, expresión de muy mal gusto que se dice cuando un actor muere tras una representación. 

   Maria Fernanda Ladrón de Guevara cogió su relevo haciendo exactamente lo mismo que había aprendido, con algunas salvedades.  Dejó tras de sí dos sagas de actores notables, los Rivelles y los Larrañaga y su hija, Amparo Rivelles, no permitió ni que la manejaran ni que le escogieran marido, largándose primero a Cuba y luego a México donde estuvo más de 20 años.  Regresó a España cuando su madre estaba muerta y enterrada.

   Si os dais una vuelta por Madrid haced parada en el teatro María Guerrero, sede del Centro Dramático Nacional y luego por el Teatro Fernando Fernán-Gomez, en el Centro Cultural de la Villa.

Artículos relacionados :