Ferreró y el café Niké


Por Carlos Calvo

      Hay tantas formas de tomar café como personas. Un servidor lo prefiere solo, sin azúcar y con historia. Y sin compañía. Un café solo a solas, sin concesiones.

     En soledad, en efecto, con un periódico entre las manos, para mi gozosa lectura tempranera, interior, necesaria, ineludible. Nada más sensual para mí que el olor a papel y café en el momento que comienza el día y las almas se desperezan. Todavía el diario es algo virginal, que espera al lector para entregar sus secretos como una cita de amor. Después del café, que nunca sabe tan bien como huele, pueden venir las copas, los chupitos, los combinados, con hielos o sin ellos. Es el momento de socializarse, relacionarse, quedar, charlar, escribir, enamorar, soñar, conspirar y, en algún caso, declararse a la novia. Sí, los cafés, los bares y las tabernas, esos lugares que habitan en nuestra memoria y que se solidifican construyendo un monumento casi granítico de pasajes importantes de nuestras vidas. Cafés, bares y tabernas que coexisten en nuestros barrios, a veces con otras versiones del mismo negocio, a los que seguimos acudiendo para seguir con nuestros rituales mañaneros. O de tarde. O de noche. Cuando envejecemos, comprobamos que la vida es como el café: el aroma es mejor que la realidad.

  Dicen que cuando una taberna cierra definitivamente, por el motivo que sea, se cierran muchos amores, muchos sueños, muchas conversaciones, hasta se ha insinuado que el preparativo de la contienda nacional se negoció en los cafés. De hecho, nada más terminar el conflicto bélico, en la inmediata posguerra, abre sus puertas el zaragozano café Niké, en la antigua calle Requeté aragonés, hoy llamada Cinco de marzo, en pleno centro de esta ciudad inmortal. A veces, sin embargo, el trago se torna amargo. El Niké, en 1969, declara suspensión de pagos y cierra sus puertas. Casi treinta años de café, copa y puro dejan mucho poso, mucha destilación y mucha ceniza. Los que estuvieron lo entenderán. Y si no, descubrirán que lo hicieron sin saberlo.

  Porque en su barra y en sus mesas compartieron ratos (y momentos) los escritores, cineastas, pintores, fotógrafos, periodistas, políticos y buscavidas de la época. Era célebre uno de estos poetas, que se pateaba diariamente buena parte de los cafés de la época (Ambos mundos, Jauja, Gambrinus, Salduba, Alaska, Moderno, Nacional, Avenida, Circo, Madrid, Espumosos, Royalti, El pájaro azul, Puerto Rico), como un limosnero de la poesía, ofreciendo sus opúsculos a los parroquianos, que casi siempre lo despachaban con un bufido o un puntapié, olvidado, finalmente, de la cofradía de la pluma que apenas unos años antes lo había nombrado su mascota, o acaso tan solo la víctima de sus cuchufletas.  El de Niké, sin duda, es otro pedazo de historia zaragozana, con aroma a vida molida, entre el eco de las tertulias, acaso intelectuales, acaso chabacanas, acaso etílicas.

  Hay barras que, además de ilustres, siguen en pie, pero son esquizofrénicas, imprevisibles, a veces maravillosas y a veces insoportables. A la del White Horse, en Nueva York, para encontrar esa “visión del infierno” de la que hablaba el poeta Dylan Thomas bastaría con echar un vistazo a los urinarios, para escarnio de los antaños habituales Charles Laughton, William Borroughs, Norman Mailer, Jim Morrison, Hunter Thompson o Jack Kerouac, ese hombre gigantesco en la literatura y medroso en la vida, rodeado y seguido por grandes gurús del cambio literario y social, de la vida vuelta literatura –o a la inversa-, y confuso en la sexualidad y en casi todo, que acabó alcoholizado y acaso sumergido en la mística de la experiencia alucinógena. O de un joven músico judío de Minnesota llamado Robert Zimmerman, que cambió su nombre por el de Bob Dylan, en homenaje al poeta alcohólico, y se unió a la parroquia contracultural del White Horse.

  Lo mismo ocurre con el veneciano Harry’s, todo un mito para los estadounidenses que todavía contemplan el continente con los ojos aguardentosos del sobrevalorado Hemingway, como una especie de parque temático de la cultura. Por supuesto, Hemingway, el hombre que, según parece, pasó por todos los bares del mundo, era cliente de Harry’s. Allí se trasegaba sus ‘dry’, que ríete tú de los ‘buñuelonis’: quince partes de ginebra seca y una parte de vermú. O sea, quince a uno. También acudía Truman Capote. Y Orson Welles. Y Scott Fitzgerald. Y así hasta Woody Allen. Incluso aparece en una novela de Waugh, ‘Retorno a Brideshead’.

  El café Gijón de Madrid es uno de esos locales que tienen tanto de negocio como de cripta literaria, y a él acuden los turistas casi con la misma expresión con la que entran al Valle de los caídos, ese sitio monumental y fúnebre, panteónico y faraónico. ¿Quién sería capaz de cantar a la vida al pie de la grandiosa fosa común? Pero es difícil entender el Gijón sin esas cristaleras que se asoman al paseo Recoletos, como un tranvía aparcado allí por la historia. A veces se reúnen en la barra unos cuantos parroquianos viejos, gente del barrio, y un camarero igualmente viejo les sirve cervezas y whiskys, y se cuentan historias antiguas, anécdotas, relatos hiperbólicos sobre los delirios alcohólicos de tal escritor o tal actriz. En esos momentos hay pocos bares en el mundo mejores que el Gijón. Es un lugar de recuerdos y de fantasmas. No son pocos los que allí acuden con un libro del gran Umbral y se acomodan lánguidamente en sus largas bancadas para leer.

  El gijonés Carlos Blanco, gran amigo de José Luis López Vázquez, frecuenta el lugar, donde solo puede consumir un café mientras escribe historias para el cine, y en la época de la transición es considerado erróneamente como un guionista de pasado franquista, cuando su condición era la de perdedor y disidente. Con la lista de los clientes ilustres del Gijón se llenaría su aforo varias veces. No solo literatos, también actores, científicos, políticos o toreros, de Canalejas a Cela, de Ramón y Cajal a Fernán Gómez, pasando por la tertuliana edad de plata, cuando coincidían allí Lorca, Poncela, Maeztu o Valle-Inclán, en mesas contiguas hasta que estuvieron en trincheras enfrentadas o en cunetas diferentes.

  Otros locales míticos no han tenido tanta suerte. Desapareció el café Pombo, donde Gómez de la Serna destilaba sus greguerías, o donde en mitad de un homenaje a Larra un joven Ledesma sacó a relucir una pistola de verdad para contradecir a los que ridiculizaban el suicidio del periodista –y el romanticismo entero- con un arma de madera. Por el Pombo también aparecía el zaragozano Gil Comín Gargallo, crítico literario de ‘El noticiero’ y sobrino del famoso escultor, al que Julio Antonio Gómez, siempre con su dardo cruel, llamaba ‘Pis Coñín’. La misma época en que el genial humorista Miguel Mihura, cuya obra ‘Tres sombreros de copa’ constituye una cumbre del teatro y su trabajo tendrá que ser gozosamente recuperado el día en que a nadie le importe que hubiera sido falangista, solía decir que habría nacido en Madrid porque era “la ciudad que cae más cerca del Gijón, el Pombo o Chicote”.

  En Madrid, igualmente, estaba el café Gaviria, en la literaria calle Víctor Hugo, donde se reunían los emigrantes maños a cantar jotas en la posguerra, cuando llegaban desde Zaragoza con una maleta y una talla de la virgen del Pilar. Y es que Madrid siempre ha sido un referente de la literatura española: desde Galdós –en una época despreciado y hoy considerado el creador de la novela moderna en España y, posiblemente, en el mundo-, por no hablar de los clásicos o los autores de los años cincuenta del siglo veinte, de García Hortelano a Juan Benet.

  También cerró el Calisaya, de París, en el que Rubén Darío y los Machado apuraban sus ajenjos y sus ruinas. Allí conoció Manuel a un Oscar Wilde moribundo, y escribió del encuentro un relato que es todo un homenaje a la bohemia parisién. Claro que la ciudad del Sena tendría imposible proteger cada uno de sus rincones literarios. Al menos, todavía sobreviven los más famosos, como el café Flore, en cuya primera planta fundó Charles Maurras su periódico ‘Acción francesa’, y que después amamantaría decenas de ismos, refugio de Apollinaire, Breton, Sartre, Picasso…

  Otra lista interminable, sí, como la propia de los cafés literarios, que no hay ciudad importante que no aporte alguno: en Dublín el Davy Byrnes, local de peregrinaje para los forofos de Joyce, o en Oxford el Eagle and Child, un garito que por las noches reunía a Tolkien y a Lewis para que discutieran sobre sus universos paralelos. O no tan paralelos. Todos ellos, a fin de cuentas, son solo una pequeña muestra del matrimonio entre las artes y las letras con la barra del bar o la mesa del café. Algo que a Chesterton le permitía asegurar que la civilización nacía en las tabernas.

  También en Zaragoza aconteció el maridaje entre literatos (y artistas en general) y la mesa del beber. El Niké fue el abrevadero habitual de muchos narradores que no escribían, de muchos poetas que no versificaban, de muchos cineastas que no filmaban, de muchos pintores que no pincelaban. Y si lo hacían, no podían compararse a los anteriormente mentados. Zaragoza, literaria y artísticamente, no daba para mucho en esa época de la dictadura franquista. Todo lo que se nos quiera vender ahora tiene mucho de humo. Es lo que pasa en las ciudades de provincias, que necesitan tener sus referencias para no perder la identidad cultural.

  Las virtudes más destacadas que desarrollaban muchos de aquellos intelectuales eran la pereza, la envidia y la autocompasión, tipos –no todos, verdaderamente- que se levantaban a mediodía para vivir una vida monótona y depravada, y recitaban monólogos absurdos, contribuyendo de forma decisiva al caos ambiental. Los curiosos que asomaban la nariz tendían a espantarse. Y no era para menos, pues uno de esos hipotéticos escritores, al enfrentarse a sus memorias, pidió a sus compañeros información sobre qué estaba haciendo él entre 1950 y 1960… No es de extrañar, dicho sea de paso, pues el susodicho fue expulsado varias veces del local, debido a su expansiva ebriedad. No llegó a escribir ni una sola línea en su vida, aunque, visto lo visto –o, mejor, leído lo leído-, casi nos hizo un favor.

  Tampoco hay que exagerar, que Miguel Labordeta o Julio Antonio Gómez tenían su aquel. Sus poemarios no son nada desdeñables, los únicos de su generación que tenían verdadera calidad. El resto, además de los poetas, lo formaban narradores, editores, profesores, periodistas, cineastas, fotógrafos, pintores, dibujantes, publicistas, arquitectos, políticos, científicos o críticos de las artes y las letras. Otra lista interminable, ay.  Vean, si no: Ignacio Cordia, de quien Nacho Escuín edita su poesía completa; Emilio Gastón, el colmo de la bondad, capaz de llorar recitando un poema de otro autor; Rafael Gastón, hermano del anterior y a vueltas con la filosofía del exclusivismo; Lorenzo de Blancas, con sus sonrisas y voces interiores; Manuel Pinillos, reclinado en su hermetismo; Emilio Alfaro Lapuerta, la “coja” del lunes; Luciano Gracia, asiduo peregrino de rastrojos y elegíaco como una profecía; y Rey del Corral, el Antonioni baturro de la palabra.

  O Antonio Fernández Molina, atento al prodigio del instante arbitrario; Guillermo Gúdel, marcado por la introspección y la obsesión por el paso del tiempo; Miguel Luesma, siempre en los infiernos y en algún otro paraíso; Raimundo Salas, el breve de las piedras y los días; Manuel Rotellar, íntimo del ‘gordo’ Gómez, de gracia picante y humor salaz; Luis García-Abrines, el espía de los placeres de la Bayona y los fragmentos de unos evangelios apócrifos; Eduardo Valdivia, de quien Alcoriza adapta su novela ‘¡Arrea, Moisés!’ y Pomarón hace lo propio con su cuento ‘El pisador de sombras’; José María Aguirre, el fundador de ‘La niña’; Mariano Anós, el elefante teatral del pim pam pum; Rosendo Tello, con sus muros secretos y silenciosos; Joaquín Alcón, el peregrino del sobrevuelo en la colección ‘Fuendetodos’; y Cándido Castillo, el de las faenas de aliño.

  Otro habitual de las tertulias del café Niké fue el recientemente fallecido Fernando Ferreró, cosecha del 27, siempre acerca de lo oscuro y el llanto ahogado. Un poeta hermético, metafísico y conceptual, acaso el más purista y académico del grupo, a la manera de un Jorge Guillén zaragozano, aunque se sintiera más cercano en las voces de Giuseppe Ungaretti y Eugenio Montale. Confidente de Miguel Labordeta, Ferreró fue el poeta –y profesor y pintor y escultor- del tacto del tiempo, del mundo salpicado por el rocío, de la densidad implícita, del paisaje continuo, de la revisión prospectiva, de la cuestión y el gesto. “La poesía”, para él, “es un disparo hacia el sentimiento, el pensamiento y, a veces, la conducta”. Un seco, vamos, en sus variaciones sobre un contexto inestable.

  Un mundo, en fin, oníricamente discutible, poblado por una fauna compleja y heterogénea, en el que no cabían las mujeres. Los nikeanos, para qué negarlo, eran unos recalcitrantes solitarios y tenían la costumbre, como buenos desocupados, de matar varias horas por el precio económico de un café, entre el caos de gritos y opiniones y el gusto por quitarse la palabra unos a otros para soltar toda una serie de majaderías con las que combatir las estupideces de sus compañeros. También pasaron por el local, y por otros grupos literarios como ‘La cueva’ o ‘La cigarra’, algunos extranjeros con ciertas inquietudes culturales o así: Lynnette Trotter, neozelandesa y traductora de Eliot; Mary Murphy, actriz irlandesa; William Thomas Negus, experto en literatura inglesa; Yves Saulan, novelista francés…

  Cada época forja su propia cultura y los contertulios de Niké quisieron aparentar una energía creadora que, ay, se volcó más en la utopía que en los resultados materiales: Felipe Bernardos, con un francés de purísima fonología cruda escrita; José Falcón, cuerpo de perro y alma de león; Jesús de la Hoya, caldeando la frasis de su ministerio; Pedro Marín, que nunca sabe si lo que dice es prosa o verso, o versiprosa prosa o prosiverso verso, si epístola o sermón; Fernando Villacampa, con sus sombras que le atacan por la calle; José María Alfonso-Sánchez, torrencial y fecunda yermura de los sementales de la muerte; Miguel Artazos, ruina de truenos quebradizos; José García Dils, siempre buscando la luz y la lechuga con sus manzanas agrietadas y silbos enjaulados; Manuel Avizanda, seudónimo de Sopeña, con su escasa furia de vecino; Ramón Laguna, acaso hablando de eso, de lo otro y de lo de más allá; Raúl Tartaj, el de los rollos de película; José María Rázquin, cofundador del círculo universitario de arte; José Antonio Anguiano, colaborador de ‘El Coso aragonés del ingenio’, donde publica, con Joaquín Mateo, un ensayo sobre Gracián; Enrique Carnicer, compañero de la pintora Carmen Fons; Ildefonso Manuel Gil, siempre con la moneda en el suelo…

  A los parroquianos supuestamente eruditos del Niké les bastaba elegir el rincón adecuado (el local, más bien pequeño y con un piano, tenía dos reservados separados por cortinajes) para sentirse a la altura de Thomas Mann o Henrik Ibsen, wagnerianos confesos y apasionados hasta el paroxismo. O no tanto, porque cuando acababan borrachos se dedicaban a malcantar jotas, hacer el indio y así. Una banda, o sea. Y en la que había de todo, como en botica: mujeriegos, homosexuales, anarquistas, socialistas, falangistas, católicos, ateos, gigantes y enanos. Miguel Labordeta era el gigante, el transeúnte central, el poseedor de las luces, el eterno curioso, el reivindicador del mito, el mixtificador de símbolos, el mago capaz de fascinar a sus compañeros. Los demás –salvo Gómez, original y diferente, potente y existencialista, que, precisamente, quiso abrir su colección ‘Fuendetodos’ con los soliloquios labordetianos- parecían enanos a hombros del gigante, y en esa medición estaban sus legados, sin apenas eco en el contexto literario.

  Miguel Labordeta designó al café como sede de la OPI, una ilusoria oficina poética internacional, una suerte de organización funambulesca, que tendría una revista, ‘Despacho literario’. A esta se sumaron ‘Orejudín’, ‘Ansí’ o ‘Papageno’, dirigidas, respectivamente, por José Antonio Labordeta, José María Aguirre y Julio Antonio Gómez. Un gigante, en efecto, alma de una tertulia que reunió lo más destacado, aunque fuera mediocre, de la joven lírica aragonesa. Una lírica de hallazgos más que de planteamientos rigurosos, de evidente ingenuidad, en la que se mezclan aciertos e irrelevancia, querencias y carencia.

  En realidad, este café del centro zaragozano fue, en sus inicios de la inmediata posguerra, el lugar de acogida de los pintores, sobre todo, y gentes, también, de la literatura o el periodismo. Entre ellos se encontraban Bayo, Piqueras, Almenara, Borao, Tudela, Alfaro u Ostalé. De hecho, Manuel Bayo Marín (del que Eduardo Laborda rescata del olvido y realiza un entrañable documental) participa en la primera exposición de la peña Niké, patrocinada por la sección de arte del Ateneo de Zaragoza y celebrada en el centro mercantil, industrial y agrícola de esta ciudad. A esta exposición de pintura, escultura y artes decorativas, celebrada en mayo de 1944, concurren cincuenta y seis obras pertenecientes, además de Bayo (que participa con dos obras tituladas ‘El brote’ y ‘Eterno femenino’), a Guillermo Pérez, Manuel Navarro, Germán Gil, Ángel Rael, Ortega Muñoz, Luis Mata, Mariano Gratal, Vicente García, Félix Fuentes, Alberto Duce, Marcial Buj (‘Chas’), Moisés de Huerta, León Astruc, Pilar Aranda y Rafael Aguado.

  Decía mi padre, el pintor Pedro Calvo, otro asiduo de Niké, que muchos gobernantes ‘hijosdeputa’ frecuentaban esa barra y se ponían hasta los codos, de alcohol y otras sustancias. Uno de ellos, el más cabrón, se hizo después abstemio y religioso. Ningún bar es perfecto. ¿Qué ofrecía el Niké? Para empezar, un buen número de clientes habituales. Los bares en que a uno le llaman por su nombre resultan especialmente acogedores. El ambiente, pues, tenía algo de familiar y los camareros, cosa importante, solían estar de buen humor, a pesar de aguantar las bromas y borracheras de unos señoritos que jugaban a la bohemia. Eran otros tiempos y mi padre solía acudir a los foros del gremio, junto a Mariano Gaspar, José Orús, Emilio Lalinde o Julián Borreguero, y científicos como García Buñuel, del que fue gran amigo. La organización del Niké fue un foco cultural del que salieron una cincuentena de obras de todos los géneros y, al mismo tiempo, se realizaron una veintena de producciones cinematográficas.

  El cine, en estas tertulias del Niké, era uno de los asuntos principales de opinión, sobre todo en su vertiente independiente y amateur. Ahí estaban, además de Manuel Labordeta –dos años más joven que Miguel- y Manolo Rotellar -que saltaba de un foro a otro-, Antonio Artero, Joaquín Gil Marraco, José Luis Pomarón, José María Sesé, Manuel Moreno, José Antonio Duce… Unos tiempos en los que Emilio Alfaro Gracia escribe una decena de guiones para otros tantos cortometrajes de Pomarón, quienes, junto a Rotellar, fundan la productora Moncayo films, con la que levantan los largometrajes ‘El rostro del asesino’ (Pedro Lazaga, 1965) y ‘Culpable para un delito’ (Duce, 1966).

  Cuando desaparece el Niké, la tertulia cinematográfica alcanza su sede estable en los bajos del café Levante. Es el momento en que Labordeta crea la llamada “gran orden aragonesa de la imagen y la cultura”, una especie de peña de cinéfilos no exenta de ironía y de afán desmitificador que, bajo la simbólica presidencia de Luis Buñuel, convocaba a Jacinto Cerced, Ignacio Sariñena, Pedro Marqueta, Pedro Pellejero, Pedro Rodero, Antonio Ferreres, José Luis Madre y los anteriormente citados.

  Y unos años antes, en el seno del cineclub Mundo, concretamente en 1955, los miembros ‘escénicos’ de la tertulia de Niké crean la compañía teatral ‘De bolsillo’, con una sesión inaugural en la que se estrenan dos piezas cortas sobre celos, ‘Nosotros y los Dickinson’ y ‘La farsa de los millones’, ambas de Emilio Alfaro Lapuerta, en las que intervienen Manuel Rotellar, José Antonio Labordeta, Beatriz Lahoz, los hermanos Gastón, ‘Carioco’, Rosendo Tello –que interpreta al piano un vals entre bastidores-, Enrique Grilló, Antonio Duque y el riojano, taciturno y poco hablador Jesús Lizaranzu, autor teórico de los decorados. Esta iniciativa cultural de carácter independiente dura poco.

  Al tiempo, Alfaro es requerido por visibles miembros de una organización católica –que acapara durante un par de lustros el teatro no profesional en Aragón- para servir de unión entre las dos tendencias casi irreconciliables nacidas en su seno. Elegido presidente, Alfaro comienza a preparar unas ambiciosas jornadas de autores aragoneses, con obras de Mañas, Hernández Pino o Giménez Aznar. Se trabaja intensamente en los preparativos, pero en el seno de la propia tertulia hay quienes torpedean el proyecto y Alfaro dimite. Del extenso programa de esas jornadas solo la compañía de la agrupación artística aragonesa, dirigida por José Otal, sigue adelante, aunque se disuelve unos meses después, y estrena en el teatro Argensola ‘Tu viuda así te olvida’, una farsa con trampa en dos partes y un prólogo escrita por Miguel Ángel Brunet, de picotazo deportivo a picotazo exprés.

  Ninguna emoción es comparable a la primera vez y cualquier regreso es retórico. Con la reciente muerte de Fernando Ferreró uno entiende que sin aquellos años, sin aquellas reuniones de locura y poesía, de sueños y juergas, de humor y bromas crueles, jamás se habría podido comprender la penúltima ternura de las cosas. Ninguna emoción es comparable a la primera vez y cualquier regreso es retórico.

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