Margarita


Por Gonzalo del Campo

    Margarita se siente seducida por las imágenes de un tiempo que nunca conoció por no haber nacido aún.

    Cuando contempla las fotografías, todas en blanco y negro, de Cristina García Rodero, vislumbra lo que fue y todavía queda en los resquicios de memoria de mucha gente. La España Oculta que ella misma nombró, bajo los capirotes, donde aparecen apresurados camareros portando su bandeja repleta en mitad de la solemne procesión. Locos reconocidos que lejos de estar encerrados, recorrían caminos y pueblos en busca de limosna, alimento y cobijo. Mujeres empotradas en los confesionarios, donde curas hastiados escuchaban retahílas de pecados. Las eras del estío en las que se soñaba y trabajaba. La ebriedad vestida de ropajes religiosos. La amada impostura de los anhelados carnavales. Los guardias civiles que parecen escapados de Amanece que no es poco. Las boinas, como un órgano más sobre las cabezas de los que posan con caras de posguerra. La fantasmal aparición de una proto drag kween en una calle de paredes blancas. Funerales de niños en la niebla, con sus madres portando el ataúd en la cabeza. La prisión absoluta de lo más cotidiano y rutinario, lo mágico mirándonos de frente, interrogándonos. Buscando  en aquel universo, aparentemente fenecido, apareció de pronto ella, la tía Aurora, mirando atentamente su reloj que quizá marca las doce y cinco nazarenos, de aquellos  que impresionaban mucho más a los chiquillos, los que más recordaban a los del Kuklusklan, sin el toque altanero de los puntiagudos conos.

    De vivir todavía, tendría 107 años. Nació al filo de la guerra del catorce, aunque  supo sobre todo de los ecos de Cuba por su tío el lisiado y la de Marruecos en la que murió su hermano mayor, Armando, cuando ella cumplió los siete años, en el llamado desastre de Annual. De qué poco servían las quejas y las lágrimas de las madres de puertas para dentro, escuchadas y conocidas tan solo por los suyos. Nunca se atrevieron a más, visto lo que ocurrió en Barcelona con la Semana Trágica, cuando la ira popular estalló, cansados como estaban de mandar a sus hijos, los más pobres, los más desgraciados, al matadero. Primero fue el Barranco del Lobo, el lugar que quedó impreso en la memoria colectiva y en el imaginario de los niños, como si fuera en él donde habitaba el sanguinario perseguidor de Caperucita y de todos los niños ingenuos que se atrevían inocentemente a desobedecer a sus madres. Los que ya no creían en cuentos, ni se dormían con ellos, sabían que era mucho peor aún, a pesar de que nunca se habló en la prensa del uso de armas químicas, ni de las responsabilidades del rey y otros amigos suyos en los negocios del norte de Marruecos. Para eso servían las dictaduras, aunque se les diese el nombre de Dictablandas, queriendo rebajar su dureza represiva u otorgarles un barniz de respetabilidad, en un tiempo en que surgían otras que lo eran sin paliativo alguno, como la del Duce Mussolini.

    Aurora se acostumbró a la imagen de revistas como Blanco y Negro en las que salía siempre el rey y su bigote, vestido de uniforme, rodeado de militares uniformados, luciendo también bigote y barbas y donde nunca faltaban eclesiásticos, cardenales u obispos, que componían la terna de los mandamases del momento, mirando desde la altura inalcanzable de su estatus. También salían fotos de toreros, artistas de cine extranjeros, como Valentino, Charlot o Douglas Fairbanks, que a ella, por supuesto,  le atraían mucho más que aquellas tiesas efigies de caras serias y adustas.

    Diecisiete años tenía Aurora cuando vivió la desbordante alegría que supuso la llegada de la República. También ella se dejó arrastrar por la euforia del momento, mostrando su contento y atreviéndose a levantar el puño tal como veía hacer a otras y otros que eran compañeros de trabajo o vecinas con las que guardaba muy buenas relaciones. En aquellos días, durante aquellos pocos años que duró, todo pareció ponerse en duda. Todas las certezas que la habían inculcado desde niña se desmoronaban. La inapelable diferencia entre ricos y pobres. Se había nacido una u otra cosa, pero siempre hubo que resignarse a vivir conforme con lo que a una le había tocado. Si se era pobre aguantar los desplantes de los ricos y aceptar su superioridad sin rechistar. Aceptar la autoridad de curas y militares por el simple hecho de serlo. A unos rendirles pleitesía besándoles la mano y a los otros, sabiendo que la obligación del servicio militar, al menos para los hombres, les pondría tarde o temprano a su servicio. La indisoluble propiedad del matrimonio, para toda la vida. Lo que Dios ha unido…Cada vez más mujeres y hombre a su alrededor hablaban de igualdad, de desobediencia, de libertad de pensamiento, de divorcio, de amor libre, de la equiparación de sexos, del voto femenino, que por fin llegaba también a España. Tantas novedades, tantas ilusiones, tantas expectativas que se abrían entre jóvenes ávidas de romper con lo que ya era viejo y olía a rancio les empujaron a creer que era posible otra vida, más luminosa, más libre, sin tantas cortapisas como las que habían atenazado a sus madres y abuelas. Esto fue un hecho sobre todo en las ciudades mucho más que en los pueblos y Aurora vivía en Barcelona, donde las prisas por poner en marcha la revolución eran el impulso común de mucha gente. La realidad que se impuso fue muy distinta y pronto chocarían entre sí los que parecían desear, en principio, lo mismo. Unos querían hacer la revolución a toda costa y cuanto antes y otros siguieron la consigna de que lo primero y más importante era ganar la guerra y posponer para después los cambios.

    Mientras tanto el pragmatismo del otro bando le llevó a pedir y obtener la ayuda del fascismo italiano y el nazismo alemán, sin que ninguna de las democracias europeas dijese esta boca es mía. Y para demostrar su absoluta resolución a llegar hasta el final expresaron su intención de acabar si fuera necesario con la mitad de la población del país y pusieron en marcha operaciones de exterminio en los alrededores de Sevilla, en la llamada Carretera de la Muerte, que iba de Málaga a Almeria y en Badajoz. Cuanto unía el terror. El miedo y el silencio se fueron convirtiendo en los mejores aliados de los que no querían que cambiase nada. Así desaparecieron las cunetas de cualquier referencia, incluso familiar. Nadie dijo una palabra durante décadas de los Campos de Concentración españoles, de los que hubo decenas. Nadie reconoció el trabajo esclavo, propiciado por empresas que hoy son de las más boyantes del país. Nadie se atrevió a mencionar el robo sistemático de niños por parte de miembros de la Iglesia y de altas jerarquías del franquismo, a familias humildes o madres solteras que de esa manera purgaban sus pecados.

   Aurora no se fue cuando pudo hacerlo. ¿Cómo iba a dejar a sus padres que nunca tomaron partido y no alcanzaban a adivinar su destino futuro? Por supuesto que le cortaron el pelo, aquella mata oscura y ondulada que se había dejado crecer desde niña y también sufrió cárcel y abusos. Cuando abandonó los calabozos, tras cuatro años de encierro se dedicó por entero a cuidar de sus padres, atender a sus sobrinos  y no dejar que aquel tiempo de silencio y oscurantismo la venciese. En secreto siguió anhelando aquella libertad que estuvo al alcance de los dedos. Ahora las mujeres volvían a estar en manos de los hombres para cualquier cosa, sobre todo si estaban casadas. Quizá por eso Aurora nunca pensó ya en el matrimonio. Se tenía a sí misma, sus manos para curar, abrazar, cocinar…Lo haría para sus seres queridos como muestra de afecto pero nunca por imposición ni de la religión, ni de aquella cárcel en que se acababan convirtiendo tantos matrimonios. Las mujeres casadas no podían viajar sin el consentimiento de los hombres, no podían disponer de su propio dinero, ni acceder a todos los trabajos considerados exclusivos de hombres y por supuesto ganaban mucho menos que sus compañeros de trabajo cuando lograban acceder a un puesto laboral.

   Su libertad estaba sujeta a servir de ancla a los suyos. Había sido su elección y nunca se lamentó por ello. Cuando se le hizo aquel retrato que tal vez nunca llegó a ver, pasaba de los sesenta. Su rostro reflejaba las huellas del tiempo, con los profundos surcos arados en su cara. Su pelo recogido y apretado en un moño como los de antes. Vestida con aquella chaqueta de punto que ella misma se hizo. Miraba atentamente su reloj, el último recuerdo de su padre. No era habitual entonces que una mujer luciese un reloj de pulsera de hombre, pero Aurora no daba ninguna importancia a tales naderías. La imagen era a ojos de Margarita una metáfora del tiempo congelado, desde que Aurora era una niña, el peso de la tradición era una losa imposible de soslayar y la religión una presencia que infundía temor, hasta aquel otro tiempo que había destruido y enterrado la esperanza de la modernidad, de poner en hora aquel reloj parado, representado en la presencia inquietante de los encapuchados, inmóviles, sin ojos, sin cara, efigies tan antiguas como las puertas y los muros de la iglesia en penumbra. Siempre estaban y estuvieron allí. No se fueron siquiera en aquel breve paréntesis de cambio que trajo la República.

  Aurora ya no está. Se murió con noventa, contenta de haber ayudado a sus sobrinos y a los hijos de estos para hacerles la vida un poquito más fácil, también por ver recuperados signos de libertad  que ella nunca olvidó y que prolongaron sus ganas de seguir viviendo. Menos mal que se fue la tía Aurora, se dice Margarita. ¿Qué podría sentir si oyese hoy a aquellos que vuelven a intentar reducir a las mujeres a su papel de madres y obedientes esposas, a los que niegan el maltrato evidente hacia ellas y que tienen una consideración tan detestable sobre los inmigrantes? Se habría indignado de haber sabido las barbaridades que profirieron aquellos miserables contra Luna, esa joven que ofreció su afecto y compasión a quien tuvo necesidad de ellas para seguir viviendo.

    Tal vez para una sola vida sería demasiado, piensa Margarita, mientras recuerda y vuelve a percibir los tiernos abrazos de su tía abuela Aurora y la alegre canción con la que la dormía cada noche cuando fue una niña.

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