De vanidades, libros y dragones

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Por Carlos Calvo

   Como todos los años, me acerco a los tenderetes librescos que en el día de san Jorge, patrono de los aragoneses, se ubican en el zaragozano paseo de la Independencia.

     Un día de san Jorge con su carga de libros y de claveles, y con esas calles colapsadas del centro de Zaragoza. Esta vez voy con mi hija Carla, de cuatro años largos, y nada más entrar en el laberinto de las vanidades me pide que le compre ‘La leyenda del dragón’, una adaptación de Carmen Gil del cuento de Lluís Farré y Mercè Canals. Dicho y hecho. “Hay un dragón tremendo -¡qué miedo, qué terror!-, un monstruo espeluznante que a todos da pavor. Es un dragón viscoso de dientes afilados, del que los lugareños huyen horrorizados”…

   Por supuesto, san Jorge también es patrón de Cataluña y de las Baleares (no se ofenda nadie), y a partir de 1931 se estableció la celebración de la fiesta del libro, el día veintitrés de abril, fecha cierta del aniversario de la muerte de Miguel de Cervantes, ese al que se nota que era manco porque escribió ‘El Quijote’ con los pies. A Shakespeare, empero, ni se le cita, aunque fue el mismo día del año 1616 en que fallecieron ambos, el bardo y el español. Bienvenida sea la especie si confirma y extiende universalmente la fiesta del libro, pero lo cierto, probablemente, es que Cervantes falleció el veintidós y fue enterrado el veintitrés de abril, y que Shakespeare –o quien fuera- debió fallecer el tres de mayo, ya que Inglaterra se regía, entonces, por el calendario juliano.

  Quien sí murió un veintitrés de abril fue el Inca Garcilaso de la Vega. Y William Wordsworth. Y Josep Pla. Y el aragonés Cándido Rubielos. Y mi hija y yo preguntamos a los visitantes de la fiesta: “¿Qué libro, referido a lo aragonés, ha leído últimamente?”. He aquí las respuestas de los amables entrevistados.

Rogelio Fernández (sindicalista):

  -Mis últimas lecturas han sido dos recientes libros sobre el anarquismo, mi gran pasión: ‘Los libertarios aragoneses’, escrito por el lechaguino Agustín Martín, y ‘Ramón Acín toma la palabra’, coordinado por Emilio Casanova y Carlos Mas. Lo que no entiendo es que los presentasen el mismo día y a la misma hora, una incongruencia digna del moralizante Stanley Kramer. Tuve que decirme, claro, y opté por la presentación del primero. Los maestros de ceremonias fueron el mismo autor, que disertó sobre la bandera del consejo regional, el gran Enrique Gómez, que tocó el tema político y el de la memoria histórica, y el pelmazo de Pepe Melero, que se pegó toda su intervención con un listado de anarquistas, en la mejor tradición de las páginas amarillas de su amigo Alegre, quien también estuvo presente como oyente, acaso por ser de la misma pedanía que Martín, eso que se dice estar cerca de casa. Y también hablaron, por supuesto, de la financiación de Ramón Acín al documental de Buñuel ‘Las Hurdes’, esa tierra sin pan. El volumen, aclaro, se divide en dos partes: la primera es el relato de los hechos más conocidos y la segunda es un diccionario propiamente dicho. ¡Abajo las caenas!

Maribel Cruz (camarera):

  -He leído ‘Cerca de casa’, y encima Luis Alegre ni me cita. A otros no para de nombralos. A Joaquín Carbonell, por ejemplo, lo cita 15 veces. A Antón Castro, 18. A Martínez de Pisón, 22. No sigo, que el libro es un listín telefónico. El libro me parece publicidad pura y dura. La publicidad tiene mucho que ver con los tópicos, con los estereotipos, con las expresiones hechas. Es una cosa espantosa. La publicidad es un formador, un conformador del mundo. El mundo entero está volcado en la publicidad. Lo invade todo. No hay manera de escapar de ella. Y encima el de Lechago no para de nombrar a Hermógenes y a Emilio Lacambra. Apologéticamente escribirás y gratis comerás (y beberás). 

Ángeles de Irisarri (escritora):

  -He vuelto a leer ‘La Regenta’. La tradición de la Semana Santa la relató Leopoldo Alas Clarín en esa novela, porque vivió en Zaragoza bastantes años. Fue catedrático de derecho penal hasta que se fue a Oviedo. De hecho, yo he sido pregonera de estas últimas fiestas religiosas y me siento muy orgullosa. Jesucristo vino a cambiar lo que es la humanidad, pero son dos mil años de cristianismo y ningún agnóstico o ateo, como vosotros del ‘Pollo’, se puede inhibir de su entorno y de su cultura, que es la cristiana. La negáis pero ahí está, es connatural a Europa. Os recomendaría abrir una sección de religión, ya que tocáis todos los palos. Conversos, que sois unos conversos… 

Norberto Rodríguez (electricista):

  -He comprado una edición de Martín de Riquer de ‘El Quijote’, ilustrado por el genio de Daroca con más de seiscientos dibujos. Lo leí de pequeño y me pareció una tortura. Terminé de don Quijote, de Dulcinea, de Sancho y de Rocinante hasta los huevos. Lo mismo me ocurrió con el ‘Ulises’, de Joyce, y ‘El lobo estepario’, de Hesse, dos auténticos tostones. A ver, con la edad, qué pasa ahora con esta lectura. No sé yo… 

Magdalena Lasala (reciente premio de las letras aragonesas):

  -Entiendo la literatura como un ejercicio de humanidad, a la par que de entretenimiento y formación. Mi premio de las letras aragonesas me congratula y en un acto de fe me he imbuido de un libro de Guillaume Derville titulado ‘Amor y desamor’, de la editorial Rialp, un recorrido liberador y positivo sobre la virtud de la pureza. Hablar de pureza y de castidad es hablar de felicidad. Tiene más de alegría que de renuncia. Es hablar de darse uno mismo, de valentía y de amor al otro. La pureza tiene también que ver con la castidad en el matrimonio, el celibato y la paternidad espiritual. Mientras leía el libro, escuchaba la novena sinfonía de Beethoven, una festiva proclamación de la unión fraterna en el respeto al creador. Escuchada así, no solo emociona su alegría: sobrecoge también el mensaje de esperanza y de ternura que transmiten sus notas. 

Antonio Pérez-Lasheras (profesor universitario):

  -Yo soy muy de Baltasar Gracián, ese que dijo que “errar es humano, pero más lo es culpar de ello a otros”. Mi admiración por él no tiene parangón. Gracián pasó la mayor parte de su tiempo en el reino de Aragón, tras salir echando pestes de Valencia. En Zaragoza se le condenó por publicar sus obras con el nombre de su hermano, Lorenzo. Era una manera de evitar que la compañía de Jesús le controlara, porque, como jesuita, tenía la obligación de someter sus obras a una tercera censura, aparte de la civil y eclesiástica. El pensador tuvo muchos problemas con su orden, llegando a ser denominado “la gran cruz” por sus propios compañeros. 

Florentino Armada (camionero):

  -Acabo de leer ‘Regreso a Innisfree’, de Chesús Yuste, diez relatos llenos de secretos en los que recrea el humor somarda de la Irlanda profunda, primo hermano de la socarronería aragonesa. John Ford, el hombre tranquilo, se hubiera emocionado. Me ha gustado sobremanera el del viaje de una enigmática mallorquina que busca sus raíces en Ballydungael. Las vacaciones del próximo verano, lo tengo claro, las pasaré en Irlanda, a ver si consigo descubrir a la misteriosa escritora de novela erótica. ¡Qué verde era mi valle! 

Rogelio Martínez (herrero):

  -Fui a la conferencia de Soledad Puértolas centrada en la aventura que el hidalgo don Quijote vive en el río Ebro. Dijo la escritora zaragozana que los paisajes aragoneses tienen una presencia relevante en la segunda parte de la obra de Cervantes y con el pasaje de la aventura del barco encantado, según ella, Aragón entra por la puerta grande de la literatura. Yo no lo tengo tan claro. Para mí, ‘El Quijote’ es una tontería, con la historia de ese loco, pero es una personalidad que atrae, tan sensato y cuerdo y luego está pirado. Es un poco los que nos pasa a todos, ¿no? El libro, además, no tiene estructura ni división, está descuidado y desorganizado, y escrito con los ‘tics’ de la oralidad, por eso, a veces, no concuerda el verbo con el sujeto, sino el verbo con los complementos. En fin, un horror de sintaxis. El olvidado Shakespeare y el denostado Quevedo le daban mil vueltas. ‘El Quijote’ es solo una obra de entretenimiento, escrita a vuela pluma. 

Carmen Puyó (periodista):

  -Leí hace unos días ‘Cerca de casa’, un magnífico libro de reseñas en el que además salgo citada en dos ocasiones: en la primera solo con mi nombre de pila y en la segunda ocasión con mi apellido y todo. Estoy muy contenta, qué contenta estoy, pues no todos los días te aplauden la constancia, la dedicación, el quehacer cotidiano. Además, leyendo a Luis Alegre pulo mi prosa, mi estilo, mis gustos cinematográficos. El gusto, pongo por caso, de compartir con él las excelencias de la película ‘Perdiendo el norte y el sur y el este y el oeste’. Bienaventurado quien cuente sus amigos a dos manos. 

María Dolores Gimeno (aragonesista):

  -Una de les desgràcies de l’actual crisi és la desaparició de moltes llibreries. Vendre textos impresos ha anat disminuint al nivel de l’economia desfavorable, al mateix temps que s’ha hagut de conviure amb les noves tecnologies, una forta competencia que ha substituit la figura del llibreter de carn i ossos per grans plataformes de venta anónima i a distància, i el paper per diaris elctrònics, llibres digitals, continguts de lliure accès… D’una manera o d’una altra, la gent ha continuat llegint, ara orientada per les campanyes de màrqueting de les grans editorials, que utilitzen bastant bé les possibilitats de promoció de l’era digital. Això si és que continúen preferint la paraula escrita als cants de sirena dels múltiples estímuls tecnològics. Al món rural del nostre Aragó despoblat, no s’ha notat massa el declivi de la llibreria tradicional. La majoria de les viles no n’ha tingut mai cap. 

Mariano Hoyas (carpintero):

  -Aunque vivimos en un país extraño, lleno de paradojas y que no ha asimilado bien su historia, recomiendo la lectura de ‘Historia de los heterodoxos españoles’, de Menéndez Pelayo, el erudito que, a pesar de su visión reaccionaria y ultracatólica, dedicó un grandioso libro a los herejes españoles. He vuelto a su lectura, como le gustaba hacer a nuestro paisano Luis Buñuel. Hay que leer a Menéndez Pelayo sin prejuicios y leyéndolo ahora se descubre su compasión por algunos heterodoxos, sobre todo los eruditos erasmistas del XVI o los enciclopedistas del XVIII: Bodo Eleazar, Catalina de Jesús, el abate Marchena, Blanco White, Ponce de la Fuente o Juan de Valdés. Piensen en ellos, léanlos, y dediquen una oración al hombre que los condenó, martillo de los herejes, pero que también los salvó del olvido. 

José Luis Melero (escritor):

  -Como soy un burgués ‘comme il faut’, prefiero que me cuenten las cosas antes que hacerlas. Porque mientras las haces es todo siempre muy incómodo. Recuerdo un día que hice senderismo y lo único que conseguí es que se me ensuciaran mis preciados zapatos con piel de cocodrilo. Yo prefiero no moverme del salón de mi casa, donde tengo todos los libros que necesito sentado en mi lindo sillón dieciochesco. En este día del libro aragonés he comprado una guía del valle de Ordesa escrita por Victoriano Rivera en una preciosa edición de 1929 encuadernada en piel de bucardo. Y es que estoy convencido: como los libros no hay nada. ¡Qué razón tenía Buñuel cuando dijo aquello del discreto encanto de la burguesía! ¡Y siempre con mis zapatos limpios! 

Mercedes San Román (dependienta):

  -He leído ‘Campo rojo’, de Ángel Gracia, un recorrido por una infancia robada, y la novela está llena de palabras soeces. Me recuerda a Quevedo, que era un guarro de narices. A mí el libro que me gusta es el ‘Poema de Mío Cid’, que tiene la expresión “por uebos” pero no es ninguna falta de ortografía, pues uebos significaba necesidad. Y no es que yo sea una cursi, que nunca digo “hacer el amor”, sino fornicar, y, te ilustro, viene de los arcos del coliseo romano, llamados fórnices, donde las prostitutas esperaban a los gladiadores. Por cierto, ¿qué vas hacer cuando termines las entrevistas, guapetón? 

Irene González González (maestra):

  -Si el poema ha llegado hasta un libro, es que no le queda mucho que decir. Los grandes poetas están callados, sin rostros y sin palabras. Intactas y muertas las líneas de versos que nadie toca. Es hora de reivindicar a los buenos. Vale ya del ‘todo vale’, de capillas y núcleos duros, de abrazafarolas, aplaudidores y lameculos, que no es oro todo lo que cotiza. La escritura de Daniel Rabanaque es un prodigio de elegancia, una lección obligatoria en la jaula de un pupitre. Su último librito, ’27 ratones negros frente al gran elefante blanco’, es un cofre de versos mínimos, micropoemas y otros artefactos poéticos de pequeño formato con inclinación al aforismo o tendencia al guiño cómplice y fugaz. La mezquindad no anda suelta, la mezquindad está encerrada. Ese es el problema. “Que tus labios se llenen de besos, / que tus besos se llenen de labios”.

Luisa Nieto (enfermera):

  -Lejos me parece un concepto cultural que se retuerce para exprimirlo y sacarle jugos tendenciosos que tiñen de oportunismo lo que debería ser gestión y pensamiento. Quizás se entienda mejor su contrario: cerca. Pero una cerca es una valla. Una valla crea una malla de protección. Una protección que capa toda posibilidad de germinación y concupiscencia. En estas cosas pensaba leyendo el libro de Luis Alegre ‘Cerca de casa’. Todo debe ser graduado, corresponderse con una evolución social equilibrada. Dejar que llegue de lejos lo que nos hace valorar mejor lo de cerca. Lejos es una idea de llegada, no de partida. Llegar lejos, pero con tu música, tu imaginario propio, como servicio cultural previo y vivificante con los seres más cercanos. Así te comprenderán mejor los de lejos. Y tú comprenderás lo de lejos a partir de conocer bien lo de cerca. Escucha el goteo de la fuente de tu pueblo y entenderás mejor las cataratas más grandes. Así pasa con los besos, los sonetos, los arpegios. La noche lejos de ti se convierte en una angustia proveniente de una soledad abierta en canal. Lejos o cerca. 

Donato Ortal (pintor de brocha gorda):

  -De una sentada me he leído ‘La bella cubana’, de José María Conget. Escribe como muy poca gente del oficio. Muy bien, quiero decir. Destaca la cantidad de voces narrativas, polifonía creo que se llama eso en términos académicos. Regresan los fantasmas de otro tiempo a las avenidas neoyorquinas. Esos fantasmas que se han puesto la sábana en su país de origen, o sea, aquí mismo. Muchos homenajes del artista a su gente próxima, a su literatura preferida, también a la que detesta con un sarcasmo que te saca la carcajada algunos ratos. Así es Conget. Hace lo que le da la gana con esa escritura rabiosamente moderna. 

  En el día aragonés del libro, muchos escritores zaragozanos, o afincados en esta ciudad inmortal, han lucido sus nuevas criaturas y se han promocionado en los tenderetes del paseo de la Independencia, firmando a sus compradores dedicatorias de sus libros. Uno de esos compradores es ese pintor de brocha gorda llamado Donato, un hallazgo, un currante como dios manda y que de literatura entiende un rato. Respeta a los literatos zaragozanos de este tiempo entre costuras, ha leído a (casi) todos, pero le falta, demonios, más literatura. Los que le interesan se podrían contar con los dedos de una oreja, que decía Perich (¿o era Peridis?). Pocos han hecho de Zaragoza una realidad literaria. Pocos han recreado, con precisa prosa, el ambiente de sus calles o callejuelas, plazas o plazuelas, bares o restaurantes, gimnasios de boxeo o redacciones de periódicos, casas de juego o despachos de políticos, mesas de negocio o submundos del hampa. La ciudad de Zaragoza y sus alrededores, eriales y polígonos, estaciones y arrabales, configuran un paisaje y paisanaje literario tan real como inexplorado en la novelística de aquí. 

  Uno de estos pocos, dice Donato, es el aragonés Ángel Gracia y su sorprendente ‘Campo rojo’, pues pocas veces se ha escrito sobre Zaragoza con tanta crudeza, proyectándola como una ciudad de zozobra, de infancias robadas, de víctimas y verdugos, que maltrata a unos habitantes que, a su vez, se maltratan entre sí. Sería deseable, por el amor de dios, que toda la sociedad zaragozana pudiera verse en el espejo de la literatura y oírse en sus modos vivos, agudos, creíbles. Su reflejo nos devolvería nuestras miserias más arraigadas, sin concesiones, y, aunque nos metiera el dedo en el ojo, nunca perdería la gracia, la ironía, el juego, el ingenio, la intuición, la comprensión, la ternura. Sobre la idiosincrasia zaragozana pocos han sabido construir un universo propio y reconocible, un mirador desde el que se observara, más allá de nuestros dominios, un mundo que nos gusta, del que se desconfía, y al que nos pudiéramos enfrentar con una saludable dosis de escepticismo. 

  El observatorio no sería la torre de marfil del escritor que vigila en la distancia, tendría que ser la terraza pegada al tránsito de la calle, la barra de una cafetería, el casino del pueblo, el vagón de un tren de cercanías, la sobremesa entre amigos. De ahí, maldita sea, saldría el narrador de fino oído, el observador sagaz, esto es, que encontrara en la literatura su refugio, desde el que se tejiera una sólida red de lectores cómplices. A mí me atraen los escritores que entienden la literatura como desafío y asumen las palabras como herramientas de esa vieja costumbre de no dejarse chulear, de no aceptar lo irremediable, de no justificarlo todo. Algunos creadores hacen de su modo de mirar una profunda forma de conocimiento para que otros podamos meter en el río los pies. Los buenos literatos son lo que estorban porque alumbran, desmienten y comunican. Los que no ocultan. Los que dispensan un poco de filosofía, un poco de vida cotidiana, un poco de sexo, un poco de nostalgia, un poco de enfermedad, un poco de nada. 

  Como Donato, el pintor de brocha gorda que de literatura entiende un rato, respeto a los literatos de la ciudad que me vio nacer, pero no comparto, la mayoría de las veces, sus resoluciones narrativas. A más de uno le daría una buena colleja, en la mejor tradición de la malograda Amparo Baró. Abandono numerosas lecturas –a la piscina, como Umbral- para no ponerme de mala hostia. Todo suena a cartón piedra, a una impostura como la que en este país está tan de moda en todo: también en la literatura. Cuántas veces, dios mío, estás leyendo una novela que parece arrancarte el corazón de cuajo y a las veinte páginas dices: ya está bien, pero si se le nota más el maquillaje que al Frankenstein de Boris Karloff. Una narrativa, en fin, que aquí se publica al son de una insoportable fanfarria mediática empeñada en convertir montones de mierda en páginas maestras de la literatura. Si tuviera que hacer las reseñas de todo lo que he leído, y lo he leído (casi) todo, como el pintor de brocha gorda, el ejército de Pancho Villa vendría en mi busca. 

  Mi hija, cuando me ve con un libro entre las manos, siempre me pregunta si me gusta y de qué trata. La respuesta, casi siempre, es negativa y ella me dice que, si así es, por qué no los escribo yo. Y le respondo a la manera del gran Joaquín Aranda: “Para escribir mal, ya están los otros”. Y ella lo agradece. Así saca más tiempo para jugar conmigo. Uno de los juegos que más gracia le hace consiste en escondernos bajo una sábana –o una manta- y entonces me dice que saque la cabeza y grite a los monstruos que se vayan. Suele haber una bruja, un lobo, un fantasma y, desde que vemos ‘Peter Pan’, hemos incorporado al cocodrilo y al capitán Garfio. Ella también grita escondida. Lo que más me divierte es que después de gritarles me vuelvo a esconder bajo la manta –o la sábana- y me dice: “Papi, grítales otra vez, que no te han hecho caso”. Sabe que no hay monstruos y ni siquiera tiene miedo a ellos. Simplemente le gusta que gritemos y que nos escondamos. El código ético de mi hija es mucho más auténtico y fiable que la moral convencional de muchos figurones literarios que deambulan por esta ciudad polvorienta. Y entre el polvo desaparece la figura del fantasma que encierra un regalo oculto. O un veneno. O una bomba. O el maldito dragón viscoso de dientes afilados, del que los lugareños huyen horrorizados…

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