De las pérdidas, la cuenta poética de Grassa Toro (con animales o sin ellos)

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Por Carlos Calvo

     Uno, cualquiera, entra en un quirófano y sale de él rectificado. Quizá modificado. En todo caso, diferente. Y, más o menos, recompuesto para seguir tirando. Para continuar echándole un pulso al vivir.

    El quirófano es una pausa, un perderle pasos, pequeños o grandes, a la realidad personal. Un paréntesis que siempre será recordado por una cicatriz. La historia de las cicatrices es secular y su estudio sería una aportación estética. ¿Material para antropólogos? ¿Para los estetas? ¿O para sociólogos? Y para poetas, pero, claro, ellos se refieren a las “cicatrices del alma”, del amor y la pérdida. Sin duda, otra interpretación más sublime. Más metafísica. Más inaprensible.

     Nadie sabe todavía dónde va a estar mañana el nombre de Grassa Toro (Zaragoza, 1963), en qué cerro o en qué rincón de la nómina de la poesía contemporánea. Su poder puede estar en que escribe sin un plano que indique el verso en el que se debe subir un poco la emoción y el silencio que marque un punto de reposo. Él llega al poema de manera emotiva, responde a la llamada de la escritura con un poco de oficio y mucha pasión. Grassa Toro hace una poesía de añoranzas, de viajes demorados, espinosos, a la geografía detenida, al pasado que vivió o quiso vivir, a los miedos y los olvidos, a sus cicatrices, como si quisiera quedarse limpio y enterrar todas las sombras y los fantasmas en la confusión de las palabras. Aquí están unos versos suyos: “A esta piel mía / ya no le queda sombra. / Por luz te envío, / paciencia y almíbar, / descalzo mi cuerpo”.

     Dieciséis años después de publicar su primer libro de poemas, ‘De las pérdidas, la cuenta’, aparecen dos nuevos libros de poesía de este gran escritor zaragozano, ‘Algunos poemas con animales’ y ‘Algunos poemas sin animales’, publicados, respectivamente, por Julieta Cartonera (en edición bilingüe español-francés con traducción de Andrea Alonso, en Toulouse, Francia) y Cartonerita niñabonita (en Remolinos, España). Unos libros que deben mucho a algunos de sus hermanos mayores, como Gil de Biedma, Eliseo Diego y Pablo Neruda. O el gran Jacques Roubaud, para quien “la poesía lleva a cabo el elogio de la lengua, el elogio de sí misma, el elogio defensivo de la lengua, a contrataque de su afasia, de su agonía, el elogio agresivo de la lengua a contrataque de su atonía”.

    Para la poesía, afirma Grassa Toro, “el tiempo es agustiniano: no hay pasado de presente ni de futuro; hay un presente del pasado, un presente del presente, un presente del futuro”. Y añade: “El instante de la poesía es una destrucción del tiempo; una descripción, una transposición, una translación, una falsificación, una remembranza, una lamentación, una contracción, una fabricación, una distribución, una distracción del tiempo; una renuncia al tiempo”. Vuelvo a pararme de forma seca en otros versos:“Porque se acabaron los gatos / porque no vencieron / porque arrastraron humo hasta febrero / porque el hueco era de su tamaño / porque no encontraron las espinas / porque llovió tierra el día que llovió. / Eso no fue una guerra / fue una consecuencia. / Quedamos nadie y yo.”

     Hay en el interior de estos dos nuevos libros un tono reflexivo en torno a la propia poesía, el arte, la cultura, la naturaleza, la justicia, la sociedad, el erotismo. El lector recorre los pasadizos interiores que  enlazan personajes y temáticas, una galería de espejos, una maquinaria musical que despliega numerosos elementos de geometría simbólica. Ya decía Leibniz, en una frase recogida por Schopenhauer, que “la música es un ejercicio inconsciente de aritmética en que la mente no sabe que está cantando”. Y en el nivel más complejo de lectura, intervienen revelaciones de pieles y sombras, de paciencias y almíbares, de luces y cuerpos, de calendarios y ciudades, de partidas y senderos, de herencias y aguaceros, de tierras y lejanías, de ataduras y desvelos, de horizontes y fronteras, de espantos y pasados, de miedos, de fatigas, de recuerdos, de despedidas, de asientos, de respaldos, de subidas, de bajadas, de batallas, de socorros, de nudos, sudores, de adornos, de sentimientos, de naufragios, de murallas, de espirales, de celadas, de envidias y gemidos, de pasmos y vergüenzas, de espinas y silencios, de guerras y consecuencias, de ramos y llamas, de premios y cenizas, de yugos y ruinas, de insomnios y cicatrices.

     Por supuesto, la cicatriz en sí misma ya constituye un argumento. Una cicatriz es el recuerdo visible de un dolor previo. La memoria de una circunstancia que no se puede olvidar. Ni se debe. La señal que queda: “Tarde en la tarde / galopa hacia poniente / a lomos de un caballo amarillo / no quiere ser nada / ni jinete siquiera / por lo tanto galopa / con la fe nocturna / de que la noche / no le hiera”. Caballos, sí. Y mariposas. Y sabandijas. Y perros. Y pájaros. Y gatos. Y jirafas. Y hormigas. Y conejos. Y sapos. Y búhos. Y comadrejas. Y gallinas: “No hay gallina nacida / solo para existir, / de mañana tendrá que poner huevo / o acudir cabizbaja al caldo / olvidados sus elevados sentimientos. / No hay en toda la región / gallina de adorno”.

     Y escupir muy despacio, afilando cada sílaba entre los dientes, la frase memorable. Los poemas, además de habitarlos, sirven para contraponerse. Para chocar. Como los autos locos. Como una gran piedra de toque: su roce provocará heridas, cicatrices, pero revelará, también, el material del que está hecho cada cual. Grassa Toro nunca busca la gran belleza, sino la belleza turbia y turbadora, la belleza perversa, la belleza maligna, la belleza humillada, la belleza enrarecida, la fea belleza que halla Baudelaire y que es la de nuestro tiempo, la de los romanticismos y los modernismos y los expresionismos y los surrealismos.

     La poesía, para Grassa Toro, es un estanque en el jardín. Y una larga conversación donde lo de menos es el resultado y lo que importa es la inteligencia y la virtud, la sonrisa por encima de la querella, el talento como artilugio, el gusto de escribir, de expresarse con audacia y con belleza, y esa ternura infinita con que mecemos el tiempo y las ideas. Parece que al poeta le salvaron la juventud otros poetas y un puñado de amigos. Fueron su grupo muscular, sus animales complementarios.

     Grassa Toro no calla, en la mejor tradición satírica y quevedesca: “No he de callar por más que con el dedo ya tocando la boca, ya la frente silencio avises o amenaces miedo”. Grassa Toro no calla, por eso reivindica sus poemas en un tiempo ya dispuesto para sus placeres y sus días. Grassa Toro no calla y refuerza las palabras, porque las ama, la pasión del verbo, del adjetivo, del sustantivo. Grassa Toro no calla y pone las palabras en su sitio, aquí y allá. Con sus sueños, sus ilusiones, sus pequeñas miserias y, sobre todo, con las ganas intactas de llegar a destino. Nos hacemos viejos y vivimos acosados por recuerdos y nostalgias. Y con Grassa Toro viajamos, acaso por pudor, acaso por necesidad, acaso por la magia de cambiar de escenario y de esperar toda suerte de acontecimientos, aunque tal vez nunca se produzcan. Grassa Toro no calla y vuelve, acaso por llegar a casa y recuperar los afectos de tantos que no pudieron ser compañeros de viaje.

     Un viaje lleno de nostalgias. Para volver. Para contar. Allí donde vive aquel mundo en el que quiere penetrar. Grassa Toro no calla y pronuncia, al fin, la frase memorable, que expresa la emoción contenida, que engrandece la memoria y la mantiene viva, que abre una ventana en la retina y evoluciona en una sonrisa espontánea. Y el lector sentimental puede emular al poeta sin necesidad de salir a buscar un cementerio con vistas. Aquí está el poeta, brumoso y desafiante, y su regreso a la memoria.

     Advertía Cortázar que cuando uno regresa a la memoria es porque le falla la imaginación. Pero no es del todo cierto. Volver atrás es un ejercicio diabólico, pero es el único viaje verdadero, con todas sus mitologías interiores que levanta un viaje. Hay objetos dotados del poder absoluto de empujarte años atrás con solo mirarlos, como si contuviesen un morse que pide ser activado. Es el único aldeanismo arterial que uno se permite: revisar alguna vez la propia biografía, descompuesta ya en facetas, traicionada tantas veces, alumbrada felizmente por las voces de los otros, incólume y extraña como una casa cerrada con las llaves por dentro.

     Grassa Toro recuerda, en su libro ‘Buñuel es ojo porque te ve’, que el cineasta “se negó de por vida a buscar interpretación alguna a su obra” y, por eso mismo, dedica aquella su bella conferencia dramática “a los mal entendedores, a los generosos, a los atrevidos y a Ramón Gómez de la Serna”, en una suerte de espíritu creativo para decirle algo al calandino, andar un rato a su paso, “intentar crear algo, así sean dos líneas, una imagen, que puedan entrar por la puerta a la casa de la imaginación que él levantó a golpe de manivela y que puedan salir de ella, claro, por la ventana”.

     Algo así se puede decir del gran Grassa Toro, pero cambiando –como él dice- los términos. En efecto, Grassa Toro y la palabra es una suma que da uno, infinitas borracheras de posibilidades, limpia mirada de quien, tal vez, no tiene memoria. La única ‘s’ de su primer apellido es la marca de la infancia, la que le señaló, y todavía le señala, como extranjero, como ese escritor nacido en Zaragoza y llamado, ahora, Grassa Toro. Con un par.

     También advierte el fabulista, cada vez que viene a su ciudad, que Zaragoza la ve distinta. Al principio parece la de siempre, pero faltan escaparates y sobran carteles. “Se alquila”. “Se vende”. “Se traspasa”. Da igual que sean amarillos, naranajas o rojos. Son rectángulos vestidos de luto que lloran el negocio que enfermó y poco a poco murió. Tiendas de siempre que se fueron para siempre. Es lo que tiene regresar. Descoloca, pero aun así, sigue feliz. Está en casa. Es una de las muchas almas baturras que un día dijeron me voy para un rato y llevan décadas fuera. El año que viene vuelvo, quizá al siguiente. No hay mayor mentira que la que le cuenta a la almohada el emigrante. El viento sopla poderoso, guardando la lluvia para sus cortas treguas. Y la gente pasea precipitada. Quizá con menos ímpetu que otros años. Como si la crisis apretara en el zapato.

       Al fin y al cabo, Grassa Toro recupera el recado de unos días donde existir era extraviarse, descubrir, casi arrasarlo todo sin saber que nunca se aprende a vivir. Sin saber que el hombre no ha cambiado desde el hombre. Como aquellas líneas de la ‘Oda a Federico’, tan del gusto del fabulista zaragozano: “Ya sabes por ti mismo muchas cosas. / Otras las irás sabiendo lentamente”. Y cierras el primer libro. Y el segundo. Con animales o sin ellos.

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