El gran Aub novela la esencia de Buñuel

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Por Carlos Calvo

 “¿A quién le puede importar un libro sobre Luis Buñuel si no le interesa la obra de Luis Buñuel?”, se pregunta Max Aub en el prólogo de su ensayo biográfico sobre el cineasta.

   Después de leer los sucesivos escritos –algunos, sonrojantes- que últimamente se han publicado en torno al turolense, hay que reconocerle al escritor que su texto va más allá respecto a muchas aportaciones de unos presuntos intelectuales que no saben, los pobres, que no lo son. Por el contrario, ‘Luis Buñuel, novela’ es un, a mi modo de ver, apasionante texto sobre la historia, la vida y el arte. Porque Aub sabe de lo que habla, no en vano ha sido también cineasta y sabe cómo funciona el orden fílmico. Su agudeza del pensar y su sutileza del decir, por expresarlo con Quevedo –de quien extrae jugosas comparaciones con la obra del realizador calandino-, nos introduce en el contexto de una época a la que disecciona como a un insecto.

     Autor de obras fundamentales de la guerra civil y la posguerra españolas (‘El laberinto mágico’, ‘La gallina ciega’), la vida de Max Aub es itinerante desde el comienzo, una mezcla de lugares que lleva en la sangre. Nace en París en 1903 y muere en la capital azteca en 1972. Aunque de padre alemán y madre francesa, la familia se traslada a Valencia en 1914, y seis años después se hace viajante. Luego, mientras escribe, es miembro del socialismo, hasta que publica, en 1924, su primer libro, ‘El desconfiado’. Más adelante, Aub monta el grupo teatral ‘El búho’. En 1940, durante su estancia en París como exiliado del conflicto bélico, es acusado de comunista, detenido y llevado al campo de internamiento de Vernet. Queda libre y luego otra vez detenido y enviado al campo de Djelfa, en Argelia. Allí surge uno de sus libros más conmovedores, el poemario ‘Diario de Djelfa’. Llega, finalmente, en 1946, a la ciudad mexicana de Veracruz.

      Hombre cosmopolita que abraza España como su país y el idioma castellano como única forma de expresión literaria, Aub siempre lucha por sus ideas, que conserva toda su vida, y por lo que él cree una España mejor, pero lo paga con encierros en campos de concentración, alejamiento de su familia y el exilio. Sin embargo, nunca pierde su sentido del humor ni su capacidad afectiva. Unos afectos que quedan demostrados en ‘Luis Buñuel, novela’ (Cuadernos del vigía, 2013), la última gran obra que quedaba inédita de Max Aub. Una impresionante y singular biografía que descubre al verdadero autor de ‘Viridiana’. Un libro que nunca pudo ver la luz, un proyecto inacabado en su día por la muerte del escritor y que ahora aparece para deleite de todos –de todos los amantes al gran cine y de todos los amantes a la alta literatura-, en el que incluye un grandioso retrato de su generación y un sagaz estudio de las vanguardias europeas de principios del siglo veinte, después de que en 1985 se publicara parte de ese trabajo con el título de ‘Conversaciones con Buñuel’.

      Max Aub y Buñuel son amigos desde 1925. Al primero, en 1967, la editorial Aguilar le propone escribir una biografía del realizador. Aub acepta el envite y, lo que es mejor, lo acepta Buñuel, aún a sabiendas de que puede mentirle a los demás pero no a su viejo amigo. Carmen Peire, aubóloga de pro y responsable de la edición de ‘Luis Buñuel, novela’, reestablece el orden ideado por Aub para las miles de páginas depositadas en la fundación Max Aub de Segorbe (Castellón). “Aub”, dice Peire, “no acaba la obra porque un infarto se lo lleva de improviso. Es un hombre de sesenta y nueve años en plena posesión de facultades y eso se percibe en los textos, que están ya muy editados. Yo dudé mucho al principio, pero sentí que había encontrado la forma definitiva cuando leí que Aub pensaba escribir una novela oral”.

      El Buñuel que sale de estas páginas es impagable y tan contradictorio como lo retrata su amigo. Las afirmaciones de la conversación tienden al desconcierto. Aub conduce pero, en ocasiones, disiente de las opiniones de su amigo. Así nos enteramos que a los dieciocho años, tras haber amortajado y vestido el cadáver de su padre, decide dormir en la cama donde este acababa de morir con una pistola bajo la almohada para combatir al fantasma paterno que se le había presentado en una pesadilla la noche anterior. “A mí, las armas siempre me han dado mucha seguridad”. También asegura Buñuel que “siempre he sido muy tímido con las mujeres”, pero unas páginas después no tiene el menor reparo en hablar de las orgías en las que participa en casa de Charles Chaplin. “Como persona, Chaplin era un ser despreciable”, revela. “Yo no sé cómo se las arreglaba, pero lograba que las mujeres se pelearan entre sí, y era bastante extraoridinario”.

       También nos enteramos de que la vaca del ojo rasgada de ‘Un perro andaluz’ no estaba viva, pero que a Buñuel no le hubiera importado que lo estuviera y que le pusieron rimmel al despojo. Que le gustaba disfrazarse de cura y que una vez lo hizo de monja. Que en Cadaqués intenta asesinar a Gala, ahogándola, mientras Dalí implora que no lo haga. “Nunca vi a nadie con tanta mala leche”, dice de ella. Y más. “No he sido comunista”, asegura a su amigo, aunque en otro fragmento no se corta diciendo: “No soy demócrata. Creo en las dictaduras, fui estalinista hasta su muerte”. Y qué decir de la visita que en 1971 hace al palacio del Pardo, donde es recibido personalmente por Franco. Al cineasta le divierte contar la anécdota: “Bien, muy bien. Es un tipo estupendo. Con una visión… Fenomenal tipo. Muy simpático. Estuvimos hablando media hora. Pero lo que más me gustó es que cuando me marchaba se acercó a la puerta y gritó: ‘¡Carmencita, haz una tortilla con chorizo para Buñuel, que se marcha!’. Muy español, muy español”.

       Este libro es en parte biografía y en parte ensayo, y Aub lo divide en dos partes. En una primera, con una prosa de estatura, trata el recorrido del calandino, su infancia y juventud, su condición burguesa y católica, sus escarceos zaragozanos, su llegada a Madrid, a la residencia de estudiantes, la amistad con Lorca y Dalí, su salida de España, su estancia en París y luego en Hollywood, el descubrimiento del surrealismo, de Sade, del comunismo, la creación de Filmófono como medio de vida y diversión, el exilio a Francia como colaborador de la causa republicana, la labor técnica en Nueva York, su larga estancia en México y sus saltos a Madrid y París, la religión, la política, la novela picaresca, sus encuentros y desencuentros con Galdós, con Baroja, con Gómez de la Serna, con Sender, con Goya, con Picasso, con Machado, con Alberti, con Vallejo, con Aragon, con Péret, con Picabía, con Duchamp, con Breton…

      Una segunda parte más ensayística nos introduce en la estética del arte de la época, en el laberinto de los sueños surrealistas y en los diferentes -o no tan diferentes- ismos (expresionismo, dadaísmo, ultraísmo, creacionismo, manierismo y, por supuesto, surrealismo), un análisis sobre los sentimientos de una generación que vive momentos cruciales y un estudio riguroso de las vanguardias artísticas y literarias que cubren los principios del siglo veinte.

      Max Aub comprende la obra, vida y milagros de su héroe, un personaje acaso atrabilario pero fiel a sus sentimientos, instintos e ideas, brillante e interesado, parcial como todos los hombres inteligentes. A Buñuel le importa más la justicia que la verdad, siempre con temor a los acontecimientos, aunque este hecho no se refleja en su obra, grandiosa, que es lo que cuenta. El libro de Aub tiende a destacar a Luis Buñuel de sus compañeros de generación, y a explicar cómo son y por qué. Entiende el escritor que a lo que más puede aspirar la historia es a ser una buena obra literaria, por eso prefiere las anécdotas a los documentos y así hacer un inventario de su personalidad, para sacarle todo el jugo vital, indispensable para alejarse de los fríos datos, que a nada conducen ni nada significan. Muchos estudiosos e historiadores no lo han entendido así y así les salen sus textos: una biografías –o lo que sean- decididamente distorsionadas.

      Ciertamente, la conmemoración en 2013 del treinta aniversario de la muerte del calandino ha sacado a la luz, entre homenajes, recelos, mezquindades y, también, espléndidas publicaciones, detalles desconocidos de una personalidad universal. Sin embargo, las lecturas de estas sucesivas biografías arrojan un saldo deprimente en lo relativo a la ejemplaridad de la vida abordada, y en particular cuando se trata de sus relaciones íntimas, donde revelan a Buñuel como tiránico, egocéntrico o maniaco, en unos ejercicios de desollamiento de la figura de un importante creador, cuya vida misma parece ocupar el centro de todas las atenciones. A mi modo de ver, el interés que suele despertar la vida del creador de una obra admirable resulta a todas luces oportunista, por no decir morbosa, que nada significa, repito, ni a nada conduce. Conviene recordar que las miserias de la vida privada de Buñuel en que hurgan con tanto celo algunos biógrafos no constituyen la clave sino el enigma que suscita toda obra maestra. Hay que descubrir a Buñuel por su obra, por lo que esta representa, pero no conocerlo para cebarse. Y muchos de sus biógrafos no lo acaban de entender. Allá ellos.

      Max Aub, más inteligente –y de una intelectualidad fuera de toda sospecha-, habla de sucesos, de altibajos vitales, de trabajos, de amistades, de ideas propias, de influencias, para moldear al personaje, el personaje tozudo, y entrar en él, para retratarle. Escribe buscando la razón de ser de la obra de Luis Buñuel, para intentar explicar qué mundo ve nacer la obra de este cineasta y, de hecho, por qué la realiza y no otra. Efectivamente, Buñuel es la época que le toca vivir, influyendo en él la religión, los jesuitas, las putas, el vino tinto, Calanda, su madre, Fritz Lang, Wagner, Freud, el surrealismo en general y el comunismo en particular.

      A Buñuel le interesa lo divino y lo humano, lo social y lo religioso, lo político y lo histórico, la cultura. De ahí que el marqués de Sade sea un descubrimiento para él, una auténtica revolución que coincide con la del surrealismo, y le hace dudar de su educación, de la beatería indecorosa. A Buñuel le importan las mujeres fáciles –si no queda más remedio-, el vino de Valdepeñas, el chorizo, el jamón, un buen chuletón, las charlas de café, los amigos, las bromas, los chistes. Y todo bajo la influencia del cristianismo (y la blasfemia) y su fundamental anarquismo, de la muerte y el destino. Pero el mundo se ha hecho para reír y burlarse de él, ferozmente si es posible. Para reírse, aprovecharse de las señoritas, perder el tiempo o pasar el rato, existe el portentoso invento del cine. Las bromas, los disfraces y las borracheras completan el empleo del tiempo. De honrados y sinceros está lleno el almacén de películas inservibles para el arte. Lo mejor, tal vez, es echar un somnífero a la chica que te gusta para poder abusar de ella. Una idea escandalosa para los hipócritas pero que significa, mira por dónde, el germen de ‘Viridiana’, esa película que todos admiran –sobre todo, los reformistas de hoy- y no saben, los pobres, la dinamita que lleva dentro. El discreto –y cochambroso- encanto de la burguesía.

      El arte de Buñuel es la unión del misterio y el materialismo, dos conceptos, a priori, contrapuestos, pero subrayados por el instinto, por la reacción natural. Dice Aub que “el revolucionario teórico y convencido de raíz preferirá siempre la confortable vida burguesa”. Por eso, durante la sublevación, Buñuel se pone al servicio de la república, pero en París, donde, en efecto, puede ser útil, estar ante todo tranquilo y tomar sus copas a la hora señalada. También por eso, maldita sea, se irá a Norteamérica huyendo de la futura guerra. Y procurará terminar, allá donde fuere, con el mismo ritmo de vida. Por eso, tal vez, el historiador –o lo que sea- Ian Gibson se equivoca, al sacar conclusiones precipitadas. A los documentos no hay que reverenciarlos. La letra impresa, muchas veces, tiene el valor que pueda tener la Biblia. Hay quien se lo toma todo al pie de la letra. Y no es eso, Gibson, no es eso. Aub es más inteligente –y mejor escritor- y sabe que a Buñuel la política le importa, pero, ay, no le interesa.

      A Buñuel no le gusta contar ciertas cosas, y en su derecho está. Lo que no soporta, de ninguna de las maneras, es la traición, y entre amigos es algo inadmisible. Dalí, su gran amigo de juventud, le traiciona a los primeros dólares de cambio. Es, qué duda cabe, el Judas de la cena de ‘Viridiana’. Como otros surrealistas que le echan en cara su capacidad para retractarse de cualquier cosa si puede ayudar con ello a un amigo. Buñuel perdona lo imperdonable si son amigos suyos. Con el tiempo, también, Buñuel pierde la fe, pero no el sentimiento del pecado. Lo sexual y lo social son las bases de su interpretación del mundo, a través de lo religioso, que es otra manera de decir lo mismo. Buñuel, en realidad, no inventa, no clasifica, solo escoge, monta, da continuidad, enseña, fija y da esplendor a las imágenes.

      Bunuel tiene la edad del cine. Y el cine es el medio más amplio. De ahí la importancia mayor de la obra del realizador aragonés. Una obra, en efecto, que fija el desprecio por la autoridad, que fija el pesimismo acerca de la condición humana, que fija el anarquismo sin más fundamento que el instinto y la realidad vista con un sentimiento elemental de la justicia. Y todo ello barnizado en una enorme alfombra de circo donde las burlas, las bufonadas, las guasas, las mofas, las sátiras, las ironías, las coñas, los pitorreos, en fin, son el punto principal, la esencia misma de la expresión. Un concepto expresivo –natural y acaso naturalista- que campea por todo su cine, por todas las imágenes de su ingenio travieso, sorprendente, agudo. Un ingenio, al fin y al cabo, repleto de hipérboles insospechadas, de equívocos chispeantes, de antítesis reveladoras, de juegos de palabras hondamente intencionados, de ironías maliciosas, de toda una gama de recursos conceptistas que se acumulan de modo exuberante.

      Buñuel dice que la inteligencia es fría y se aferra a algo mientras que la imaginación es generosa. Muchos temas y personajes de las películas provienen del azar, de las calles, de los paseantes, de los vendedores, de los turistas. Lo esencial consiste en aprender a mirar, a educar el ojo y escoger. Con la realidad del mundo hay que construir una ficción. No aceptar nunca la vida como es o como se nos presenta. Lo abstracto y lo concreto, lo histórico y lo individual, lo racional y lo físico, lo personal y lo político: falsas disyuntivas desarmadas hábilmente por unos planteamientos imaginativos, minuciosos y eficaces. Todo lo que rodea a Buñuel, tan contradictorio y genial, tiene algo del destino del hombre que es por sí mismo, a fuerza de grandezas y debilidades, como una suerte de imagen minúscula de nuestra humanidad. Acaso por ello le interesa tanto el mundo de los insectos.

       Insectos y artrópodos son una de las obsesiones y constantes en el cine de Buñuel, sin duda consecuencia de su infancia en el campo. Las arañas se han convertido en un símbolo de su cine, donde explora la condición humana como si se tratara de un entomólogo. Maestro en incorporar los vericuetos del subconsciente a un campo de impulsos y reacciones desconocidas, Buñuel construye su mundo de manera obsesiva, admirable por su libertad y rebeldía. Reconocemos a Buñuel en toda su obra y eso, más en un medio como el cine, es una rareza. Y aunque él niegue la misma esencia del cine cortándose el ojo en ‘Un perro andaluz’, en todo lo que filma está él, entero, su personalidad, su ser.

      Con todo y con eso, Buñuel hace un obra totalmente singular con el intento de que el hombre reflexione sobre su condición y se salve por sí mismo al contemplar cómo desperdicia su tiempo. Buñuel no puede vencer nunca la filosofía católica de su educación. Su obra cinematográfica, en el fondo tan melancólica a pesar de su crueldad, y a veces tierna esperanza de un mundo mejor, es una lucha constante con la fe y, al mismo tiempo, no aporta ninguna luz acerca del futuro. Pero es un excelente testigo de la confusión y su obra, en muchos momentos, es un réquiem a la memoria del mundo perdido. Las raíces religiosas están siempre presentes en su mente como las campanas y los tambores en su oído, perdido o no, enlazadas con las expresiones de un nuevo mundo. Pero Buñuel no inventa laberintos en contra de lo que pueda parecer. La mayoría de sus películas tienen un final feliz o apuntan una posible salida. Buñuel no es pesimista. Todo lo contrario: es un autor alegre, amigo de la risa, de la ironía, del humor, del sarcasmo.

      Aub se aproxima a Buñuel de un modo subjetivo, la única manera de entender a un hombre, de intentar entenderlo. No busca las teorías. No busca la retórica. Aub busca y encuentra la verdad a través de la literatura, las reacciones personales de su personaje. A través de ellas, fija el contexto. Y califica a su héroe de tozudo y bromista, contradictorio y antiliberal, visual y profundo, trágico e inesperado, sorprendente y nihilista, sentimental y disciplinado, rico y comunista (hasta donde puede serlo un señorito rico), ateo y putero, blasfemo y buena persona, cazador, muy mirado de lo suyo, cuidadoso del qué dirán, egoísta como cualquier burgués, aprensivo de su salud, buen negociante.

      La tozudez, en efecto, ha sido un rasgo de su personalidad, acaso porque, como dice Sender, “los aragoneses somos testarudos porque tenemos razón”. Aunque unos más que otros, porque a Buñuel no le tiene en demasiada estima el oscense y le califica, despectivamente, como “el bellacón de los ojos de yegüa”. En cualquier caso, la obra cinematográfica de Buñuel, aparte de testaruda y tozuda, es de un romanticismo desatado que tiende hacia la oscuridad de la subconsciencia, dentro de su continuidad irracional, acaso por ser enemigo de la ciencia y amigo del misterio.

     A decir verdad, Buñuel, cuya única referencia reconocida es Galdós, es un escritor que halla en el cine su manera de expresarse. Y se pone a escribir sustituyendo la pluma por la cámara. Por eso utiliza el cine para exponer, sin trabas, o las menos posibles, su pensamiento. El amor en Luis Buñuel –como en todo arte manierista- solo se comprende entre contrarios, la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, con contradicciones o sin ellas. Para él, el erotismo sin cristianismo es un erotismo a medias, porque sin él no hay sentimiento del pecado. El erotismo agnóstico es una cosa fresca y natural, pero el erotismo mezclado con el cristianismo crea el sentiemiento del pecado. Justamente es un conflicto.

      Buñuel, al que le encanta el orden y la organización -¡y las caras de asombro!-, es ateo, pero su tema es la religión. Un ateo que, no dejándolo de ser, se convierte en un hereje. La mayoría de los problemas de las películas de Buñuel surgen del misterio que, a su vez, se convierten en tragedias o en farsa bajo la presencia, verdadera y falsa, de dios. La fe como problema fundamental. Porque a Buñuel todo lo que no es cristiano le es extraño. Buñuel, antirreligioso pero no anticlerical, no se burlará nunca de los dogmas, al contrario: tomará en serio hasta las herejías. A fin de cuentas, el calandino es el artista de la ambigüedad, de Cristo y Sade, del papa y Breton, de la religión y el surrealismo. Para él, artista de las ideas, las dudas y las inseguridades son buenas y la línea moral es surrealista, pues no le interesa el arte sino la gente.

      Por eso, justamente, está fascinado por los monjes. Dice, incluso, que solo se puede ser verdaderamente ateo en un convento. Siempre la misma paradoja: la atracción del ateo radical por la profanación, el sacrilegio, el satanismo. Y, al mismo tiempo, la necesidad de reírse de ello. La soledad, la inacción, la exigencia del silencio, la posibilidad de meditar continuamente, de retirarse en uno mismo, le sobrecogen. Uno de los inconvenientes de la vida moderna, piensa Buñuel, es que “nos saca de nosotros mismos”, que vivimos, a la postre, hacia el exterior y nos olvidamos, maldita sea, de nosotros mismos durante el camino.

       Sí, Buñuel es ateo, pero profundamente espiritual. A mí me da que con algunas de las cosas que se han escrito de él, sobre todo con ocasión del reciente treinta aniversario de su muerte, se hubiera reído a carcajadas. Nace en una familia muy católica y eso le da carta para odiar aún más las religiones. Pero Buñuel es, ante todo, un hombre muy moral. Los valores religiosos no son necesariamente los que nos permiten vivir mejor. Muchas veces es todo lo contrario. Las religiones pueden darnos fuerza para vivir, pero no para ser más honestos. La iglesia que retrata Buñuel no esconde en los armarios escándalos de pederastia ni de finanzas. Es más parecido a un patio de colegio (con partido de fútbol incluido). Los frailes hacen trampa cuando llega la hora de jugar a la baraja o cuando llega la hora de encerrarse en sus habitáculos. El peligro de los religiosos es que se pueden convertir en personas pretenciosas y desarrollar una actitud según la cual cada una de sus palabras son tomadas como las de un profeta.

      Como Octavio Paz, Buñuel piensa que los sacerdotes pueden ser ejemplares. Lo que no es ejemplar es la religión católica. Y ellos, los sacerdotes, no tienen la culpa. De hecho, el escritor mexicano juega un papel importantísimo en la vida del turolense al apoyar activamente el filme ‘Los olvidados’, después de que en el país azteca sea rechazado y muy criticado por la prensa al mostrar con crudeza la realidad sobre la marginación infantil. Tal es el acoso, que la película solo se proyecta durante una semana en los cines de la capital mexicana. Posteriormente cae en el olvido hasta que se presenta en el festival de Cannes y Octavio Paz, entonces diplomático en el país galo, emprende una ardua campaña promocional que incluye también la búsqueda de apoyo por parte de intelectuales de todo el mundo. Tras el triunfo de ‘Los olvidados’ en Francia, la carrera profesional de Buñuel vuelve a resurgir y el filme se reestrena en México con un gran éxito, conviertiéndose en una de las películas más galardonadas de sus premios Ariel.

      Habría que achacarle a Max Aub, en cualquier caso, que no penetre en su justa medida en el meollo de la literatura latinoamericana, que no ahonde, esto es, en las influencias recibidas y prestadas. El cineasta bebe mucho de la literatura y debe mucho a la literatura, pero la literatura, al mismo tiempo, debe mucho a Buñuel. En cierto sentido, es uno de los inspiradores del llamado ‘boom’ latinoamericano de los Cortázar, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Cabrera Infante y otros tantos tan interesantes o más, pero desconocidos o menospreciados por la misma corriente, tan envidiosa y engreída. Son unos compañeros de viaje muy complejos que consiguen que el mundo deje de ver a aquella zona como una cueva variopinta de dictadores, ladrones, torturadores con pretensiones de aristócratas o de líderes del proletariado. Enseñan un continente rico, exuberante en sus carnavales y en sus velorios, lleno de mitómanos dispuestos a contar los kilométros entre sus casas y la luna, y poblado por comunidades que no saben de qué lado de la cama se sueña con la esperanza y cuál produce exclusivamente pesadillas con el desencanto.

      La América de los escritores, como el cine azteca de Buñuel, es un poco irreal. No falta nunca la ilusión, suba o no al cielo, viaje o no en tranvía, ni la magia silvestre que hace que aparezca el amor. Pero, de pronto, el amor se desvanece, el pan se vuelve aire, y el dolor y la felicidad intercambian sus carnés de ciudadanos. Los que hacen los cambios reales, los que reinventan los juegos con las palabras y las imágenes, los tiempos y los días, reconcilian a los latinoamericanos con sus pueblos aburridos, el mediodía tieso y caliente, los abuelos y la pobreza, las putas, los borrachos, los tarados y los soñadores. Esta es una vertiente muy importante de la herencia que dejan estos literatos y el propio director de ‘Los olvidados’, porque ayudan a descifrar las fotos viejas y a rescatar los paisajes y las historias que se quieren ocultar por ignorancia o por vergüenza.

      Fascinado por lo ilógico, por lo absurdo (el cineasta no logra convencer al productor de ‘Los olvidados’ para que le deje filmar a una orquesta sinfónica en un edificio en construcción), Buñuel es el maestro de lo irracional, de la insensatez, de la incoherencia, del esperpento, de las apariciones, de las paradojas, del disparate, del desbarro. Así lo define Aub: “Ni crédulo ni incrédulo, ni religioso ni irreligioso, ni comunista ni burgués (ni mucho menos anticomunista), ni anarquista ni totalmente en contra, ni creyente ni increyente. Escéptico sin serlo, ni ateo del todo, tal vez descreído, materialista hasta cierto punto, fiel e infiel, hereje sin saber de qué, anticlerical con lagunas, irreverente, libertino, solo en principio impío”. Y añade: “Sacrílego solo en las formas, descatolizado hasta el punto en que puede serlo un español, que no es demasiado. Hipócrita en el buen sentido de la palabra, que lo tiene. Atrevido sin querer. Amigo del desacato a las autoridades siempre que no entrañe peligro para él. Adelantado. Bien educado. Egoísta y espléndido. Amigo de ayudar. Difícil de enfurecer, pero no enemigo de dejarse llevar por su temperamento. Amigo de los excesos, de lo infrecuente, nada rencoroso, cascarrabias a veces, algo quisquilloso, malicioso, amigo de retruécanos, anfibologías y ambigüedades. Cumple lo que promete y sabe lo que es hacerse responsable a pesar de su afición a lo irracional. Puntual sin falta, se sale de sí si los demás no lo son. Obstinado, intolerante, con ciertas obsesiones, de buenas costumbres, cara de verdugo, incapaz de viajar con un paquete. Contradicción hecha arte”.

      Buñuel nace con el siglo veinte y su biógrafo nos habla de la esencia de un país y de la idiosincrasia de los españoles, de su compleja historia, de su arte, de su insondable misterio. Aub traza el boceto biográfico de su héroe desde su contexto, desde la matriz de su tiempo. A Buñuel lo define a través de las ideas que inspiran su genialidad, de los artistas que recogen sus sugerencias, las ocurrencias que habitan en sus películas, las diferentes dramaturgias que dibuja con su existencia, llena de placeres y de días. Una persona no es más que la fragua de su contemporaneidad. Aub aborda la figura de este intelectual contradictorio que empieza haciendo vanguardia desde unas raíces tradicionalistas. La política convierte en ideología los viejos postulados fiosóficos, el arte es una sucesión de corrientes contínuas y el cine una nueva vía. Buñuel coge todo esto, más su herencia intelectual, lo mete en la batidora de su talento y le salen unas películas fundamentales para la historia del cine. Aub, en su libro, acerca la semblanza de este personaje fundamental, digo, para el siglo veinte.

      Conversando con Aub, en efecto, Buñuel se muestra como un hombre mundano y cercano, también distinguido y culto, que, sobre todo, ama vivir. Y que sabe cuánto vivir implica. Toda una vida en la que descubres, etapa tras etapa, la infancia y juventud, la conciencia y la guerra, el fracaso y la madurez, el éxito y la vejez. Su evolución, sus mudanzas, sus relaciones, sus escándalos y provocaciones, su trabajo y constancia, su compromiso y distancia, su nihilismo y vehemencia, su reflexión y su subjetividad, su fidelidad e incoherencia.

      La vida, en fin, de un hombre esencial, en cuyo interior hierven juntos las ideas de Sartre y las de Spencer, las de Rousseau y Marx con las de Darwin e Ionesco, las de Unamuno y Valle-Inclán con las de Eugenio d’Ors y Galdós –siempre Galdós-, las del marqués de Sade con los estilos narrativos de Faulkner y Dos Passos o los dramáticos de Strinberg e Ibsen, el solipismo de Max Stirner con el pesimismo de Leopardi y las aporías de Kafka. Todo ello al ritmo del nervio fílmico de Pabst, de Murnau, de Clair, de Renoir, de Lang. El resultado no es solamente una nueva forma de pensar, sino, también, una actividad vital frente a la política, el sexo o el arte.

       Todos ellos son amigos o adversarios, cómplices o rivales, pero se complementan y fecundan unos a otros, incluso cuando más se destestan: el mal gusto de Gaudí, el desinterés absoluto por Baroja, el rudo y materialista Georges Bataille, la obra retórica y amanerada de Lorca, la pintura discutible de Sorolla, el estridente y excesivo Picasso del ‘Guernica’, el aborrecimiento de la sicología y el sicoanálisis de Freud, el desprecio por Steinbeck, las dudas inconfesables sobre Hemingway, el presuntuoso Borges… Y unas líneas decisivas de Edmund de Goncourt: “Todo ser que no tenga en sí un fondo de amor apasionado por las mujeres, las flores, los objetos de arte, el vino o lo que sea, todo aquel que no tenga una veta un poco desquiciada, todo ser perfectamente equilibrado, nunca, nunca, nunca poseerá talento artístico”.

      Al fin y al cabo, su encuentro con el grupo surrealista es esencial y decisivo para el resto de su vida, una tendencia que triunfa en lo accesorio y fracasa en lo principal: “Lo que me queda del surrealismo es el libre acceso a las profundidades del ser, reconocido y deseado, ese llamamiento a lo irracional, a la oscuridad, a todos los impulsos que vienen de nuestro yo, el descubrimiento de un duro conflicto entre los principios de toda moral adquirida y mi moral personal, nacida de mi instinto y de mi experiencia activa”.

      Como bien dice en uno de sus sabios aforismos Ramón Eder, “leer ciertos libros mejora nuestra biografía”. Yo no sé si ‘Luis Buñuel, novela’ mejora la biografía del cineasta, pero de lo que estoy seguro es que mejora la mía, más cuando el que esto escribe es un apasionado del calandino, de sus influencias y de su mundo, y del que he tenido que soportar muchas lecturas –estudios, llaman algunos- mal entendidas. Estamos, señores, ante una gran obra, de prosa exquisita, que va desvelando, poco a poco, como hila la vieja el copo, el misterio de un hombre fundamental del siglo veinte, envolviéndolo en las corrientes intelectuales del momento, en un trabajo digno de aplauso, ejemplo de enseñanza y vida. La autoconvicción, para Aub y Buñuel, es fundamental. Con autoconvicción se han alcanzado logros extraordinarios. Y resulta imprescindible que cualquier empeño tenga su punto de contacto con la realidad. Aunque sea frágil, aunque sea remoto, aunque resulte difícil de explicar.

      El siglo veinte, en efecto, no sería igual sin la figura de Buñuel, un paradigma y uno de los motores de las artes de la centuria pasada. Buñuel, que viene de una familia acomodada y se convierte en un gran crítico de esa clase social que describe con excelencia Marcel Proust, deja su impronta en los mejores hombres de la cultura de todo el mundo. Si nos fijamos bien, Proust nos hace pensar, nos enreda en sus minuciosas reflexiones, en sus descripciones meticulosas. Y nos atrapa, como las imágenes de Buñuel. Nada es banal para Proust –ni, claro está, para el calandino-, ni el gesto más tonto, ni la frase más superficial. A partir de la venerada magdalena que un día el protagonista moja en té de lima y, al paladearla, recupera de golpe el tiempo vivido y perdido de la infancia, el lector se adentra en los recovecos del subconsciente. Marcel no vuelve a probar esa magdalena desde la infancia y, por tanto, el recuerdo de aquel sabor y aquella textura está intacto, virgen, limpio de adulteraciones, de experiencias posteriores. Y Buñuel le entiende, porque también alguna vez recupera de golpe el pasado tal y como es.

      “Explicar la obra por el hombre equivale, en resumidas cuentas, a explicar lo conocido por lo desconocido”. Max Aub encuentra esta cita de su viejo Boris de Schloezer en el libro que acerca de su obra novelera escribe Ignacio Soldevila. Eso precisamente es lo que ha hecho Aub con Luis Buñuel, explicar lo conocido por lo desconocido. Un magnífico libro, singular e impresionante ensayo biográfico que descubre al verdadero cineasta aragonés y nos presenta un grandioso retrato de su generación. Y que haya seis o siete ‘buñueles’ más qué le importa al mundo. Al fin y al cabo, un hombre de genio que, respecto a sus genialidades, carece por completo de egoísmo. ¿No está hablando de sí mismo el bueno de Max Aub?

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