Apoteósica  inauguración de la exposición de Paco Simón ‘De vuelta al futuro’ en el Paraninfo


Por Max Calor

      El gran artista Paco Simón consiguió abarrotar los accesos a las salas Goya y Saura del paraninfo de la Universidad de Zaragoza de un público ávido por conocer su  nueva apuesta pictórica, un “salto atrás”, para recoger a modo de “reduxes” viejas ideas para añadirlas…

…a pinturas inéditas, consiguiendo una muestra extraordinaria de trazo y color  que finaliza (temporalmente) en una interpretación extraordinaria de las “Señoritas de Avignon” y que el artista ha llamado modestamente  “Las garzas”.

Genealogía y avatares de Las garzas de Paco Simón

Por Pablo J. Rico

   Seguramente, Les Demoiselles d’Avignon (Las señoritas de la calle de Avinyó) de Pablo Picasso es una de las obras más decisivas en la constitución del arte moderno —como lo fueron para el arte contemporáneo, Cuadrado negro (Kazimir Malevich, 1915), Fountain (Marcel Duchamp, 1917), Ceci n’est pas une pipe (René Magritte, 1928-29), Mural (Jackson Pollock, 1943) o Flag (Jasper Johns, 1954-55), entre otras—. Su influencia fue muy selectiva al principio, apenas entre un reducido grupo de jóvenes artistas y escritores con los que Picasso compartía Le Bateau-Lavoir, aquella comuna artística en el barrio parisino de Montmatre en la que residió de 1904 a 1909 y fue el laboratorio colectivo de buena parte del primer arte moderno. Allí compartían talleres e inquietudes, además de Picasso, Juan Gris, Modigliani, Van Dongen, Brancusi, Max Jacob y André Salmon, y era frecuentado por algunos de los más inquietos artistas e intelectuales de la época, entre los que se encontraban los pintores Matisse, Derain, Dufy, Utrillo, Marcoussis y Metzinger, los escritores Alfred Jarry, Apollinaire y Jean Cocteau, la coleccionista Gertrude Stein, los marchantes Vollard, Kahnweiler, etc. Todos ellos tuvieron la fortuna de ver en primicia el nuevo e inclasificable cuadro de Picasso recién «finalizado»; algunos, incluso, como Salmon y Kahnweiler siguieron su proceso durante el verano de 1907. A nadie dejó indiferente, por supuesto, provocando sorpresa y asombro cuanto menos, hasta su reprobación, pues veían en aquella pintura aparentemente «descompuesta» el inicio de una auténtica revolución estética. Durante años Les Demoiselles d’Avignon se mantuvo inédita para el gran público, desmontada, enrollada y reentelada sucesivamente por Picasso en cada uno de sus cambios de estudio, hasta 1916 que fue exhibida en una exposición organizada por André Salmon para un público restringido. Aunque en aquellas fechas el cubismo había triunfado ya en la escena parisina vanguardista, a la mayoría les pareció más una gigantesca caricatura que un modelo pictórico, todavía incomprensible, hasta informe y abominable. Críticas mediocres a años luz del juicio estético de André Breton, el gurú del surrealismo, que la consideraba «una imagen sagrada» y persuadió al coleccionista Jacques Doucet para que la comprara, lo que por fin hizo en 1924. El cuadro lo heredó la viuda Doucet en 1929, vendiéndolo años después, en 1937, a la Seligmann Gallery de New York que lo expuso inmediatamente, llamando la atención de los responsables del Museum of Modern Art (MoMA) quienes desplegaron todo tipo de gestiones y esfuerzos financieros para comprarlo, incluso vendieron un Degas de su colección para disponer de fondos suficientes. En 1939 la operación de compra concluyó con éxito y desde entonces se exhibe permanentemente en las salas del museo neoyorquino. Allí lo he admirado y contemplado devotamente al menos una veintena de veces desde mi primer encuentro en vivo con esas descocadas «señoritas de la calle de Avinyó». Confieso ser un redomado voyeur de este cuadro en concreto y que mis neuronas estéticas se excitan nada más me encuentro a la sombra de su enorme estatura artística. Soy pues su mirón… ¿qué voy a hacer de mí?

    Quiero pensar que cuando Picasso imaginó esta pintura no titubeó en hacerla realidad, aunque su proceso fuera relativamente lento y cauteloso. Les Demoiselles d’Avignon tiene mucho que ver con una gran pintura de Henri Matisse, La bonheur de vivre (La felicidad de vivir), expuesta en el Salon des Indépendants de París en marzo de 1906 que nada más ser exhibida fue considerada la obra maestra de la nueva pintura fauve. Se trata de una composición de gran tamaño de un paisaje onírico con distintas perspectivas simultáneas, superficies planas de colores cálidos salpicadas de sensuales figuras desnudas ensimismadas en su puro placer individual y colectivo. Matisse se inspiró para crear aquella arcádica composición en algunos modelos clásicos, concretamente el grabado Reciprico Amore de Agostino Carracci y La bacanal de los andrios de Tiziano, una de las «siete» maravillas en el Prado, también en obras de Giorgione, Poussin, Puvis de Chavannes y Maurice Denis, y otras significativas obras más cercanas, como Le Déjeuner sur l’Herbe de Manet, Le bain turc de Ingres o Les grands baigneuses de Cézanne. Precisamente, Matisse había admirado la gran retrospectiva de Ingres en 1905 y la exposición sobre Cézanne en el Salón de Otoño parisino de 1904, pintor al que consideró siempre su principal referente y del que había adquirido en 1899 una de las pinturas de su serie «los bañistas»: Trois baigneuses. Es evidente que Matisse con tales referencias e inspiraciones deseaba crear un auténtico modelo «clásico» para la nueva pintura moderna que lideraba, ¿qué mejor que una renovada pastoral al estilo de Poussin para encabezar aquel nuevo clasicismo antiacadémico?

    El joven Picasso, con apenas veinticuatro años, residente en París desde comienzos de 1904, aunque iba y venía frecuentemente de Barcelona a París desde 1900, asistió a aquella revolución pictórica en primera fila. Vio las grandes exposiciones de Ingres, Cézanne y Gauguin de aquellos años, conoció a Matisse a principios de 1906, visitándole en su estudio, y quedó «tocado» por aquel clamoroso éxito del cuadro de Matisse en el Salón de 1906. Conociendo al joven Picasso, es un decir, que se comía el mundo con los ojos y no podía contener su furia por sobresalir en aquella ciudad en ebullición artística, no me extraña que empezara a rumiar en su imponente cabeza de minotauro una respuesta convincente a aquel intento matissiano de inaugurar una nueva época pictórica. Creo que Les Demoiselles d’Avignon es una especie de contestación, hasta cierto punto soez, al neoclasicismo moderno de Matisse y su elección de una escena erótica deliciosamente bucólica. A aquella «joie de vivre» (alegría de vivir) al estilo francés, Picasso le responde con una «grosería» visual y conceptual típicamente española —lo que me recuerda un chiste que contábamos de jóvenes, «el del patito bueno y el patito malo» que salieron un día a pasear juntos y mientras el primero quería contemplar las hermosas criaturas y multiforme belleza creadas fantásticamente por la naturaleza, el «patito travieso» le tentaba provocador a «ir al supermercado a ver las gallinas en pelotas»—… El burdel de la calle de Avinyó es el «supermercado» del erotismo y el placer sexual picassiano, su inmediato disfrute caníbal, alternativo al buen gusto «vegano» matissiano.

    En el verano de 1906 Picasso inicia el proceso de invención de lo que un año después culminaría en Les Demoiselles d’Avignon. Han sobrevivido centenares de bocetos y apuntes relacionados con esta documentada obra: cinco pequeños cuadernos de dibujo con al menos 150 esbozos, una veintena de bocetos sobe papel, siete estudios pintados, etc. Así podemos seguir paso a paso su destilación compositiva, cómo evolucionaron sus figuras, de los siete personajes iniciales (contando dos clientes hombres) a las cinco mujeres definitivas, sus sucesivas disposiciones, sus gestos y rostros en progreso. Lo que Picasso tuvo claro siempre es que debía ser una escena de burdel, un espacio interior donde concentrar la excitada imaginación de los futuros espectadores, voyeurs funcionales por estado de necesidad, una pintura que actuara de membrana osmótica entre las miradas de las modelos «dentro» y las nuestras «fuera», o viceversa, como en Las meninas de Picasso, ni más ni menos…

   Les Demoiselles d’Avignon tiene también su propia genealogía iconográfica. En primer lugar, una parte del cuadro de Matisse, aunque apenas toma de él la figura femenina central con los brazos doblados sobre la nuca. Por supuesto, reconocemos la evocación indirecta de las bañistas de Cézanne, los desnudos de Ingres, algunas obras de Gauguin, las pinturas románicas del Pirineo Catalán, figuras y rostros de la primitiva escultura ibérica —Picasso había visitado la exposición sobre la cultura ibérica, los recientes hallazgos de Osuna, celebrada en el Louvre en el invierno de 1905-06 y poseía desde marzo de 1907 un par de cabezas originales que adquirió a «alguien» que seguramente las «escamoteó» de la muestra— y resuenan algunos ecos del arte primitivo africano y oceánico, en especial máscaras de las culturas del Golfo de Guinea que habría visto por primera vez en las colecciones de etnografía en el Trocadero, aunque, según confesó a Malraux, no ejercieron tanta influencia en el desarrollo de su obra —lo que le fascinaba de ellas era sobre todo su carácter mágico, su capacidad exorcista, y el polvo centenario que las patinaba—… Picasso se quejaba de la curiosidad de los críticos por conocer los precisos detalles de sus inspiraciones y apropiaciones y el presunto significado oculto de Les Demoiselles d’Avignon. En una carta a Christian Zervos, 1935, le confiesa que ya está harto y añade que la mayor parte de los curiosos «siguen una ruta falsa»

   No hay duda de que su inspiración más inmediata, pictórica y compositivamente hablando, fue una gran pintura de El Greco —Apertura del Quinto Sello del Apocalipsis o Visión del Apocalipsis o Visión de San Juan—, propiedad entonces del pintor Ignacio Zuloaga (y desde 1956 en el Metropolitan Museum de New York) que la disfrutaba en su estudio en París; Picasso pudo admirarla allí directamente a partir de 1906. Este magnífico cuadro de tamaño considerable (225 x 200 cm) es en realidad la parte inferior de una inmensa pintura del último Greco para el altar de la iglesia de san Juan el Bautista de Toledo. Por distintas causas la obra no fue instalada en su lugar de destino, llegando siglos después a manos del primer ministro Cánovas del Castillo quien encargó una radical restauración por su mal estado alrededor de 1880, perdiendo casi dos metros de altura. Esta excesiva amputación provocó sin embargo que la composición resultante y las figuras supervivientes —San Juan, a la izquierda, siete desnudos masculinos y femeninos en segundo plano y dos angelotes arriba, a la derecha, sobre un fondo abstracto donde destacan rutilantes drapeados almidonados en azul, rojo asalmonado, amarillo cadmio y verde veronés— constituyeran una imagen muy atractiva y moderna, fascinante para cualquier artista devoto de lo singular en la Historia del arte, como Picasso, pero también Rodin, amigo de Zuloaga, quien pudo inspirarse en aquellas figuras para los paneles superiores de sus Puertas del Infierno.

   ¿Qué tomó Picasso de la pintura de El Greco? En primer lugar, su composición; luego, la disposición de algunas de sus figuras, referencias formales a los drapeados, su facetado como cristal tallado, y poco más, pero suficiente… A lo mejor también le sirvió de pretexto el título que entonces se daba al cuadro, Amor sacro y amor profano, que se correspondía con la escena de burdel y amor legionario de sus «señoritas de la calle de Avinyó» de Barcelona… Es notable que aquellas primeras referencias idílicas de las pinturas de Ingres, Cézanne, Matisse, incluso los desnudos adámicos de El Greco, quedaron transfiguradas en Les Demoiselles d’Avignon en algo hasta cierto punto sórdido, pictóricamente hablando, un retrato hiperrealista de la fealdad, al tiempo que un manifiesto de la absoluta libertad del artista. Nadie había osado hasta entonces traspasar semejantes límites. Lo tuvo que hacer un joven de veinticuatro años cuya única belleza que respetaba y merecía representar era la verdad sustancial de la pintura…

    Ciento once años después Paco Simón retoma este icono fundacional de la pintura moderna y lo hace a su manera. Las garzas —que así ha rebautizado Paco su cuadro— recupera la sensualidad y la belleza de los primeros referentes de Picasso, a lo Matisse y Gauguin, y la riqueza cromática del estilo más conocido, popero y hasta psicodélico, de nuestro artista en los años ochenta del pasado siglo. Resulta sorprendente cómo se mantiene fresco y actualísimo este tipo de pintura que ahora relacionamos con algunos de los más interesantes pintores figurativos contemporáneos, como Peter Doig, Neo Rauch, Scott Anderson o Adam Ross, entre otros…

    Paco Simón ha recreado Les Demoiselles d’Avignon con exquisito equilibrio entre el original y sus propios presumibles atrevimientos. Ha respetado tanto la composición general como los perfiles y volúmenes picassianos que quedan incluidos exactamente en sus personajes femeninos, sólo que ahora las figuras totémicas se han transformado en «chicas de Paco», picantes, sexis, llamativas y evocadoras, como las inventadas por los grandes ilustradores sensuales del siglo XX, como Mel Ramos, Dean DeCarlo, Dave Stevens, Milo Manara, etc. o los famosos fotógrafos de portadas con pin ups de los años setenta o el maestro Helmut Newton, por ejemplo. La pintura exhala sensualidad por sus cuatro esquinas y la totalidad de su superficie, gracias, sobre todo a la pureza de sus colores acrílicos, de los cuales Paco es un consumado maestro. Además, las vestales muestran sus pechos con pezones y todo, su sexo a la vista sin pudor alguno, seguras de su libertad y poder erótico…

   Creo que Las garzas es un cuadro emblemático y alegórico, como lo fueron La bonheur de vivre de Matisse y Les Demoiselles d’Avignon de Picasso. Lo presiento al reconocer las dos principales novedades del cuadro con respecto a las «señoritas» del pintor malagueño. Primero, la escena se da en un espacio abierto y natural, con vegetación subtropical, en una atmósfera presuntamente cálida y húmeda, casi huele a través del color. Y lo más significativo: aparecen dos garzas protagonizando el cuadro en lugar de la «naturaleza muerta» proto cubista picassiana. El conjunto lo interpreto como una alegoría de la exultante belleza humana, el «eros» y el arte de amar (heredados de Ovidio y Virgilio) y un amoroso homenaje a la femineidad natural. Estas hermosas mujeres son también garzas transfiguradas, una especie de super hembras que me recuerdan uno de los pasajes del Zaratustra de Nietzsche, cuando reivindica su alta y orgullosa mirada: «Yo miro por encima de todos éstos como el perro mira por encima de los lomos de los rebaños de ovejas. Son pequeñas gentes grises, lanosas, benévolas. Como una garza mira despectivamente por encima de los estanques poco profundos, con la cabeza echada hacia atrás: así miro yo por encima del hormigueo de grises y pequeñas olas, voluntades y almas»…

    Bienvenidos los eternos retornos y los encuentros necesarios con el arte y la belleza una vez más. Son tiempos grises y estancados en los que reclamamos la elegante mirada de las garzas y el alboroto de sus llamadas de alarma. Estados de excepción en los que soñar pintura y colores a mares… Gracias Paco Simón.

 

 Background

Por Agustín Sánchez Vidal

  Supongo que es una pregunta que le habrán hecho muchas veces a Paco Simón en sus andanzas por esos mundos de Dios: «¿Cuál es tu background?» En Estados Unidos te la espetan a la mínima de cambio en cualquier presentación o encuentro social, junto a la no menos inevitable de cuánto dinero ganas.

           Pero, además de ese sentido biográfico o curricular, hay otra acepción del término que me gustaría conjugar aquí. Tiene que ver con el cine, cuando el director termina de fijar el núcleo de una secuencia junto a los actores protagonistas y el equipo de cámara. Una vez ensayada la escena, los diálogos, los gestos y demás pormenores, se vuelve hacia el ayudante de dirección para dar su asentimiento. Y este echa mano del megáfono y grita: «¡Background!»

           Entonces, se obra el milagro. De todas partes surgen los figurantes, cada cual con su indumentaria, abalorios y actitudes. Aquello, de pronto, se llena de color, voces, ritmos, texturas, vida… Pues algo así es lo que, modestamente, quisiera aportar aquí a sus notas autobiográficas: un cierto trasfondo. Al menos, tal como yo alcanzo a reconstruirlo en aquella época anterior a su etapa internacional y a Internet, cuando —frente a la deslocalización actual— las experiencias estaban bien delimitadas. Y quizá por ello resultaban más hondas, tenían mayor recorrido y rendimiento.

La batalla de los cien días 

               Pongamos que hablo de los años 1950 en Zaragoza, donde la década comienza con una rara hazaña. Una escaramuza a cargo de pintores, en la que Paco Simón se habría sentido en su salsa —si no fuese porque faltaban cuatro años para que naciera—, pues a menudo ha debido trabajar contra reloj y a contrapelo, desplegando un increíble oficio. Y, no menos importante, proyectando su obra más allá de la endogamia de galerías y circuitos artísticos.  

           Pues algo así sucedió en el verano de 1949 cuando un ejército de operarios tomó al asalto el cine Dorado con el compromiso de terminar antes de las fiestas del Pilar. Sólo el  arquitecto y pintor Santiago Lagunas se había atrevido a aceptar un encargo que se remató mediante «la batalla de los cien días», nombre que dio la ciudad a aquel singular reto, mientras contenía el aliento con la misma pasión que ante un evento deportivo.

           El resultado fue tan espectacular que Federico Torralba lo enseñaba con orgullo a los universitarios ingleses, franceses y americanos a los que daba clases. No era para menos. Allí se ensayaba un atrevido vocabulario plástico, amalgamando el surrealismo abstracto de Joan Miró y las modulaciones rítmicas de los esposos Delaunay o Paul Klee con el constructivismo de Joaquín Torres-García. En su empeño, Lagunas estuvo asistido por Fermín Aguayo y Eloy Giménez Laguardia, componentes del Grupo Pórtico y pioneros del informalismo en España.

           Es verdad que en la ciudad se los conocería como «el trío de la bencina», de quienes se afirmaba que «vendieron el coche para comprar gasolina». Pero no es menos cierto que los zaragozanos convirtieron la inauguración de aquella flamante sala en la primera gran fiesta de sociedad de la temporada otoño-invierno con la que se disponían a ingresar en la década de los cincuenta. Y parte de ese ADN vernáculo aún palpitará medio siglo después en la etapa más abstracta de Simón, surcada por sus amebas de color y otras morfologías del pop y la cultura del relax, como las piscinas de formas arriñonadas, los plafones de las cafeterías o los neones publicitarios. No en vano Torralba será uno de sus profesores en la Escuela de Bellas Artes. 

Hasta que llegaron los soldados

                Cuando Paco viene al páramo, en 1954, lo hace en rigurosa coincidencia con los americanos que acaban de aterrizar en Zaragoza. Tras la firma de los tratados entre España y Estados Unidos en 1953, se procedió a ampliar el aeródromo militar Valenzuela (acondicionado en la capital aragonesa durante la guerra civil) para que sirviera como base aérea «conjunta».

           Acostumbrados a vivir en casas unifamiliares, los americanos se establecieron en los pocos espacios de la ciudad con chalets a la altura de sus expectativas. Tal fue el caso de la calle Maestro Estremiana, al lado de donde vivía Simón. Y, como él mismo cuenta, su imaginario infantil quedó trastocado en el trato con aquellas gentes, sus usos y costumbres, sus coches interminables.

           La repercusión de tales experiencias dista de ser anecdótica y cobra un alcance mucho más universal de lo que podría pensarse a primera vista. Lo ha plasmado con mano maestra uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo XX, Vidia S. Naipaul, en su relato Hasta que llegaron los soldados. En él describe cómo todo cambia en la isla caribeña natal de Trinidad cuando desembarcan los estadounidenses, montan una base militar y dejan a todos boquiabiertos con su estilo de vida. El protagonista que narra la historia en primera persona no logra reponerse de aquel impacto. Siente que algo ha muerto en él. Se avergüenza de formar parte de aquel vecindario que hasta entonces consideraba todo su mundo, y no para hasta conseguir una beca con la que estudiar en  Oxford.  Pero aquí viene la paradoja. Será en esa universidad cosmopolita donde se convierta en escritor. Encontrará una voz propia al evocar aquella calle de su niñez de la que surge su primera novela, Miguel Street, que se cierra con el relato Hasta que llegaron los soldados, iniciando una carrera que le conducirá hasta el premio Nobel de Literatura.

           Su sentido más amplio reverbera en otro autor galardonado con esta misma distinción, aunque por derroteros completamente distintos. O quizá no tanto, a la vista de lo sucedido en el verano de 2009 en una playa de New Jersey, cuando la policía interceptó a un hombre ya mayor, de aspecto desastrado, caminando solo bajo la lluvia torrencial. Al pedirle su nombre, él respondió: «Bob Dylan». ¿Qué hacía allí?  Al parecer, buscaba el bungalow donde Bruce Springsteen había escrito en 1974 Born to Run, el álbum que al año siguiente lo lanzaría al estrellato internacional. Con anterioridad, el autor de Like a Rolling Stone  ya había visitado de incógnito la casa natal de John Lennon en Liverpool y la que vio crecer a Neil Young en Winnipeg (Canadá), que no estaba lejos de la suya en Minnesota. ¿Iba en busca de su Rosebud, el trineo de infancia, y de su propio tiempo perdido?                     

Estremiana Street

     En el caso de Paco Simón sospecho que sus periódicos retornos a las temáticas que le resultan afines se atienen al trasfondo más íntimo de su obra, que respira por esa herida. Me refiero a la brecha que sus ojos de niño hubieron de advertir entre la opulencia de los vecinos yanquis y un país atrasado que apenas dejaba atrás las cartillas de racionamiento. Zaragoza sólo alcanzará los 300.000 habitantes hacia finales de la década, cuando en 1959 se inaugura el primer supermercado, que causa verdadera fascinación en unos paisanos cuyos horarios sigue gobernando la sirena de las doce, otro residuo de la guerra civil. Y todavía en 1962 llenan el Teatro Argensola para ver a Paco Martínez Soria en La ciudad no es para mí.

           Los mensajes que podían llegarle cuando en 1966, con 11 años, participa por vez primera en una exposición colectiva no podían ser más contradictorios. Casi todo lo contemporáneo seguía bajo sospecha. Y, sin embargo, bajo la vieja piel de toro iba fraguando una sensibilidad distinta. En otras latitudes, tales mutaciones desembocaron en el arte pop. Pero aquí el hambre atrasada de modernidad apenas permitía tales lujos. En los sesenta se usaba poco la infancia o la primera juventud. Ni los niños ni los adolescentes tenían entidad propia. Vagaban extraviados por un laberinto de asombros hasta que un buen día les tocaba hacer la mili, como le pasó a Simón en 1973. Se suponía que aquel era el rito de paso hacia la condición de varón de pleno derecho, pero más bien servía para constatar que, una vez más, la vida te llevaba varios cuerpos de ventaja.

           Si, a pesar de todo, los años sesenta alcanzaron el aire de una metamorfosis juvenil, ello se debió a la disponibilidad de una población rural metida a urbana. Sujeta a una penuria de siglos, pudo ver satisfechas algunas pulsiones elementales gracias al primer tramo de la sociedad de consumo. Alguien denominó todo eso Populux, un lujo de plásticos, Tergal y Formica al alcance de las clases populares. Y a tales migajas del Imperio se entregaron con irrepetible inocencia y rabiosa alegría de vivir.

           En semejante tesitura, era difícil sentirse amparado por tradición alguna, y menos aún la que proponía el franquismo. Como tantos otros jóvenes españoles de aquel tiempo, Paco Simón sentía un rechazo visceral por tanta cutrez y se propuso ser moderno, universal y —si no era mucho pedir—  pasárselo bien. Hoy aquellas pinturas, canciones, fanzines, pueden parecer vestigios remotos. Sin embargo, en su momento rezumaban algo que hoy anda muy tasado: confianza en el futuro.

Rompiendo las formas

Tales convicciones iban más allá de la cultura consabida, estaban demasiado pegadas a la vida y perseguían ante todo cambios en las formas, en los usos sociales. Un hueso muy duro de roer, como pronto pudo comprobar. El papel desempeñado por su quinta dentro del mundo de la plástica quedó bien definido en la exposición Grupo Forma. Actitudes e ideas, ideas y actitudes. 1972-1976, celebrada en el Palacio de Sástago en 2002. Me limitaré a subrayar que la impresión transmitida por sus integrantes no es la de un mero trámite dentro del consabido relevo generacional. Se advierte que tratan de ir más allá, sin abusar de las coartadas intelectualistas ni perder el contacto con el aire fresco de la calle o los estímulos más inmediatos.

           Vistos desde fuera, posando en las fotos en pelota picada, se correría el riesgo de asimilarlos a lo contracultural o underground. Pero tampoco acusan más de la cuenta el mimetismo de los movimientos de importación, indigestiones teóricas, bizantinismos programáticos u orejeras ideológicas. Por informados que estuviesen de esas u otras tendencias internacionales —y por lo que yo alcanzo a percibir a través de Simón—, era algo mucho más instintivo y autóctono. Parecían tener claro que la liberación de los comportamientos en el día a día era igual de importante que las reivindicaciones de la lucha política clásica o la militancia partidista.

           Todo eso se potenció en Paco al engranar con la revista  El pollo urbano que a partir de 1977 pasó a servir de portavoz a Dionisio Sánchez, embarcado en la aventura del grupo de teatro El Grifo. En realidad, eran mucho más que eso o que una comuna. Se comportaban como una auténtica tribu, enfrentándose a cuanto se les pusiera por delante. Y en sus escapadas campestres al galacho de La Alfranca  hasta contaban con una gorila de corta edad, Tripi, que cundía a sus anchas en medio de aquellos zafarranchos. Lo cual no impediría que prosiguiesen su activismo y agitación en los más diversos formatos, desde la recuperación de la revista escénica de variedades y actualidad político-social en el Oasis hasta las representaciones del Tenorio en el Teatro Principal. Andando el tiempo, serían pioneros en la utilización del vídeo, con su programa Esto no es el Tercer Canal, imitado docenas de veces.

           Algún día habrá que ocuparse con calma de todo lo que supuso esta importantísima faceta de nuestra Transición, aquellos desparrames en la Fuente de la Caña, La Alfranca y San Juan de Mozarrifar, que en otros pagos se habrían etiquetado como  happenings y performances. Se ha tendido sobre aquello un espeso velo de silencio, reflejando de modo muy sesgado lo que entonces sucedió, y que afectaría de lleno a la evolución de Simón.

El discreto encanto del Mester de Progresía

    Cuando se atiende a los testimonios que se ocupan de esa etapa, al llegar al apartado cultural se asiste al cambio de una oficialidad, la franquista, por otra no menos oficiosa, la progre, que terminó alzándose con el santo y la limosna. Y suele echarse de menos la cultura alternativa, contracultura, o como quiera llamársela.                         

           No se trata de desacreditar al llamado Mester de Progresía, aquel esforzado gremio del que emanaban consignas, muletillas y jaculatorias intelectuales con las que lidiar por entre una realidad que iba volviéndose cada día más compleja y problemática. Ellos crearon o asentaron unos circuitos culturales que se batieron el cobre contra el franquismo u otras cerrazones. Pero no siempre han rebosado ecuanimidad ni generosidad tras convertirse en la nueva ortodoxia oficialista. Se ha ninguneado al ingobernable Mester de Juglaría, a la gente del títere que no dejaba títere con cabeza, y que estuvo menos atenta que ellos a tomar el Poder con los ascensores funcionando. En su momento, sólo la Movida madrileña alcanzó el patrocinio oficial y fue incorporada al santoral, gracias al olfato político de Enrique Tierno Galván.

           A mi modo de ver, ese sería el segundo background  de gran calado en la trayectoria de Paco Simón. Cualquiera que haya vivido la famosa Transición española puede dar fe de que la etapa más libre fue la inmediatamente anterior al encauzamiento partidista e institucional de todas aquellas energías represadas. Después, las cosas resultaron distintas. Quizá los años 1980 constituyeran nuestra verdadera década pop, una especie de segunda juventud brindada a quienes en los 60 sólo pudieron oler muy de lejos los efluvios de la llamada «década prodigiosa». Un venturoso huevo con dos yemas o una semana con dos domingos. En cualquier caso, fue la época más pop de su pintura, la  de plena consolidación de la mano de la Sala Gaspar y su proyección nacional a través de la feria ARCO. 

Back to the ground, back to the future

  Ese itinerario pronto se convierte en internacional, a partir de sus estancias en Nueva York, que luego se extienden a medio mundo. He compartido con él algunas experiencias neoyorquinas y la sensación de hallarnos ante algo que nos resultaba perfectamente familiar, un encuentro largo tiempo aplazado. Pero, a pesar de ello, se me hace difícil proponer un claro background para esta parte de su trayectoria. Resulta arduo deslindar lo que pudiera tener de específico no ya su caso, sino el del arte y la cultura española en esta etapa globalizada. Dentro de ella, ¿qué cabría subrayar como aportaciones de nuestra inagotable creatividad carpetovetónica? ¿La burbuja de los museos y centros contemporáneos o el despliegue de las franquicias? ¿Los desafueros de las identidades de campanario? ¿La litronización cultural del país con el consiguiente Todo a Cien, el low cost, y la magnitud del top manta?

           Sospecho que en este nuevo siglo XXI Simón sigue otro camino, más a su aire, que de momento ha querido recapitular en esta nueva exposición. Ya proporcionaba indicios de por dónde iban los tiros en la que ofreció en Nueva York, San Juan de la Peña y París con el título de Bajo la piel, donde la procesión iba por dentro. Otro buen ejemplo fue su instalación El viaje alucinante, Caesaraugusta 2014, conmemorativa del bimilenario del fallecimiento del Emperador César Augusto. Obviamente, la primera parte del título remite a la película homónima de Richard Fleischer, donde un submarino miniaturizado se inyecta en un cuerpo humano para navegar a través de su torrente sanguíneo y operar un coágulo en el cerebro. En el caso de Caesaraugusta 2014 una serie de capas superpuestas daban cuenta de la historia de la ciudad a través de la estatua de su fundador que se alza junto a las murallas romanas y el mercado central.

           Cuando se emprende una travesía así siempre se está hurgando en los propios coágulos, en la memoria propia. Entre trípticos y dípticos, en formato redux, se recuperan algunas obras anteriores, reformulándolas. Es ya casi una tradición en la historia de la pintura, que ha dejado anécdotas tan chuscas como la de aquel pintor impresionista que visitaba el museo donde colgaba una de sus obras más famosas. Y en cuanto el celador se marchaba a otra sala, sacaba el tubo de pintura y el pincel y se ponía a retocarla, porque no le gustaba cómo había quedado.

           En el caso de Simón, la soberbia técnica y la pericia de las veladuras no debería engañar sobre la complejidad de la fórmula en la que ha desembocado su pintura. Todo un inventario de sedimentos barrena la epidermis, acumulando y decantando estratos. Arrecia el rigor en el desvelamiento de las formas, esa profundidad de pasillos laberínticos y descentrados, que se traslada hasta el propio soporte. Este se escruta con escalpelo, para cuestionar los colores planos, horadando la tela en busca del otro lado del lienzo, del otro lado del tiempo. Como si hubiese quintaesenciado aquella etapa suya de cuerpos explícitos, yendo más allá de la superficie enunciada en primer término. No ha desaparecido el vitalismo de siempre, la declarada sensualidad. Sólo que se ha rearticulado con mayor profundidad, mediante un largo recorrido, muchas asimilaciones, ensayos y descubrimientos, incorporando al repertorio de temas el propio proceso de creación.

           ¿Y ahora qué? ¿Qué cabe esperar tras esta muestra suya, tras tantos meandros y aluviones? ¿En qué dirección progresará una obra que ha alcanzado tan evidente maestría en la ejecución? Los caminos de la creación son inescrutables. Mientras escribo estas líneas Bruce Springsteen ofrece en un teatro de Broadway un espectáculo en el que cuenta su historia a pecho descubierto, la que alienta tras Born to Run, aunque sin la asistencia de la E-Street Band. En un momento de su actuación reconoce que se consideraba alguien  nacido para correr porque siempre quiso huir de su pueblo. Tras innumerables giras por todo el planeta, creía haberlo conseguido. Hasta que se dio cuenta de que había terminado viviendo a diez minutos del lugar donde nació. 

           Una constatación frecuente cuando te sientes abrumado por la sensación de agobio desprendida de los lugares que te asistieron en la niñez y adolescencia. Quieres perderlos de vista, fatigando lejanas tierras. Pero con el paso del tiempo has de admitir que la calle donde creciste te ha acompañado y acompañará allá donde vayas. Y que es el fulgor de aquellos deslumbramientos lo que te permite conectar con lo que les sucede a otros en cualquier rincón del globo.

           Como reza el dicho, hay dos formas de regresar al punto de partida: una es la marcha atrás; la otra, seguir adelante, dando la vuelta al mundo. Esta parece haber sido la opción elegida por Simón. Y con ella, su decidido impulso de seguir creciendo hacia esas primeras epifanías iniciáticas. Cuando el futuro aún estaba en su sitio.

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