Por Javier López Clemente
El jueves 7 de marzo la compañía Teatre LLiure presentó en el Principal de Zaragoza la función Jane Eyre a partir de la adaptación de la novela que Charlotte Brontë publicó en 1847
cuando la literatura de Inglaterra evolucionó desde la poesía romántica de Byron o la novela histórica de Walter Scott hasta destilar la novela realista de Dickens y de las hermanas Brontë que, en tono misterioso y romántico, nos sitúan en la Gran Bretaña victoriana, su transformación de un entorno agrícola a otro industrializado y la apuesta literaria que reflejaba la realidad exterior caracterizada por fuertes transformaciones que se reflejaban en una mayor movilidad social y la progresiva sustitución cultural desde la aristocracia hacia la burguesía y las clases medias.
Es importante tener en cuenta este marco histórico para atender a las palabras de la directora Carmen Portaceli cuando en el programa de mano nos recuerda que Charlotte Brontë, a través de los ojos de Jane Eyre, muestra la visión de un mundo injusto edificado sobre la diferencia arbitraria entre clases, mostrando una especial atención al papel de la mujer que, en medio de una gran historia de amor, siempre defiende que su pobreza y su género no la convierten en un ser inferior. Y ustedes me disculparan pero no puedo evitar el pensamiento que me asalta al recordar que precisamente es en el año 1848 cuando se publica el Manifiesto Comunista en el que se subraya el antagonismo económico y social entre burgueses y obreros, o se produce la revolución europea bautizada como la Primavera de los Pueblos y que pretendía abolir el poder absoluto de los monarcas y la sumisión servil de los campesinos a sus señores. O como escribió Hobsbawn:
El hecho fundamental en Inglaterra es las dos primeras generaciones de la Revolución industrial fue que las clases ricas acumularon rentas tan deprisa y en tan grandes cantidades que excedían a toda posibilidad de gastarlas e invertirlas. Sin duda las sociedades feudales y aristocráticas se lanzaron a malgastar una gran parte de esas rentas en una vida de libertinaje, lujosísimas construcciones y otras actividades antieconómicas. Una sociedad moderna, próspera y socialista no habría dudado en emplear algunas de aquellas vastas sumas de beneficios en instituciones sociales y así, virtualmente libres de impuestos, se multiplicó la acumulación de riqueza en medio de una población hambrienta, cuya hambre era la contrapartida de aquella acumulación.
Pero volvamos al Principal de Zaragoza y a la escenografía diáfana que propone Ana Alcubierre sobre la que se proyectaban los abundantes ambientes por los que circula la obra, desde mansiones a tormentas. La música en directo subrayaba algunos de los momentos de la acción y, al menos desde el segundo piso del teatro, se percibía ajustada con respecto a las voces de los actores. El vestuario negro y gris con alguna pincelada roja de Antonio Belart desbordó con su sencillez la diferencia social entre los personajes que, igualados en los tonos y hechuras de las prendas, reflejaban sus diferencias o similitudes en el plano del lenguaje que, como ocurre con la vertiginosa gestualidad y movilidad, caracteriza una función en la que una soberbia Ariadna Gil asume el papel de Jane Eyre para brillar desde el minuto gracias a su imponente presencia física y una interesante cadencia en cada palabras, frase o párrafo como si de un jinete se tratase que lo mismo cabalga sobre verdes prados o riscos peliagudos. Su voz y presencia destilan tanta energía que a veces, cuando por su boca borboteaban frases de duda o reflexión, sentí que no casaba el contenido del discurso con su propuesta gestual que por momentos necesitaba remanso y quietud. Aunque tal vez esta composición del personaje responda a eso que la directora de la función ha dicho en alguna rueda de prensa: Jane Eyre siempre tira para adelante y, en esa tesitura, Ariadna Gil es como uno de esos juncos de ribera que azotado por vientos y tempestades sigue tan recto y perseverante como cuando luce un espléndido sol. Lo contrario ocurrió con Abel Fork en el papel de Rochester que, situado enne un tono sobresaliente, sus actitudes siempre tienden a cierta levedad, incluso cuando el texto y el desarrollo narrativo parecen pedir un fraseo y una gestualidad más contundentes y enérgicas.
Pero estos detallitos son mínimos si los comparamos con la potencia de una función que te atrapa en un dogal para seguir los pasos de la protagonista y de una gran historia de amor que, en palabras de la directora, sobre podrá realizarse cuando el amor deje ser una cárcel para convertirse en un acto de libertad entre iguales que se funden con el monumental aplauso final, al que se sumó la señora de la décima fila del patio de butacas después de pasar gran parte de la representación entretenida con un Smartphone cuya luminosidad, además de molestar, empieza a ser algo común entre espectadores que, en lugar de consumir teatro, se dedican a devorar datos, olvidar la educación y faltar al respeto a quienes se sientan a su lado.