Noche de estreno / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

    Reposo, tranquilo, en mi butaca predilecta. Un viento que presagia lluvias alegres ha entrado por el balcón entreabierto. Me levanto, cierro el balcón y torno de nuevo a ensimismarme. Hace un frío del carajo. Es diciembre.

   Ya es otra vez el invierno. El invierno con sus tertulias, con sus pequeñas fiestas, lecturas, ensayos, las tardes de tormenta. Y vuelta a la incertidumbre de aquella noche que estrené mi primera obra. Siempre así.

    La carrera de un autor dramático es un perpetuo debut. Siempre es uno el mismo recién llegado ante el público y la crítica, como dos espadas atroces, inhumanas. Desconfío de conquistar a unos y a otros. Hace veinte años que sueño lo mismo en estos días gélidos. Unos creen que soy un hombre tan desenfadado que no me importa apenas lo que de mí se piense, se diga o se escriba. Otros, que soy un pobre diablo sin ambición literaria. En la crítica general hay alegría, que es la pena hamletiana del teatro.

    Pero no saben ni adivinan este hermoso sueño de gloria y de triunfo absoluto que no me abandona ni un solo día. La culpa no es mía. Cuando escribo –o adapto- una comedia -o una tragedia- me la destroza la crítica. Si procuro responder a lo que de mí piden los críticos, la gente no acude al teatro. No sé… Esto es tremendo. ¿Y cómo quieren que yo escriba de espaldas al público? Sería un disparate. ¡Un autor dramático sin público! Pintoresco. Pueden existir sin público un poeta, un filósofo, un historiador, incluso un novelista… ¡Pero un dramaturgo! ¡Qué locura! Sin embargo, hay que intentar la conquista de todos.

    Precisamente esta noche estreno una adaptación de ‘La señorita Julia’, un retrato de la seducción como una forma de guerra en que las jerarquías de género colisionan con la de clase. Pasiones y prisiones donde los protagonistas bailan y beben, se seducen y manipulan, se embisten y se hieren. Contemplándolos me siento incómodo, ansioso, atrapado entre la animalidad y la mugre, en una relación cercana al sadomasoquismo. Esa colisión de clases, de principios y de sexos, en una cocina de clase noble a finales del diecinueve, siempre me subyugó, un choque de egos y lujurias, un duelo entre la señorita señorial y el tipo acochinado pero arrogante, embaucador pero inseguro, fatuo pero profundo, calculador pero desarmado. Una especie de Frankenstein lleno de costurones, fortalezas y debilidades.

    Con la actriz que interpreta la obra he guardado, durante los meses de ensayos, una compleja relación en la que estaban permitidos violentos encuentros sexuales que ella, enamorada, siempre agradecía. Ahora no me quiere ni ver. Pero esto le viene bien al personaje, porque su expresión está congelada entre la fascinación y el sobrecogimiento. Sus gruñidos adquieren la claridad del más florido monólogo shakespereano en cada escena. Cautiva, subyuga, entusiasma su tierno y cálido retrato de la furia. Gruñe como carraspean otros. Siempre permanece impávida. No hay formas, solo la pasión arrebatada.

    Su franqueza, su dicción impecable, y ese aire de mujer de mundo que desprende, en efecto, encajan bien en el traje de la mujer altiva que interpreta. Ella es todo teatro. Y afirma que en la vida siempre estamos interpretando un papel. ¿Cuál? Que lo conteste ella. Lo que sí sé es que, según pasan los años, se ‘desmetodiza’ para sacar el alma más viva de su ser, desde la más vil a la más bella. Sus textos contienen la fiereza de quien se instala en la realidad con las uñas a la vista. Con ese afán caníbal de comer y dejarse comer.

    Trituro la pieza de Strindberg, fundamental para entender el expresionismo alemán. Y la llevo a mis dominios visuales. Y sensuales. Y espectaculares. Y procuro conservar tres o cuatro ideas fundamentales. Y todo para reflejar esa volcánica e irremediablemente trágica historia de la pasión destructiva. La aristocrática heredera, sin madre desde niña, dejará salir todos los demonios y aterradoras soledades que lleva en su interior. Ella y el mayordomo intercambian una y otra vez sus papeles de víctima y verdugo, de dueña y siervo, en una lucha que refleja las desigualdades de dos universos contrapuestos, de amor y odio. La soledad es el mayor dolor imaginable, ese momento de comunicación imposible entre los amantes. Lo peor es la falta de comunicación. Ella, rica y caprichosa, desea convertir una noche de placer en el trofeo de su clase social. Él, pobre y lacayo, aspira a huir de su condición por el poder que le otorga su sexo. El tercer miembro en discordia es la cocinera y prometida del criado.

    El asunto se me ocurrió rememorando la antigua casa de mi abuela, mientras me preparaba un plato de fiambres, esparciendo el huevo hilado sobre las finas lonchas de carne embutida, y me servía, como amante irrefrenable, una copa de vino tinto, siempre ‘Sangre de toro’. Esta noche será mi consagración definitiva, sin trampa ni cartón. Aunque algunos no lo crean, tengo el secreto. Todo empezó, digo, en la casa de mi abuela. Con esa fachada modernista de entre siglos, la casa de mi abuela –Justina se llamaba- tenía una interesante vetustez. Los techos altos contrastaban con el escaso espacio de la mayoría de las habitaciones. Las paredes estaban empapeladas en estampados. Un enorme espejo con marco de cerezo presidía el vestíbulo y un magnífico retrato fotográfico coloreado de mi guapa madre gobernaba el comedor. La casa de mi abuela también tenía su toque de tenebrosidad. Extraños jarrones con forma de figura humana se asomaban en lo alto de los armarios del salón, y en la oscuridad de la noche parecían diminutas gárgolas de ojos desorbitados que me miraban fijamente. Con el paso de los años, comprendí que aquellos grotescos objetos delataban la profesión de mi abuelo, que se ganaba la vida como anticuario.

    Con esos balconcillos en los que podía ver el ir y venir del gentío, esos espacios intermedios entre la calle y el hogar, la literatura y la vida, lo público y lo privado, lo que no está fuera ni dentro, ni a la intemperie, ni a resguardo, la casa de mi abuela me permitió descubrir que el verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente. Mis primeras patrias fueron los libros y, en menor grado, las escuelas. Y el teatro me ha salvado de muchos momentos difíciles, de situaciones desagradables. Entre la alegría y la tristeza, entre la vida y el arte, desde el amor al miedo, desde la soledad a la dificultad de comunicarme, los desdoblamientos de los personajes que he adaptado reposaban en ideas que me sorprendían y seducían en una huida desesperada del malestar, en un viaje sin retorno.

    Recuerdo haber pasado la mayoría de los fines de semana de mi infancia y parte de mi adolescencia en la casa de mi abuela, durmiendo junto a ella y sus ronquidos, que, cuando se mezclaban con el runrún pasajero de los coches, componían una suerte de nana disonante y me dejaban plácidamente dormido. La casa de mi abuela tenía un despacho imponente, a la antigua usanza, como de película de cine negro. Un escritorio de roble americano presidía la sala. Las estanterías eran de nogal castellano y estaban inundadas de tebeos, revistas y libros, muchos libros. Colecciones de tebeos como ‘Roberto Alcázar y Pedrín’, ‘El guerrero del antifaz’, ‘Tío vivo’, ‘Pumby’, ‘Mortadelo y Filemón’,’Zipi y Zape’… Novelitas del oeste de Marcial Lafuente Estefanía y de pasiones de Corín Tellado. Y, sobre todo, libros, venga libros, de todas nacionalidades, desde la generación perdida norteamericana hasta la literatura castellana, desde el siglo de oro hasta mediados del veinte.

    Leí muchísimas obras del diecinueve (‘Moby Dick’, ‘Anna Karenina’, ‘Crimen y castigo’, ‘Los hermanos Karamazov’) con lápiz y papel en mano. Tomaba notas, apuntaba párrafos enteros que me gustaban y expresiones que me llamaban la atención, que no conocía. Quise aprender el ritmo de la narrativa del periodo histórico y al mismo tiempo estuve leyendo novelas de detectives y negras del veinte (Graham Greene, Agatha Christie). Reconozco que leía casi de todo y siempre que pude con el mayor placer. Leía con desordenada avidez. Un mundo perdido para siempre que ya nunca volverá.

    Recuerdo especialmente una colección de libros de poesía, pequeñitos y con tapa dura, cada uno de los cuales tenía en su portada un poema escrito en escrupulosa caligrafía. Nunca podré agradecer aquel despacho de la casa de mi abuela. Me pegaba tardes y tardes devorando todo aquel tesoro. Para mí, ese despacho era un recinto sagrado, una suerte de sanctasanctórum, lleno de volúmenes que me transportaban a lugares recónditos y con lo que vivía experiencias inimaginables, conocía personajes de todas las épocas que me transmitían toda su sabiduría y, de paso, enriquecía mi vocabulario. Pasar las hojas de un libro, notar su textura al deslizar mis dedos sobre el papel, oler la religiosidad de las letras, suponía un momento sublime, un éxtasis sin parangón.

    Y en una esquina olvidada del despacho, una alacena de caoba de Santo Domingo, cerrada y abandonada, el rincón secreto de mi abuelo, al que no conocí. ¿Dónde se encontraría la llave para abrir las puertas de ese mueble, ya carcomido por el inexorable paso del tiempo? En uno de los cajones del escritorio hallé un manojo de llaves. Y, efectivamente, una de ellas abrió mi pequeña isla del tesoro. Todo Donatien Alphonse François de Sade, marqués a la muerte de su padre, uno de los espíritus más libres del siglo de las luces y de todos los tiempos, como creían Flaubert, Rimbaud, Bataille y los surrealistas, y que hoy me sigue fascinando del mismo modo. Novelas, ensayos, poesías, teatro, un auténtico festín. La mezcla de salvajismo con un lenguaje maravillosamente refinado y elegante me resultaba embriagadora. ¿Qué hacía, sin embargo, un título del nórdico Strindberg en medio de todo aquel material? ¿Qué conexión encontró mi abuelo entre el francés y el sueco? ¿Sería una equivocación? ¿Un descuido? ¿El azar? ¿O, simplemente, significaba algo especial para él?

    Esas obras del marqués cobran importancia no tanto por lo que son, que también, sino por el momento en que fueron leídas. Ese pequeño terremoto me sacude por dentro y arroja al mundo en una otredad distinta a la que se empeña en reflejar el espejo del tiempo. Como el aire puro y los malos humos, leí ‘Justine o los infortunios de la virtud’. Y devoré ‘Las 120 jornadas de Sodoma’. Y disfruté ‘La filosofía en el tocador’. Y me turbaron sus ‘Cuentos, historietas y fábulas’. Y ‘Juliette’. Y ‘Aline y Valcour’. Aquellos volúmenes los descuajeringaba de tanto leerlos. Afirmaba Bataille que lo que invocó el marqués, porque nadie antes de él lo había dicho, es que el hombre halla satisfacción en contemplar la muerte y el dolor, y es extremadamente importante saber, desde el punto de vista moral y dado que este nos ordena obedecer a la razón, cuáles son las causas posibles de la desobediencia a esa regla. A menudo olvido que dentro de nuestro ser malvive un animal que clama por sus derechos, y que, a veces, despierta para mostrar su cara menos complaciente.

    Esa alacena fue mi amante secreta. Me adentré en un alucinante frenesí literario como mono masturbándose. Sobre todo aprendí cómo disfrutar, entre cuatro paredes, casi cada vuelo secreto. De tanto placer carnal autónomo temía quedarme sin libido. Un día, tan es así, mi abuela me preguntó, a la vuelta de su ausencia estival, si había estucado la habitación de los libros. Amaba mi prisión porque la había elegido yo. Y me convertí en un conspicuo coleccionista de literatura erótica, libidinosa. En rigor, todo pornógrafo es un teólogo. Lo sepa o no. A mí me costó entenderlo.

    Si Rousseau fue el inventor de la identidad sexual e identificó el amor a la mujer como un amor a la naturaleza, Sade afirmó que es la fuerza, no el amor, lo que mueve el mundo. La soberbia humana ha dado en creer contra toda evidencia en la memez roussoniana de que el hombre es bueno por naturaleza y puede alcanzar la perfección. Tan perturbadora majadería conduce primeramente a la afirmación de la soberanía de la inteligencia y luego a la afirmación de la soberanía de la voluntad, para concluir en la afirmación de la soberanía de las pasiones, que arrastra a los hombres a la perdición. Dado que todos los moralistas son (necesariamente) inmorales, en la obra de Sade, vinculada al libelo obsceno y demoledor, aparece con mucha frecuencia la figura del verdugo en actos descritos con temple frío y distante, y atribuye a la naturaleza un furor desatado y una violencia desmedida. Y aconseja dejarse llevar, sin ninguna resistencia, por ese mismo furor y esa misma violencia.

    Y si del humor corrosivo y desestabilizador de Sade aprendí que nadie ha llegado tan lejos en la exploración de la crueldad, del teatro también aprendí que el gesto más poderoso es el mutis, porque cuando el personaje se ha ido venimos a descubrir que ha estado entre nosotros. Siempre intenté elevar el oficio a la altura del arte. Pocas veces, sin embargo, lo conseguí. Y empecé fuerte, gracias al pícaro de mi abuelo, dirigiendo de bachiller, para las funciones extraescolares del instituto, una suerte de adaptación de una obrita del marqués de Sade, un autor delirante, a veces insoportable en su incontenible acumulación de crímenes sexuales, torturas y asesinatos. El escándalo, claro está, fue mayúsculo. Quedé señalado como un pervertido. Y todo por divulgar una pieza de esa calaña entre mis compañeros y profesores. Y del peligro de tal apología del vicio que nada dejaba subsistir de las bases de la moral.

    El vicio disfrazado con las plumas de pavo real de la virtud. Como Sade, el autor de ‘La señorita Julia’ sufrió indiscriminadas acusaciones de misógino, ya que llegó a decir que el culto a las mujeres es el reducto supersticioso de los librepensadores. En realidad, la naturalista obra de Strindberg rompía con la tradición romántica dominante en la época, por lo que se convertía a ojos vista en un peligroso revolucionario. Literatura preñada de fervor y furia, en el borde del precipicio, bajo la luminosa oscuridad del amor y del deseo. Sade y Strindberg se convierten, a mi modo de ver, en asaltadores de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la mezquinan, o la destierran.

    Soy un híbrido entre cultura e instinto. Desde niño me llenaron de tabúes con la religión y la moral. Pero esa parte animal la tengo dentro. Leer a Sade, o leer a Strindberg, es entrar en ese jardín literario dionisiaco y apolíneo a la vez, dialogar con un espíritu incomparable, acceder al horror, a la admiración, a la piedad. He querido reflejar en mi adaptación ese teatro de ideas convulsas que huye del moralismo y expone con un lenguaje tenso aquello que el mundo tiene de feo, de siniestro, de oscuro. El mundo o yo, que no es siempre lo mismo.

    Los sueños de los más ricos bien pueden ser los mismos que aquellos de los más pobres. ¿Para qué me va a culpabilizar si sé que solo dispongo de un limitado número de años y el mundo me demuestra que hay que pasarlos de la mejor manera posible?  “No me hables de la culpa: la culpa es negra y nadie la quiere”, me decían. De la actual cultura civil, pero sobre todo del trajín de los poderes reales, ha desaparecido el sentimiento de culpa. O eso parece. O, en todo caso, la culpación es siempre del otro. La culpa es ajena. ¿Pertenezco a una sociedad ‘desculpabilizada’, por así decir? Lo parece, claro que toda afirmación severa tiende a ser injusta. Y, hoy por hoy, aún no tengo un detector, un escáner de conciencias. Del oscurantismo de entonces, en su mayoría eclesial, social y censor de pequeñas culpabilidades, al libre albedrío insolidario.

    Hoy por hoy, la culpa es la ceniza que pronto se lleva la brisa de la sinrazón y la insensibilidad. Y del individualismo feroz. ¿Estoy instalado en la galaxia de la autojustificación? ¿Son los síntomas propios de la enfermedad del individuo contemporáneo? ¿De una nueva moralidad? ¿De un descrédito de la ética? ¿De una observación diferente de los valores? ¿Dónde está el pensamiento revolucionario? ¿Y el poder de la escena? ¡Más rebeldía, chavales! ¡Un poquito más de chispa, criaturas! ¡Vamos con las esposas, los grilletes, una bola de hierro en los tobillos, cualquier cosa distinta a lo de siempre! Con el tiempo me di cuenta que lleva tiempo llegar a ser joven. Pero esto es la vida, unas veces con acierto y otras con cierta propensión a la medianía, y aquí lo que importa es el teatro: su resultado, su alcance, su fuerza.

    Estoy nervioso, no puedo evitarlo. No sé si los recuerdos me alivian o me enervan. Esta noche de estreno es fundamental para mi supervivencia. Y mi estima. He ido, solo, a comer al sitio de siempre, el ‘Marqués de Sade’. La soledad consumida del que busca compañía sin conversación. O con ella. El lugar que acoge a quien se acerque, un refugio para escapar de ti mismo. La primera vez que entré, hace ya mucho tiempo, creía que era un garito de alterne. Es poco más del mediodía del primer viernes de diciembre y la barra del mesón resume la idea de la actividad. Se sirven vinos, cafés, cañas, caldos. Se distribuyen bromas y aceitunas. Incluso se atiende con gracia el teléfono, que no deja de sonar. El lugar es una acumulación de abrigos y saludos. Parece un día cualquiera, pero no lo es. Dentro de unas horas me juego el prestigio.

    El terror de no poder ser el que todos esperan me paraliza y la angustia me roba la respiración. Es como pisar el mismísimo infierno. A veces pienso que acerco a los demás los misterios que ocupan mi fragilidad. La impotencia ante la realidad de saber que el material que manejo, el que agita las alas y me deja volar por este mundo, se puede quebrar en cualquier momento. La presión es grande y los sueños se olvidan. Y mis deseos pasan a ser de otros. Y evoco la concepción spinoziana de la naturaleza humana, por la que la conducta está determinada por una sustancia que lo impregna todo. Acaso la libertad solo sea la conciencia de la pura necesidad.

    Mi restaurante favorito es un mundo en el que el tiempo parece haberse detenido. Es un espacio breve en el que caben nueve mesas y cientos de fotografías, recuerdos y cachivaches. Un cliente del otro lado del Atlántico dijo en cuanto lo vio que aquello no era un restaurante, sino un ‘maxiquiosco’. Se equivocaba: es una capilla consagrada al buen vivir. Un lugar verdadero, intocado por el diseño, en cuyas paredes los cuadros abstractos y las caricaturas impecables conviven con las fotos dedicadas. Cantantes, actores, escritores, pintores, fotógrafos, deportistas, toreros: todos pasaron por allí. Y los dueños, los hermanos Donato y Alfonso, siempre están. Para todos. Para la estrella, para el desconocido, para el vecino, para sacudirte la tontería y ponerte el mejor jamón. Incluso con ‘tempura’ de piñas.

    Y, claro, uno también está. Faltaría más. Y Buñuel, en una preciosa fotografía dedicada de cuando los dueños del restaurante coincidieron con el cineasta en uno de sus rodajes. Y, por supuesto, el marqués de Sade, que da nombre al establecimiento y del que Donato y Alfonso son fervientes seguidores, los muy granujas. Sin embargo, el ‘Marqués de Sade’ no ha sustentado su prestigio en la capacidad de atraer celebridades. Su secreto consiste, más bien, en que cada cliente se sienta como una celebridad. El trato es cercano y cariñoso. Al mismo tiempo, el servicio es certero, impecable. Vieja escuela. A los propietarios les bastó con mirar para aprender. Y aseguran que seguirán igual. Con una sonrisa. Porque saben que pocos trabajan ya como ellos, hermanados y con criterio.

    La otra mitad del secreto del ‘Marqués de Sade’ aguarda en la cocina. Su chef garantiza, entre otras cosas, que la crema blanca de nabos a la mantequilla, la ensalada de pepino con vinagretas, las almejas en salsa verde, los huevos escalfados a la cazuela (o duros, o fritos, o en tortilla), el ‘envoltillo’ de conejo con higos o el morro de bacalao con mango, los clásicos de la carta, sepan bien, como han sabido siempre, a la manera de los guisos de la abuela. En cualquier vida conviene que haya algo inamovible y los clientes del ‘Marqués de Sade’ pueden aferrarse a estos platos caseros -y redondos-, espectaculares en su sencillez. Pasadas las dos y media comienza a animarse el comedor.

    Un día me contó un parroquiano el por qué, en una esquina del fondo de la barra, se encuentran en un cuadrado un grabado del Quijote con las fotografías de Nabokov, Mann y Giménez Caballero. Al parecer, Vladimir Nabokov y Thomas Mann consideraban que el Quijote era una enciclopedia de la crueldad, así que lo más probable, digo yo, era que quien entrara en la Mancha saliese por Nueva York hecho un sádico o experto en acosos varios. Al fin y al cabo, el Quijote pasa sus aventuras padeciendo la burla cruel de los otros. Y el saltimbanqui Ernesto Giménez Caballero, en su panfleto ‘La vuelta de don Quijote’, presenta al héroe manchego universal como el libro más antinacional, peligroso, corrosivo, detestable, temible e inmoral de España. Un libro, me contaba, en la estela de Sade y que no termina nunca de estrangularnos y dejarnos morir lentamente.

    El ‘Marqués de Sade’ siempre ha sido mi lugar de operaciones. Un pequeño teatro como un rumor berlanguiano. Un rumor de voces, de ajetreo, de ruidos difusos, de música borrosa, toses, voces engoladas, voces lánguidas, las voces huecas de la clase alta, las voces espesas y baturras de las clases populares, las vocecitas pícaras de cualquier enamorada, las voces de pájaro de los clérigos, la voz de los pelotas, las voces quejumbrosas, las voces apergaminadas, las voces implorantes, las voces que fingen la forma en que se protesta, se seduce, se enamora, se incita, se ruega.

    El erotismo es al sexo lo que la gastronomía al hambre, el aria al grito, la caricia al golpe. El amor es el despliegue de lo imaginario, la proyección de lo sublime, la floración de las fantasías. Nunca soy más vulnerable, ni más sensible, que cuando amo. Los recovecos sentimentales existen para borrar la fealdad del mundo, en el sentido ético incluso: la bondad contra la maldad, la generosidad contra el egoísmo, la belleza contra el pragmatismo.  Sí, el ‘Marqués de Sade’, esa riqueza gastronómica, musical, social, sicológica, sentimental, que perdura en el aire de la memoria como un pequeño teatro del mundo. No hay sosiegos en el buen comer.

    Ya en los postres, les pido a mis viejos conocidos un café negro, como solo ellos saben hacerlo, y un chupito de mi whisky favorito, con dos piedras y en vaso ancho, con su correspondiente botellín de agua. Pago la cuenta, me desean suerte y me dirijo caminando al coqueto teatro municipal de la ciudad que me vio nacer. Toda ciudad cuenta las decisiones, tomadas una a una, por cientos de personas. Todavía hoy, veo grajas sacando lombrices de la hierba como en las estampas del dieciocho. Se abre un portón y entreveo un patio adoquinado donde las plantas son las de un bosque. Al fondo de la calle, las bicicletas amarradas como barcos.

    Voy tranquilo, hay tiempo suficiente para los últimos ajustes, o los últimos ánimos, antes del estreno. Paso por el solar donde se encontraba la casa de mi abuela. Ya forma parte de la lista de edificios que el ayuntamiento permitió derribar por el objeto codicioso del negocio inmobiliario. El capital no entiende de historia ni de sentimentalismos. Dicen que las casas antiguas son como libros abiertos repletos de miles de historias fascinantes. Para mí, la casa de mi abuela supuso una suerte de enciclopedia de varios tomos cuyo final fue un epílogo triste e impotente. El puto cierzo no hace más que despeinarme, turbulento como un rey antiguo y tiránico. No respeta ni mi flequillo. El invierno en esta ciudad, inmortal llamada, siempre es muy ventoso, huracanado incluso.

    Sin embargo, andar solo por Zaragoza es el mayor descanso. Adoro perderme entre las avenidas abarrotadas de comercios, los transeúntes anónimos y árboles entretejidos por la lluvia. No existir ni para mí mismo. Ese es el mayor placer que me ofrece la vida urbana en invierno: pasear por las céntricas calles de mi ciudad. Decía Eduardo Mendoza que para escribir una ciudad hay que ser de ella y vivirla desde la distancia. La tarde me da la irresponsabilidad que brindan la oscuridad y la luz de las farolas. Ya no soy en absoluto yo mismo. Y la vista posee una extraña propiedad: reposa solo en la belleza.

    Mi queridísima abuela me descubrió Zaragoza. Y sus teatros (el Principal, el Fleta, el Argensola), y sus cines (el Latino, el Fuenclara, el Victoria, el Pax, el Coso, el Dorado, el Avenida, el Actualidades, el París), y sus casas de comidas (¡impagables aquellos estofados de rabo de buey en la taberna del tío Blas!). Conozco a pocas personas que hayan pagado más que mi abuela, en todos los sentidos de la palabra y del concepto. Todo nos lo pagó cuando éramos niños: la casa y el colegio, la ropa y el alimento. Hay una generación, que es la de mi abuela, que sufrió mucho para podernos procurar una vida dulce y tierna. Nunca se quejó de nada, nunca ninguna excusa. Se sacrificó, sufrió y resistió, y lo hizo sin solicitar jamás un crédito y pagando siempre el precio.

    Mi abuela es la metáfora de que la bondad es un don infinito y pervive por mucho que queramos pisotearla. Al recordarla, regreso al lejano olimpo de la infancia, su casa, mi iniciación a la lectura, el descubrimiento de Sade con sus manifestaciones de pasiones llevadas hasta el último extremo, siempre intenso, muy físico. ¡Cómo me gustaría que mi abuela, ahora, estuviera conmigo, arropándome, en este día de estreno y en el mismo teatro al que tantas veces me llevó!

    A lo largo de una vida siempre he estado como si nada en sitios increíbles donde pasan cosas extraordinarias. O viceversa. Me pasó en la casa de mi abuela, me ocurre en la taberna del ‘Marqués de Sade’ y, por qué no, en el sitio más vulgar inimaginable. Sin ir más lejos, la oficina más vulgar puede ser irrepetible, un ecosistema productivo que, bajo una apariencia de infinita monotonía, esconde conflictos que asustarían a Strindberg, personalidades que paralizarían a Sade, absurdos que deprimirían a Ionesco. Muchos manosean la ciudad como una oficina privada, como el espacio idóneo para sus transacciones y estafas.

    A una ciudad, maldita sea, habría que mirarla con otros ojos. Una ciudad es otra cosa: baja, de conquista, de dios, de silencio, en celo, en sombras, marcada, muy caliente, peligrosa, sin ley, maldita, perdida, castigada, cautiva, desnuda, violenta, quemada, sagrada, siniestra, sumergida. Zaragoza es la ciudad de la alegría, de la libertad, de las mujeres, de los fantasmas, de los muchachos, de los muñecos, de los niños perdidos, de los prodigios, de los sueños. La ciudad de oro del capitán Nemo. La ciudad tranquila. La ciudad frente a mí. O no para mí. La ciudad que nunca duerme. La ciudad sin hombres y sin nombre. La ciudad y los perros. Una ciudad llamada Bastarda. Mi ciudad.

    De camino al teatro, en mi deambular ante el inminente estreno, me cruzo con gente especialmente rara. Un joven delgado casi hasta la extenuación y de cuerpo tan descarnado y tenso como un muelle de acero, de expresión luciferina y un perfil de bajorrelieve en un denario. Otro que le sigue de delgado rostro marcado por la viruela, cuyos cabellos, largos y lacios, le llegan a los hombros. A sus pasos, una fea pero vieja mujer de gordura inusual, con dos tetas desorbitadas, todavía más voluminosas que su cuerpo, de carmín rojo intenso en unos labios gruesos como ella, unos ojos oscuros que parecen arder como si tuviera fiebre, la nariz ligeramente borbónica o algo fenicia, el pelo caducado ya, clareando que se dice, y de hebras largas y blancas donde en algún pasado remoto hubo un probable ‘big bang’ por cabellera. Y así. Me detengo y enciendo un cigarrillo. Empiezo a sudar.

    Absorto en mis pensamientos, observo el humo azulado del cigarrillo que asciende perezosamente hacia el techo de los porches en los que me resguardo de la tormenta, expectante y, ay, ya intranquilo. Me miro el estómago, el despliegue de carne y fofos músculos. Un par de años atrás había estado en plena forma para un hombre de mi edad, cercano a la cincuentena. Pero el exceso de alcohol ha contribuido al continuo deterioro de mi cuerpo. No beberé más, me juro. Hoy tendré que mantenerme vigilante y alerta. Y reafirmo un peligro nuevo, que no proviene del negociado de sobresaltos que es estar a la contra en una sociedad del veintiuno cada día más cómoda en el bajo cero de lo conforme. Falsos aplausos como sonidos sin fin.

    Arrecia la lluvia y el gentío se moja de arriba abajo y de abajo arriba, sin que gorros, capuchas ni paraguas les salve del chaparrón. Acompañados por la música del agua, muchos individuos se cobijan bajo los porches. Sigue lloviendo, ahora ya a cántaros, y el viento parece crecer.

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