Cuando la amistad se cocina “Al Dente” (Junio)


Por Javier López Clemente

La tormenta se quedó en la M-40 y Madrid nos recibió rojiblanca desde Atocha a la fuente de Neptuno, donde los colchoneros del Atlético tocaban el claxon, agitaban bufandas y sonreían felices por ganar la Copa de Rey frente al eterno rival.


Más allá, cuando el Paseo del Prado se hace Recoletos, justo antes de llegar al Centro de Arte Fernando Fernán Gómez, Javier Lostalé en La Estación Azul de Radio Nacional hablaba del teatro de Chejov. El autor ruso, decía, recurre a la acción indirecta, es decir que los sucesos ocurren fuera de la escena mientras los personajes los perciben con frustración. Como nos recuerda Joaquín Melguizo, algo muy parecido ocurre en la construcción dramática de “Al dente” cuyo “principal atractivo radica en el peso que tiene lo extraescénico, lo que sucede fuera de escena permaneciendo oculto a los ojos del público”

El motivo de este doble plano narrativo es la reunión alrededor de una cena de un grupo de amigos que, tras la ruptura amorosa de dos de ellos y la posterior división en dos bandos, han pasado diez años sin verse. La tensión del reencuentro provoca un ir y venir desde el salón hasta la cocina que se convierte en el espacio donde transcurre la obra y marca la frontera entre lo real y lo imaginario. La cocina de “Al dente” es un lugar donde se destila la realidad, mientras en el “living”, a tropecientos metros de distancia, se produce una acción en paralelo que el espectador no puede ver pero que conoce a la perfección gracias al transito de los personajes de un plano a otro. El pasillo es el trecho que separa la vida de los sueños. Mientras que en el salón todo es posible – desde una victoria rotunda del azar hasta el éxito catódico, social y económico –, la cocina es el ancla con la realidad y el teléfono, ese invento capaz de comunicarnos con el otro lado del planeta, se encarga de mantener a los personajes atados a este mundo. Cuatro personajes en escena y cada uno de ellos como representante de un estereotipo, una etiqueta para elegir entre quienes ya tenemos cuarenta años cumplidos: La anfitriona felizmente casada o no tanto. El hermano vividor. El amigo amargado por la excesiva lucidez de ver la vida desde las antípodas y la mujer inteligente, atractiva y con aspiraciones. Al otro lado de la puerta los que no vemos. La mujer de silicona, el marido ejemplar y el triunfador con un estatus social diferente, elevado, estamos hablando de la nueva jet encumbrada por la tele y otras zarandajas. Cuatro personajes que van y vienen a través de una puerta cervantina capaz de conectar dos universos: Los sueños del Quijote y la realidad de Sancho. En ese ir y venir descubrimos la relación que cada uno de los personajes mantiene entre la quimera y lo real: Claudio está plantado en la realidad, abrazado a su piedra de la verdad, visita el mundo imaginario como un notario que anota todo lo que ve. Miranda vive en la frontera, una línea que todavía le permite dar un pasito y olvidar la realidad durante el tiempo que dura un musical. Pipo, adicto a lo imaginario, solo surfea la realidad para abastecerse de comida, bebida y cash, sin embargo Penélope, que vive instalada cómodamente en lo imaginario, se enfrente a la realidad con la curiosidad de quien ve un documental sobre antropología y comportamiento social. La hora de la verdad llega para todos ellos cuando la rabia contenida, las ganas de gustar y los silencios vengativos dejan paso al lance final que los sitúa en el sitio que merecen. Se admiten apuestas pero yo les recomiendo que vayan a ver la función para ver el desenlace.

Alberto Castrillo, además de ejercer las funciones de Chef, es el responsable de construir un texto que mantiene el interesante entramado argumental, de salpimentar con humor las situaciones que por momentos nos invitan a la reflexión. Un juego que los actores entienden y ejecutan con brillantez. En este aspecto no puedo evitar la comparación de esta función con las sensaciones que recuerdo del estreno zaragozano de marzo del año pasado en el Teatro del Mercado.

Carmen Barrantes mantiene esa deliciosa elegancia que la lleva, en viaje inverso al de Alicia, desde la compañía del sombrerero hasta el balcón de un pueblo que huele a cerdo. Jorge Usón está arrollador y sigue siendo una explosión cómica, todas y cada una de sus entradas en escena son como la erupción de un volcán. Es en los otros dos componentes del elenco en los que he notado como han pasado en su interpretación de lo bueno a lo mejor. Laura Gómez – Lacueva mantiene toda la intensidad cómica de su personaje a la vez que ha profundizado en sus aspectos más reflexivos y ha limpiado muchas acciones para conseguir que la maraña emocional en que está atrapada quede nítida y fresca a los ojos del espectador. Hernán Romero ha hecho un viaje parecido pero en dirección contraria. Su personaje ha moldeado su actitud cetrina para, desde su papel de Pepito Grillo que todo lo retuerce en dirección al pesimismo, conseguir mostrarnos algunos resquicios de luz que nos ayudan a quererlo, es muy difícil ser un cenizo y conseguir que el público te guarde un poco de su ternura, ahí radica la magia de su interpretación.

El resultado de este guiso estuvo sentenciado por el premio de una cerrada y extensa ovación. “Al dente” es un excelente espectáculo para, como dice su director, que ustedes lo disfruten. Y yo, que aún ando preocupado por la fortuna de los personajes de la obra, quiero terminar esta nota con un regalo para los cuatro, un poema de Luís García Montero titulado “Compañero” y que dice así:

Cada cual tuvo entonces un origen distinto.

Yo sé dónde acabaron nuestras revoluciones,

¿pero dónde empezaban nuestros sueños?

Si empezaron por culpa del dolor,

hay motivos recientes para seguir soñando.

Si empezaron por culpa

de nuestra envenenada estupidez,

puedes seguir soñando,

pues también hay motivos.

Artículos relacionados :