Italia: Naves de la discordia


Por: José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
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    De la Prócida que Elsa Morante convirtió en la soñada isla de Arturo (allí puso casa con Moravia) proviene mi amigo Alessandro, que en sus rompientes vivió el rodaje de El cartero y Pablo Neruda mientras aproaba pulpos a la Corricella y los viejos tíos desgranaban lentos cantares napolitanos.  

 

     Por su condición isleña y por haber trajinado en las cocinas de la marina mercante italiana, se siente capacitado para opinar sobre el «Titanic del Giglio», cuyos ecos parecen enterrados bajo el peso de sucesivas tragedias aunque los cadáveres sigan aflorando. Primero evacuar, me explica, luego encallar; nunca al revés. Lo que ahí falló fue no sólo la cadena de mando, esto es indudable, sino también las decisiones, llamémoslas estratégicas, que venían de la casa madre, aquellos telefonazos de Miami o Londres que, más deudores de los accionistas que de las leyes marineras, contribuyeron a empeorar las cosas. Pero no es fácil juzgar, insiste Alessandro, desde tierra firme. Del mismo modo que el marinero, después de meses a bordo, pierde el equilibrio fácilmente cuando echa el pie a tierra, exasperado de líneas rectas y estabilidad, uno que embarca de uvas a peras tiende a medirlo todo por sus seguros patrones de referencia, y cae igualmente. En la mar todo es imprevisible, repentino, a prueba de tipos templados, y no sólo o no siempre a causa de los elementos. Recuerda la angustia, frente a Libia, rodeados de la guardia costera que les prohibía atracar, sin vituallas y sin poder desembarcar la basura, que criaba gusanos como puños, hasta que unos grumetes de Ghana pagaron con dólares de su bolsillo y a los italianos, sólo a ellos, les dejaron ir. En Ravena, otra vez, los cascos azules suecos que, armados hasta los dientes, patrullaban el Adriático para verificar el embargo de armas en la guerra de Yugoslavia, les reventaron la sentina y a punto estuvieron de desatar una balacera por mor de un malentendido: tanta era la tensión, el miedo. Un golpe de mar, a la altura de Haifa, le clavó en pie en medio del camarote y tuvo que capear el tormentón, luego, atándose con correas a la litera, mientras a su alrededor todo era sangre y gritos. Una vida aventurera, de gran sacrificio y exigencia física; para quien aún no ha puesto familia, me guiña. Lo del crucero, sin embargo, es más pecado de arrogancia que asunto de marinería. Ocio de masas; codicia de empresarios; espectáculo de periodistas; pasto de picapleitos. Castillos en la mar.

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