Presentación de “La península de Cilemaga”

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Por Lolita Piedrahita

     El pasado día 12  de marzo tuvo lugar  en el Museo del Teatro de Caesaraugusta,  la presentación  de »La península de Cilemaga», un álbum escrito e ilustrado por Helena Santolaya y  publicado por Pregunta Ediciones.

    El el acto  intervinieron, además de la autora, la poeta y profesora Sandra Santana y el catedrático y crítico Túa Blesa.
 
    La península de Cilemaga es un sitio donde sucede algo insólito: bajo las piedras abandonadas al tiempo nacen las palabras. Allí viven Irene, Jorge y Margarita, tres niños que se preguntan por el significado de algunas palabras. Entre las páginas de este libro, y mediante ilustraciones realizadas también con palabras, aprenderán a distinguirlas según sus sílabas, y encontrarán las mejores para escribir historias.

   Helena Santolaya nació hace ya tiempo en el barrio de Oliver, el Oeste de la ciudad de Zaragoza. Presume de tener un hijo mayor que ella, de haber dejado tuerto a un ángel el 20 de noviembre de 1975 al descorchar una botella de cava, de haber disfrutado dos años de su vida en Vigo, de pasar en Ibiza los veranos y de haber ganado más de una cena por sostener que las mayúsculas siguen las mismas reglas de acentuación que las minúsculas. 

   Le gustan las personas, las palabras y las cosas. Le gusta transformar las cosas. Es muy respetuosa del desorden. No le gusta mentir, aunque cree que la sinceridad se sobreestima. Estudió en la Universidad de Zaragoza Filología Hispánica, convencida de que conocer las palabras la ayudaría a comprender el mundo. Aprendió que no existen palabras para determinar todas las cosas. Estudió Bellas Artes en Cuenca, convencida de que las imágenes llenarían el hueco que dejaban vacío las palabras. Aprendió que el pensamiento es invisible. En busca de respuestas, se dedicó a los bares. El Ayuntamiento la ayudó a dejarlos. 

 Es autora del texto del álbum ‘Nada el Pensamiento’ (Edelvives, 2011, ilustrado por Antonia Santolaya), ganador del Premio Internacional de Álbum Ilustrado Biblioteca Insular de Gran Canaria. ‘La península de Cilemaga’ (Pregunta, 2016) es su segundo libro. 

    En la actualidad sobrevive encima de un tablón, navegando entre el arte, la aventura y la literatura.

    “No he visto a nadie más torpe que a mí misma en la presentación de La península de Cilemaga, pero estaba tan emocionada ante las muestras de afecto de todas las personas que acudieron -el Teatro Romano no había estado tan concurrido desde la época de Tiberio Claudio- que no daba una al derecho. Los presentadores de lujo que tuvimos -Túa Blesa y Sandra Santana- compensaron, sin embargo, con creces, todos mis desatinos. Y la música de Luis Marco al finalizar supo mover hasta a las grullas”. 

 Alocución  escrita para la ocasión en un rollo de papiro de Alejandría por el maestro Túa Blesa:

    Avete, urbis Caesaraugustanae populi catervae! Figuris et verbis Helenae Santolayae novus libellus nos convocat in nostrae civitatis Romanum theatrum; ego barbara lingua coram vobis civibus clamo:

    No sé si cerca o lejos de este mundo en el que estamos, pero desde luego que más allá de la geografía conocida y cartografiada, hay otra, una geografía fantástica o mejor aún maravillosa y que se corresponde con un mundo no menos maravilloso, y en uno de sus mapas, uno que Helena Santolaya pudo tener en sus manos en una de sus numerosas estancias en bibliotecas especializadas y raras, unas bibliotecas entre lo borgiano y lo caótico, en uno de esos mapas, pues, pudo ver un orbis reconditus, una terra ignota, de la que ahora nos da noticia en estas páginas de La península de Cilemaga.

    Y nos da noticia de una manera doble, una duplicidad que habrá que entender reproduce lo que le es propio a ese territorio, a sus gentes y sus cosas, que aquí cartografía y de los que habla. Y ahí queda dicha la doblez: representación del territorio al modo en que los geógrafos dibujan el mundo y poniéndolo en palabras. Así, lo que queda claro es que este atlas es cualquier cosa menos un mapa mudo.

    No mundo, pues además de representar en imágenes los accidentes geográficos: la península, sus perfiles, etc., la representación habla. Así, imágenes y signos en una enunciación única. No podría ser de otro modo dado el rigor científico que caracteriza toda la investigación artística y poética de Helena Santolaya, pues, como bien deja constancia en la primera de las leyendas, en Sonfire, ese pueblo e la península de Cilemaga, sucede algo poco común como corresponde a un lugar de la terra ignota: “Sonfire —se dice— es un pueblo de la península de Cilemaga. En una de sus calles más viejas sucede algo insólito: bajo las piedras abandonadas al tiempo, nacen las palabras”.

    Esa información no es ya la de un geógrafo, la excede y nos muestra una Helena Santolaya que va más allá y en lo que sigue tendremos más muestras de esa nueva función que hace suya y que es, no hay duda, la de etnógrafo.

    Pero antes de continuar con eso no se puede pasar por alto el hecho asombroso del que da cuenta: ¡las palabras nacen bajo las piedras! Asombra sí semejante revelación: ese nacimiento, esa desocultación se da desde el humus, más o menos, como las semillas hacen brotar las plantas, salen a la luz las palabras, el lenguaje.

   Y así debe de ser, pues tal como muestran las láminas con las que la autora cartografía ese finis terrae, las montañas, los cabos y los golfos de esa península mágica están hechos de palabras. De este modo, el terreno representado se da a la lectura. Hablan las piedras, habla la tierra, hablan las aves, rumorea el mundo. Helena Santolaya no estuvo sorda a esas voces, las oyó y lo cuenta.

    Y cuenta más y en ese contar más es donde la geógrafa va más allá de lo que la geografía exige para presentársenos como etnógrafa, conocimientos unos y otros que sin duda adquirió en sus horas y horas, días y noches, de estudio durante las horas muertas que le dejaban sus tareas en el Sopa de letras y La caja de los hilos y aun no sé si mientras preparaba las piezas artísticas de sus instalaciones o durante la redacción de Nada el pensamiento y quizá también en sus salidas nocturnas a los bares, aunque tengo para mí que fue, está siendo, sobre todo en los ratos perdidos durante sus intensas horas dedicadas a la investigación de lo que será su tesis doctoral.

   Y es el caso que, como etnógrafa que es, o así la veo, informa sobre los aborígenes de Sonfire y sus costumbres: Jorge, Margarita van recogiendo palabras en su deambular. Como etnógrafa, consigna en sus notas que con las palabras hacen compota, la envasan, etiquetan los envases según la compota sea de palabras de una, dos, tres o cuatro sílabas. Ejemplo de dos: “Luna, noche, brillar, cielo, tierra…”, dulces palabras surgidas de debajo de las piedras, dulce lenguaje para la lengua de los golosos.

   Y, como además Helena Santolaya es una artista, nos da también la imagen de Jorge, la de Margarita, las de los tarros de compota, imágenes en signos.

   Y nos cuenta también de Irene, esa niña a la que le gusta la música y es multinstrumentista y, como habitante de Sonfire que es, también recoge palabras y las agrupa según dónde recae en ellas el acento. Como se ve, en Sonfire todos son lingüistas, de una lingüística elemental, pero lingüistas.

   Cuenta que en ocasiones Jorge, Margarita e Irene se juntan y juegan a las palabras y juegan a las adivinanzas y la palabra enigma cobra cuerpo —nada raro siendo que viene de la tierra, que es materia—, se hace figura y su representación se muestra a la vista.

    Y así pasa la vida en Sonfire, ese pueblo maravilloso de la península de Cilemaga y así lo cuenta Helena Santolaya. Ha viajado a ese confín —un confín que se sospecha ha de estar próximo al lugar al que Crísipo, médico de Cnido, conoció (lo narra Diógenes Laercio  en su Vidas de los filósofos ilustres), ese lugar al que Crísipo, pienso,  viajó y a su regreso dijo aquello de “Si mencionas algo, eso circula por tu boca. Mencionas un carro. Luego un carro circula por tu boca”—, un confín, pues, que Helena Santolaya ha visitado y aquí lo cuenta como ella sabe hacerlo, ya no como geógrafa o etnógrafa, sino a su modo, a lo artista, a lo poeta, jugando con las palabras como los niños de Sonfire, haciendo imágenes de las palabras, imaginándolas.

    Y así, sin darme cuenta, se ha pasado el tiempo del recreo, digo de la presentación, y me voy a Sonfire en la península de Cilemaga por ver si con suerte las palabras brotan a mi paso y juego con ellas.

    Popule Caesaraugustane in civitatis romano theatro congregate, vale!

Texto que leyó la poeta Sandra Santana

    Os voy a pedir que olvidéis por un momento este decorado de ruinas sólidas que nos rodea e imaginéis un mundo igual que este, pero donde las cosas se desvanecieran ante la imagen de sus nombres. Donde los jerséis se tejieran con el hilo de la caligrafía, donde vuestro cuerpo comenzara a vaciarse y a perder peso hasta tomar el aspecto de una palabra de cinco letras, donde vuestro pie, da igual el número que calcéis, encogiera hasta convertirse en una de tres, donde entre los huecos que componen las letras de la palabra “pecho” comenzara a soplar el viento y donde el músculo que te permite ahora la inclinación lateral de la cabeza creciera temiblemente hasta alcanzar el tamaño gigante de un esternocleidomastoideo. Este es el mundo de Jorge, Irene y Margarita, los niños protagonistas que en el libro de Helena Santolaya golpean con sus zapatitos de caracteres impresos las piedras del tiempo. Los niños que en el patio de la escuela buscan palabras graves, agudas y, sobre todo, esdrújulas con las que inventar juegos. Estos son los habitantes de una península que nos trajeron las grullas en su largo pico, huyendo del Norte, un día de invierno y que se quedaron ya para siempre entre nosotros. Dicen los sabios y los poetas que las grullas no son un animal cualquiera, que son mensajeras de la suerte y la belleza, y que las formas que trazan sus bandadas en el aire les recordaban a los antiguos griegos el movimiento de una mano surcando el papel en blanco con la escritura. Migratoria, la mano de Helena nos trajo a Zaragoza este país de fantasía donde por fin algunos adultos entendimos qué poco sabíamos de eso que se nos cuela por el oído y se nos escapa por la boca a cada rato, de eso que nos hace entender y entendernos, de eso que, por poner un nombre, en castellano hemos dado en llamar “lenguaje”.

     Imaginen lo que sucedería si nos viéramos encerrados en un mundo así: Sería fácil confundir entonces un alce con un arce, por grande que tuviera la cornamenta el primero o por rojizas que se volvieran las hojas del segundo al llegar la primavera como sucede en los bosques de Canadá. Ante el aspecto idéntico de una granada habría quien se comería por error una ciudad entera al hincarle el diente a una fruta o, lo que es peor, quien acabara con los dientes destrozados por las tres letras del “¡BUM!” de una explosión. Tendríamos que entornar bien los ojos para intentar distinguir si en el lunar que tiene nuestra amiga en el rostro no se esconde girando el único satélite natural de la tierra, y un ejercito de pajaritas de papel se posarían en el lazo que rodea el cuello de esos señores antiguos que se pasean elegantes en las fiestas. Sin duda, el mundo de las letras tiene también sus inconvenientes: creyendo viajar en metro, nos podríamos encontrar sentados en su longitud de mil rallas sin movernos un milímetro. Y al vivir el presente no sabríamos nunca lo que el tiempo, envuelto en papel de brillantes colores, nos regala. Y hablando de regalos, cuidado también con los que como Carmen Bravo celebran hoy su cumpleaños, porque al soplar las velas de la tarta podemos ver alejarse irremediablemente por el mar azul el velero de nuestros deseos.

    Estos secretos arcanos, estos misterios que tan bien domina Helena, nuestra sibila de las palabras y los análisis sintácticos, nuestra sacerdotisa de las ilustraciones, son la magia de la península de Cilemaga, pero son también la magia sobre la que se asienta toda la literatura. ¿No nos admiramos cada vez al tomar conciencia de que la lanza y los molinos del Quijote, sus revolcones en la tierra, sus venteros, pastoras y barberos no son más que letras? ¿No resulta extraño que a través de una sucesión casi idéntica de signos impresos circulen caminos que nos llevan tan lejos con sólo hacer bailar nuestras pupilas por el interior de cualquier libro? ¿No ha de sorprendernos pensar que prácticamente todo lo que sabemos hoy de los griegos, de los romanos que por aquí anduvieron, de sus túnicas y sus sandalias, de sus batallas, sus costumbres y su teatro nos llega de páginas en blanco tan sólo adornadas con sencillas líneas, rayas y puntos? Helena y los habitantes de La península de Cilemaga nos descubren que nuestro mundo es este, el de las cosas, pero también aquel intangible al que sólo podemos asomarnos mediante las palabras. Nuestro mundo, aprendemos en el libro de Helena, nos lo jugamos en gran medida entre las letras. Pero estas nos permiten jugar el juego más emocionante y singular que hayan inventado nunca los humanos.

 

Alicia Lázuli repite en la Caja con una hermosa crónica de la presentación del libro ilustrado La península de Cilemaga, que tanto nos ha emocionado a todos.

   Querida tía Neus, no sabes cómo echo de menos poder hablar contigo, pero estos días hay mucha actividad en la ciudad y el Sastre me pide dedicación completa. El sábado pasado me envió a cubrir la presentación de La Península de Cilemaga. Ya me conoces, tía Neus, como el acto tenía lugar en el Museo del Teatro de Caesaraugusta pensé que se trataría del descubrimiento de algún resto arqueológico. También pensé que el hombre vestido de romano que se apoyaba en la pasarela formaba parte de la plantilla del museo, que sería algo así como un guarda de seguridad adaptado al entorno de las ruinas. Pero resulta que ni el romano era un guarda de seguridad ni lo que se mostraba eran restos arqueológicos, que lo que se presentaba era un libro de Helena Santolaya. Mira tú, tía Neus, que el presentador resultó ser ese catedrático punk que siempre la lía en los conciertos cantando contra todo. Y la presentadora esa mujer tan lista que dejó con la boca abierta a señoras y señores barbudos cuando recibió el Premio Ciudad de Barcelona. No te imaginas, tía Neus, cómo se quedó todo el mundo cuando de pronto Túa Blesa, el punktedrático, sacó un rollo manuscrito y se puso a leer en latín. Todavía me parto de la risa al acordarme de la cara de sorpresa de Helena Santolaya, la del álbum ilustrado. Y yo me sentí de pronto más integrada entre todo ese montón de gente porque no era la única que no entendía nada. Luego habló en cristiano, con perdón, y dijo cosas muy sesudas sobre la cartografía de la península de Cilemaga, y sobre un lugar donde las palabras nacen bajo las piedras abandonadas al tiempo, aunque, de vez en cuando, le tomaba el pelo a la autora o se solidarizaba con Cicerón por la dificultad de la lectura en rollo. Después habló Sandra Santana. Cómo se nota, tía Neus, que es poeta. Nos invitó a imaginar un mundo donde las cosas se desvanecieran ante la imagen de sus nombres y los jerséis se tejieran con el hilo de la caligrafía. Sé que te hubiera gustado escucharla, tía Neus. Helena Santolaya estaba tan nerviosa que no acertaba a decir nada, tuvieron que apuntarle hasta los agradecimientos. Casi se deja a la editorial que ¿sabes cómo se llama? Pregunta. No digo que preguntes, ¿eh?, tía Neus, digo que Pregunta es el nombre de la editorial.

    No me extraña que estuviera tan emocionada. Y es que, tía Neus, no será la escritora con más premios, pero, desde luego, sí debe de ser la escritora con más amigos porque, no te lo pierdas, supe que entre todos habían preparado el catering que, acompañado por la música que pinchaba Luis Marco, se sirvió después en la terraza del Museo. Por cierto, no sé quién será esa tal Carmen Bravo, pero debe de ser alguien muy importante porque todos, con el pretexto de su cumpleaños, le dedicaban unas palabras. A lo mejor era alguien del equipo de Saúl Esclarín, el Director General de Cultura del Ayuntamiento que también estaba allí como un romano más, empujando un carrito de bebé.

    Te envío un libro dedicado por Helena Santolaya. No veas lo que me costó conseguirlo porque, como había tanta gente, el Museo cerró cuando todavía había fila. Menos mal que siguió firmando libros sentada al sol en un banco de la Plaza de San Pedro Nolasco. Supe después que en ese mismo banco se sentaba su hermano para tomar aliento en el paseo diario hasta su casa. Había tanta magia que no me hubiera sorprendido que las grullas de papel hubieran comenzado a mover sus caligrafiadas alas para salir volando. Qué improvisado y bonito homenaje ¿no te parece?

   Ya me dirás si el libro te ha gustado.

    Un beso, tía Neus.

Fuente: https://cajadeloshilos.wordpress.com/2016/03/18/la-peninsula-de-cilemaga/

El video del acto: https://www.youtube.com/watch?v=NiO-PbfI9Uk

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