La ingenua fragancia de Méliès

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Por Carlos Calvo 

    ¿De dónde viene Méliès? ¿Cómo forjó su extraordinario universo? ¿Cuáles fueron sus fuentes de inspiración? Hasta el ocho de mayo, la exposición de Caixaforum Zaragoza, en colaboración con la cinemateca francesa, explica las raíces culturales, estéticas y técnicas del mago francés para demostrar que los orígenes del universo meliesiano se hallan en los propios orígenes cinematográficos.

   El visitante viaja al mundo extraño, agitado y animado de uno de los mayores creadores de la historia del cine. Y la muestra nos traslada a su mundo teatral, recogiendo decenas de documentos y objetos –copias u originales- que el cineasta utilizó durante su carrera.

    Apoyado muchas veces en la fantasía literaria, Méliès creó una narrativa y un estilo propios, origen del cine moderno. Con esta perspectiva destaca, en primer lugar, Julio Verne, cuya repercusión en toda la literatura fantástica posterior es suficientemente conocida: sus obras presentan aventuras claramente fantásticas pero basadas sobre hipótesis científicas que podrían comprobarse o, en su caso, llevarse a su aplicación. Esta característica es la que ha hecho que en muchas ocasiones, y sobre todo popularmente, se considerara a Verne como un mago que iba prediciendo el futuro. No era tal, sino únicamente un tipo que partía de unas situaciones reales a las que había llegado la ciencia, para, sobre ellas, dar libertad a su fantasía desbordada.

    Y junto a Verne, la figura de H.G. Wells, cuyos planteamientos son mucho más amplios en relación al mundo, y en su escritura, sobre todo, hay una clara preocupación social que le hace contemplar con mayor riqueza las situaciones humanas. Wells estableció las relaciones que pueden establecerse entre la sociedad terrestre y las que habitan en otros mundos. En cualquier caso, las obras del cineasta francés tienen más de mundo meramente ficticio (la visión de unas constelaciones animadas por las señoritas del teatro de Châtelet) que de relación con unas situaciones científicas que solo se plantean rudimentariamente. Méliès, al fin y al cabo, adaptó diversas novelas de estos literatos (y de otros) en las cuales, simplemente, aplicó sus criterios de fantasía y teatro de prestidigitación.

    Méliès, al mismo tiempo, fue su propio productor, director, guionista, actor -¡ese papel de Mefistófeles!- y hasta arquitecto de sus mismos decorados y estudios. Dividida en varios ámbitos, el objetivo de la exposición es que el espectador reviva la magia de este cineasta galo. En ellos se abordan las raíces de su cine, sus primeros trucajes, sus sombras chinescas, los juegos con las siluetas, la linterna mágica, las ilusiones ópticas, los discos estroboscópicos o la fantasmagoría. Entre las proyecciones que inundan la espectacular muestra se incluyen también fragmentos del largometraje dirigido en 2011 por Martin Scorsese, ‘La invención de Hugo’, que situó de nuevo en primer plano la vida y la obra del gran Méliès.

    El protagonista de este filme norteamericano es un niño huérfano muy dickensiano en el París de 1930, fascinado por los mecanismos de relojería y los autómatas, que vive furtivamente en la estación de Montparnasse y cuya agitada aventura le llevará a descubrir la verdadera identidad de un anciano vendedor de juguetes, interpretado eficazmente por Ben Kingsley. Scorsese se inspira en un relato ilustrado de Brian Selznic y traza un puente entre el insigne pionero de cine y su propia película, en un bello canto de amor al séptimo arte y a la magia, visualmente concebido como un cuento de hadas repleto de ideas, de ecos y sugerencias.

    A través de ciento cincuenta piezas y veintitrés películas, el visitante de esta exposición de Caixaforum se sumerge en bustos trucados, algunos de los dibujos que el propio Méliès hacía como guion visual de sus películas, un arlequín autómata, cajas, botellas, cubiletes, proyectores, una maqueta del estudio acristalado de Montreuil, decorados, fotografías, una capa de mago, carteles y distintos aparatos. Para Laurent Mannoni, comisario de la muestra y director científico de patrimonio y del conservatorio de técnicas de la cinemateca francesa, “la figura de Méliès fue reivindicada por los surrealistas y puede ser considerado el primer cineasta total, que incluso dibujaba todas las escenas y coloreó imagen por imagen sus películas”. Y es que el francés fusionó dos artes, la magia y el cinematógrafo, una técnica que creó escuela. De hecho, hubo un personaje similar en su época y en su arte: el turolense Segundo de Chomón.

   Hijo de unos fabricantes de calzado parisinos y el más pequeño de tres hermanos, Georges Méliès (1861-1938) había de dedicarse también al negocio, pero él quería ser pintor, pese a lo cual fue enviado a Londres para perfeccionar sus conocimientos industriales. Allí aprendió prestidigitación y magia escénica. Primero dio sesiones como aficionado y luego actuó, ya como profesional, en varias salas de espectáculos de París. Aquel hijo “descarriado” acabó por vender a sus hermanos la parte que le correspondía en el negocio paterno y compró el pequeño teatro Robert Houdini a la viuda de este famoso mago. A sus veintiocho años procedió a la reapertura del teatro, en el que montó espectáculos de magia, cuyos trucos inventaba y cuyos artilugios construía él mismo.

    En diciembre de 1895 asistió a la primera sesión de cine dada por los hermanos Lumière. Maravillado de las posibilidades que para su profesión ofrecían aquellas “fotografías animadas”, trató de comprar un aparato, pero el padre de los Lumière –que organizaba las sesiones- se negó a vendérselo. Entonces, compró en Londres un bioscopio de Paul y varias cajas de películas de Eastman, a precios fabulosos, y empezó a filmar en 1896, iniciándose con tomas de escenas naturales, al modo de los Lumière. Pero cierto día, cuando filmaba en plena calle, se le atascó la cámara. La puso de nuevo en marcha y, al revelar la película, cortó el trozo filmado con la cámara atascada. Comprobó, entonces, que un ómnibus de viajeros se convertía en una carroza fúnebre, y donde había un hombre aparecía una mujer, de acuerdo con el cambio de la circulación. Inmediatamente se dio cuenta de las posibilidades que encerraba aquel truco, llamado “paso de manivela”, base de los dibujos animados, y que consiste en detener la cámara y cambiar el objeto para logar una transformación. Había descubierto la magia del cine, que le permitía filmar, sobre todo, películas de fantasía y ficción científica.

    En su finca de Montreuil construyó el primer estudio del mundo, entre 1896 y1897, y abrió, a continuación, un comercio de películas. Filmó más de quinientos títulos, cuya proyección duraba entre uno y quince minutos. Aunque hizo de todo, desde escenas naturales a reconstrucciones de los sucesos de la época, su obra se centra en las películas de trucos, fantasía y magia. El gran éxito de ‘Viaje a la Luna’ (1902) hizo de él uno de los productores más importantes del mundo. Es el relato de un congreso de astrónomos bufonescos que ordena la construcción de un cañón en una fábrica. Unos coros de bellas señoritas desfilan ante el cañón, cuyo proyectil se clava en un ojo de la Luna. Los selenitas persiguen a los sabios en un paisaje lunar de cartón piedra, saltan y se transforman. El obús, finalmente, consigue partir y cae en el fondo del mar. Los sabios se salvan y reciben los honores de una gran fiesta…

    A lo largo de su filmografía figuran otros muchos viajes a través de lo imposible: reinos de las hadas,  enredos del diablo, túneles bajo los canales, castillos embrujados, vestidos encantados, huevos mágicos, hombres mosca, zapatillas prodigiosas, palacios de las mil y una noches, laboratorios e hipnotizadores, personas de mil cabezas o de cabezas elásticas…  O esas sirenas de ’20.000 leguas bajo el mar’, uno de los últimos éxitos resonantes de Méliès, iniciando un declive económico implacable que culminaría con ‘La conquista del Polo’, posiblemente una de sus dos o tres mejores obras. Su barroquismo fantástico e imaginativo conjugado con una ingenuidad primitiva y exótica confiere a sus obras más ambiciosas un encanto envidiable.

    ‘La conquista del Polo’, realizada en 1912, marca el desastre de Méliès, que ya estaba en manos de Pathé. El principio del fin. Es la historia de un sabio que convence a otros para que hagan, todos, un viaje al Polo en aeroplano. Se ponen en marcha y atraviesan los espacios siderales y las constelaciones, representadas por bellas mujeres o por monstruos que atacan el avión. Al llegar a las regiones polares, surge de los hielos un fantástico gigante que devora a un explorador. Atacado por los expedicionarios, el gigante se ve obligado a vomitar a su víctima. Atraídos luego por el magnetismo polar, corren nuevas aventuras hasta su retorno triunfal…

    Aun siendo el filme más conseguido (de los conservados) de Méliès, por la perfección de sus escenas espectaculares, como el desfile celeste de constelaciones o el movimiento del gigante polar, con una continuidad mayor en la sucesión de cuadros, constituyó un rotundo fracaso comercial, lo cual le obligó a deshacerse de sus últimas propiedades. En realidad, Méliès se vio superado por la producción masiva de Pathé y Gaumont y por la llegada de cineastas extraordinariamente dotados como sus compatriotas Ferdinand Zecca y Louis Feuillade, el español Segundo de Chomón (especializado asimismo en películas de trucajes) o el norteamericano David Ward Griffith.

    Pero aún siguió Mélies luchando denodadamente en el teatro hasta 1923, en que su nombre dejó de sonar por completo y todo el mundo lo suponía muerto. No obstante, en 1828, Leon Druhot, director de un diario cinematográfico, reconoció a Méliès en un anciano que vendía chucherías y baratijas en una estación de París. En 1932, el anciano matrimonio Méliès fue alojado en la casa de retiro para cineastas de Urly, perteneciente a la asociación de productores que, ironías de la vida, fundara el propio Méliès en sus días de poder y gloria.

    Méliès dio al cine su primera y auténtica dimensión artística: la fantasía. Para ella inventó sus decorados y los mil recursos de sus trucos, gracias a los cuales progresó sensiblemente la técnica cinematográfica, la narración coherente, aunque dividida aún en cuadros al modo teatral. Lo que Méliès creó propiamente fue el superteatro, mezcla de tarjeta postal, revista musical y espectáculo de magia al modo de Châtelet y de otros teatros de moda a la sazón en París. Las escenas naturales se habían agotado inmersas en su propia monotonía, y Méliês montó sobre aquel invento científico un espectáculo capaz de atraer multitudes, de convertirse en una industria, un comercio, un arte nuevo. No supo evolucionar, no comprendió que el cine tomaba otro camino, que era el de la época: el realismo. Esta fue la razón de su fracaso y oscura desaparición. Y aunque su obra se ha perdido casi por completo, lo que ha quedado de ella irradia tales gracias, invención, fragancia, humor e ingenuidad, que convierten a estas muestras parciales de una ingente obra en algo realmente imperecedero.

    No se pierdan esta maravillosa exposición, una inmersión en un pionero que convirtió las fotografías en movimiento en increíbles (e ingenuos) relatos fantásticos, con el aliciente de que George Méliès fue el mago que influyó a otro de los grandes pioneros de la historia del cine, el turolense Segundo de Chomón, quien hiciera, incluso, una nueva versión del mítico viaje meliesiano al satélite terrestre en ‘Excursión a la Luna’. Curiosamente, la mujer de Chomón, Julienne Mathieu, llegó a ocupar uno de los puestos del taller de coloreado que montó Méliès, pues trabajó para el francés durante el periodo en que el aragonés pasó en la guerra de Cuba.

    Una verdadera excursión, en fin, a los orígenes del cinematógrafo con esa reproducción de uno de los proyectores de los Lumière. O ese fenaquistiscopio. O ese kinetoscopio de Thomas Edison en el que puede verse la película de 1895 ‘La ejecución de María Estuardo, reina de Escocia’, en la que se empleó, por primera vez, el trucaje conocido como parada de cámara para mostrar la decapitación de la monarca, una técnica que sería utilizada más tarde por Méliès y el propio Chomón. Hasta el ocho de mayo, recuerden.

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