El arte de las «tapas»


Por Don Quiterio

¿Qué relación tienen los ‘noviembres’, las tapas, la fotografía, la pintura, la escultura y el latín? La respuesta es evidente: tapas sabrosonas, tapas fotografiadas, tapas pintadas, tapas esculpidas, tapas literarias. Pero vayamos por el principio.

     De un tiempo a esta parte, noviembre es el mes de las jornadas de las tapas, una invitación para que los amantes del tapeo se deleiten con exquisitas recetas elaboradas para la ocasión de una forma sencilla. A lo largo de todo el territorio aragonés, el comensal se encuentra entre el montado, la banderilla y la vuelta al ruedo tapero: en Belchite, en Calatayud, en Broto, en Valderrobres, en Biel, en Luesia, en Bagüés, en Linares de Mora, en Ayerbe, en Cerler, en Ejea de los Caballeros, en Tarazona (con las primeras jornadas gastronómicas de la zona que llevan por título “De tapeo con los Bécquer”, una forma divertida y educativa de promocionar los productos del Moncayo), en Biescas (con un ciclo galo y una variedad de tapas elaboradas principalmente con productos franceses en una nueva alternativa de ocio para habitantes de la comarca y visitantes), en Fuentes de Ebro (donde se celebran las segundas jornadas de cine y tapas y coinciden con la decimoséptima edición del festival de cine y la imagen) o, por supuesto, Zaragoza, Huesca y Teruel, con sus impulsos a la cultura de la micrococina para disfrutar de todo un mundo de placeres, tan lejanos, tan cercanos.

     Las tapas, en rigurosa definición de la academia de la lengua, es una “pequeña porción de algún alimento que sirve como acompañante a una bebida”. Tapear es una forma divertida de comer que convierte a quien participa en el intérprete de una obra de teatro. Dicen los expertos que la evolución de la tapa toma el mismo camino que la cocina de cuchillo y tenedor, y que la principal característica es que pueda comerse con las manos en uno, dos o tres bocados, a lo sumo, de manera fácil y, por supuesto, tiene que estar rica. Es una pequeña delicia en la que se cuida el sabor y no puede estar elaborada con demasiados ingredientes, ya que estos deben ser muy reconocibles. También tiene que tener una buena presentación y puesta en escena. Con las tapas, en fin, los sentidos de la vista, el olfato y, sobre todo, el gusto empiezan a despertarse.

   Para los hosteleros son momentos de usar la imaginación y vender sus productos y hacerlo de una manera atractiva para los ciudadanos, dispuestos a recuperar la forma más social de deleite gastronómico, en la que nuestros antepasados ya aliviaban las duras jornadas de trabajo con el coloquio en torno a un buen pincho y un vino o un refresco. Los clientes, en efecto, disfrutan con esta variante de la gastronomía que es el mundo de las tapas, el mundo de la micrococina, el de los artistas, siempre magos de una cultura al alcance de todos los parroquianos para deleite de paladares exigentes.

    A decir verdad, las tapas han cambiado mucho: una tapa era antes una banderilla o un montadito pequeño. Ahora se ha convertido en un pequeño plato, y para eso hay que contar con alguien experto en la cocina, y siempre innovar continuamente, hacer y pensar cosas nuevas. El concepto de la tapa ha cambiado mucho, en efecto, porque se elabora de forma más cuidada. Da la impresión de que crece en Zaragoza la filosofía de la tapa como complemento de la bebida a un precio ajustado. Son muchos los establecimientos que así lo están entendiendo. Es una manera de fidelizar a la clientela y ayudar a que el vino o la caña pasen mejor sin que el bolsillo se resienta demasiado.

    Entre bocados para saborear las tapas más exquisitas, la taberna “Entalto”, sita en la zaragozana calle Mayor, ha ido más lejos (y más cerca) y, con la delicadeza requerida, ha escuchado un diálogo entre la cocina del tapeo y las artes plásticas. Jaime Salas Pérez, cocinero del establecimiento, exalta los ciclos de cada temporada y convierte en belleza los productos más sencillos y excepcionales. Sus tapas son bocados que saben a arte, un filón que desarrolla la creatividad de la fotógrafa Marta Marco González. el pintor Alfonso Val Ortego y el escultor José Azul, los inquietos vínculos plásticos entre arte y gastronomía.

    La exposición, en efecto, se compone de una serie de fotografías de Marta Marco González y muestra la tapa correspondiente junto a una instantánea de la naturaleza o del concepto urbano que realza el producto, en una suerte de díptico artístico de recetas naturalistas que saben a tradición y estancia, a evolución e innovación. Porque la culinaria posee un lenguaje, es un modo de expresión, tan lejano y tan cercano, un desarrollo de una idea que invade la retina del espectador y termina en la boca del cliente. Y, en medio de todo, un remate colorista, sabrosón y templado, de pimiento verde frito, pequeña textura mixta palati, al más estricto regusto del paladar, con la hegemonía habitual del pintor Alfonso Val Ortego, y unos posatapas metálicos del escultor José Azul. La agudeza del fotografiar, la sutileza del esculpir y la maestría del pintar puestas al servicio de una intervención diferente y creativa, singular y adelantada.

    Chus Blasco Oliete, siempre atenta en las alegrías de su adelantado local, y Jaime Salas Pérez, el chef que estudia a fondo cada producto para elevarlo a un lugar inédito, reflexionan con las obras expuestas a pocos metros de sus fogones. El objetivo es divertir a los comensales y hacerles partícipes de una experiencia culinaria, además de buscar y preparar un surtido de tapas como una erudición gastronómica (de vegetales, de carnes, de arroces, de quesos) que inviten a pensar en el hecho artístico y conceptual, lejano y cercano, para provocar una, dos, tres sorpresas con las texturas y en la combinación de sabores, con una veintena de tapas distintas para chuparse los dedos: sandwich de Camembert con confitura de violetas, montadito de queso azul con crema de uva y ciruela, corazoncitos de queso con frutas del bosque, hojas de puerro y acelga bañadas en salsa de anacardos, bocadito de carne de potro con huevo de codorniz, taco de salmón con mantequilla de mostaza y crocant de avellanas, secreto de cerdo relleno de setas amenizadas con jamón dulce y paté ibérico, medallones de pollo con verduritas al bacon y aderezo de miel y jengibre, corazón relleno de variante de arroces con crema de avellanas y almendras, cestita de berenjena rellena de arroz al curry y soja, vasito de arroz tricolor con judías rojas y patata en puré a la salsa picante, flor de azafrán como variante de verduras escaldadas con aceite de azafrán… ¡Uhmmm!

    Una exposición verdaderamente emotiva, simpática, entrañable, que se encuentra al otro lado de la “basurilla” que tanto nos quieren vender por tantas salas y espacios pretendidamente artísticos. Hoy, la cultura en la que nos movemos es, esto es, basurilla basada en tres patas: la apariencia, la percusión y la reiteración. Se piensan, incrédulos, que la gente es tonta, así que repiten los mensajes una, dos, tres veces y con ritmo de titular, con percusión. Una frase que te machaque, que te afecte.

    Mientras tanto, los que queremos disfrutar de gastronomía, de fotografía, de pintura, de escultura, incluso del latín, hemos tenido el gusto –nunca mejor dicho- de acudir a este evento perpetrado por unos profesionales de la cocina y las artes plásticas en la taberna “Entalto”, tan lejana y tan cercana, durante todo un mes de noviembre. Vivida en su integridad, la búsqueda es iluminada por la manduca y la belleza formal, y de estas dos alas toma impulso y fuerza –sin perder jamás la justa humildad- el sentido del propio límite.

    Un límite al que uno no pierde de vista e inquiere, por tanto, que le preparen la mejor de las tapas: la banderilla de toda la vida, para recuperar este género tan ibérico y palillero, que se ha de comer en uno, dos, tres bocados (a bocado limpio es pecado), que debe poder cogerse con la mano y que tiene que ir en un palillo (de nogal, a ser posible) de menos de ocho centímetros. Abro la boca y Jaime Salas Pérez, chef del “Entalto”, me desea provecho. Siempre adelante. Tan lejos, tan cerca…

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