Por Don Quiterio
Todo empieza en 2008, cuando Manuel García Maya expone en Torreón Fortea una veintena de sus peculiares obras pictóricas. A raíz de este evento, Manuel Pérez-Lizano y Paco Rallo entienden el concepto de organizar en el mítico Bonanza una serie de exposiciones dedicadas a figuras de la cultura y el arte universal que, de una manera u otra, puedan pertenecer a los gustos personales del barman y pintor de Morata de Jalón.
Así, año tras año, siempre en diciembre, surgen los homenajes a Frank Kafka, a Friedrich Nietzsche o a Miguel Hernández, a través de unas muestras en las que participan, entre otros artistas, Abraín, Ceruelo, Arrudi, Encuentra, Bericat, Gamboa, Marco, Abanto, Díez, Lomillos, Quelle, Joven o Viejo.
Ahora le toca el turno a Pablo Ruiz Picasso (1881-1973), en el 130 aniversario de su nacimiento, y los participantes de la exposición manifiestan, en distintas técnicas, la conexión existente entre el pintor malagueño y las corrientes artísticas, sociales y políticas de la época, en una suerte de plato barroco en forma de paella. Contaba Julio Camba en “La casa de Lúculo” que explicaban unos amigos suyos a un hostelero parisino en qué consistía la verdadera paella. El hombre no comprendía tal confluencia de ingredientes y uno de ellos se ofreció para cocinar una en el “bistró” de aquel, que rechazó la posibilidad con educada firmeza: “Lo siento, no se lo permitiré a usted nunca. Pollo y anguila, almejas y cerdo… mais ça serait l’anarchie, voyons!”.
Con ingredientes mejor o peor asimilados, los diez artistas de esta exposición se limitan a enseñar una situación y es el espectador el que hace el trabajo duro de interpretarla. Interpretar a Picasso, en este caso. No es una exposición. En realidad, hay tantas exposiciones como espectadores. Cada uno de ellos fabrica la suya. Demasiado sencillo para ser verdad. Demasiado elaborado para ser un homenaje.
Para situarnos, esta exposición no es un homenaje en sentido estricto y clásico de la palabra, aunque lo parezca por fuera. Por dentro, cada uno de los cuadros es perfectamente moderno por ser consciente de su lugar en la historia del arte tan lejos de la mirada picassiana y, qué cosas, tan deudora de ella. Los autores, desde el principio, se plantean el trabajo como un juego y, para ello, tienen que redefinir o inventar unas nuevas reglas. De todas formas, no son tan ingenuos para querer inventar nada. Todo está ahí y lo único que intentan hacer es recuperar el sentido profundo de una forma artística en la que el espectador tiene que estar siempre activo sacando conclusiones de lo que ve, porque no se le dice nada. Para hacerse entender, los autores echan mano de lo que cualquier pintor que se precie tiene que tener a mano.
Ignacio Güelbenzu ejecuta una composición simbólica entre una nariz a una cara pegada o, por qué no, una taza de excusado con una agarradera de levantamiento. Pedro Perún ofrece una infografía pretendidamente surrealista y poética, conceptual y vanguardista, y de acabado espumoso, a la manera de las etiquetas de ciertos cavas gremiales. Ángel Fábrega ofrece otra infografía que, sin tapujos, rinde homenaje al artista malagueño. Paco Simón hace un trabajo de relieves, de su última tendencia, en una pintura, tan aparente como evidente, cercana a la escultura. Otro trabajo en su línea –en este caso orgánica- es el de Alejandro Molina, a la manera del “arte povera”, minimalista y discutible, siempre fiel a su ideario, como el corral de la Pacheca. Y de la Pacheca a Pacheco, Joaquín, quien recupera su primera etapa, con añadidos de sus últimas composiciones, entre el planismo y la textura. Miguel Ángel Ortiz, por su parte, ejecuta un collage en papel sepia, literario y sugerente. Otro collage –de telas, paños y fregonas- de Helena Santolaya remata la exposición junto a las obras de Manuel García Maya y Alfonso Val Ortego.
Los artistas insisten en rescatar a sus obras de cualquier interpretación nostálgica. No son unas miradas nostálgicas de aquella forma de hacer pintura. No es tanto una muestra sobre Picasso como un cuento universal sobre cómo el tiempo pasa y qué le pasa a la gente cuando el mundo cambia. El mundo siempre se transforma más rápido que las personas. Alfonso Val Ortego lo tiene claro. En su “Picassín”, el mejor cuadro de la exposición, muestra al artista malagueño en su más tierna infancia, manchándose de pintura azul su camiseta, con los dedos de su mano derecha como pinceles, mientras que con la otra mano sostiene el cubo de la discordia. La discordia del cubismo emparejada al periodo azul, en un “murillo” guiñando el ojo al discípulo encumbrado. El homenaje cobrando su sentido.
La mirada de Picassín, en efecto, actúa como eje de la muestra y nos va desvelando las propuestas, de una formalidad algo hueca, del resto de los artistas. Y son estos, precisamente, los que intentan biografiar al homenajeado, recorriendo sus pasos y etapas, a veces en un hipotético alarde de refundir o rememorar la idea de una pasado, de un tiempo ya perdido, sin establecer intuiciones más rompedoras. Así, los autores utilizan distintas técnicas como la diversidad de campos empleados por el malagueño: pintura, escultura, grabado, cerámica… Y reflejan, a través de esas técnicas y esos campos, esa sucesión de metamorfosis gráficas y plásticas decisivas en el arte moderno. Tras una primera etapa ligada al modernismo y las etapas azul (de un azul casi monocromo) y rosa (más evasivo y algo mórbido), el interés de Picasso por la plástica primitiva le abre las puertas al cubismo, cuando empieza a observar los objetos de su propio taller con nuevos ojos, de modo puramente intelectual, para pasar luego a un periodo más clasicista, cansado –acaso- de estructuras geométricas, y otra de conexiones con el surrealismo y la abstracción.
Hay un tiempo en que el único arte bueno es el arte muerto. Por aquel entonces, Dalí quiere ver reducido a escombros cualquier edificio de más de tres décadas; Tzara imagina poemas con los recortes de los periódicos, y Duchamp se “mea” literalmente en la grave institución del museo con su urinario. Acabar con lo antiguo se convierte en una necesidad tan perentoria como comer una vez al día. ¿Quién se apunta la gloria de encender la mecha? ¿Quién es el primero en hacer saltar por los aires lo viejo? Como siempre, y quizá a su pesar, Picasso. Si algo obsesiona al pintor malagueño, antes que el arte, es su propia carrera, la gloria. Picasso es un tipo tan obsesionado con ser el hombre más importante del arte moderno que nunca le importa nada que no sea él mismo. Por el camino hacia la gloria, lo deja todo, la amistad, el amor, todo… Nunca hay que perder de vista que Picasso, que a decir de muchos no es precisamente un tipo con mucho valor, es un ‘hijoputa’. Eso sí, muy grande.
Como la gran figura infantil de “Desamparados”, que una vez desprendida de su progenitora se enfrenta al mundo de la ilusión, el juego y el color, el cuadro de Val Ortego, preciso y refinado, confluye en un juego de infancias reencontradas. A medias entre la confesión, la reflexión y la inspiración poética, el autor desgrana las raíces del homenajeado y el resultado de una pasión que lo hermana con los grandes clásicos. Val Ortego frota los colores sobre las cosas y el misterio, como la luz o el rocío que se apiada de la intemperie. Como la tristeza crea vínculos, pronto se teje a su alrededor una fina malla de mirada cómplice. De nuevo, la estrategia del pintor consiste en desnudar la cotidianeidad de todas sus pulsaciones para hacerlas evidentes y profundamente extrañas. La pieza maestra de la muestra, en fin, que hace más amplio y seguro el refugio de su campo abierto y para que la emoción y el misterio, la musicalidad pictórica, tengan otras ramificaciones de amparo y libertad. Con su pintura, Val Ortego busca una estética y juega con Picasso, una idea de prudencia y virtud callada que lo reafirma en su justo sitio. Su obra toda, de una serenidad que asusta, ayudará a quienes le puedan poner un sello y una pegatina, para descubrir a uno de los grandes pintores de este tiempo.
Para Val Ortego, la soledad y la independencia son las compañeras necesarias de su apuesta por la libertad creativa, por una pintura capaz de pensarse a sí misma, sin descanso en su exigencia ni en su energía genesíaca. Esos son valores, tal vez, no sujetos a crisis del mercado. Y si el arte es comunicación, este espacio de encuentro ideado por Manuel Pérez-Lizano y Paco Rallo sirve para llegar precisamente a ella. Y nos ayuda a reconocernos, a resolvernos como entidades perdidas que se funden en lo colectivo a través de un trazo, un color o un simple garabato. Una confluencia entre la memoria, el testimonio, el compromiso y la imaginación puesta al servicio del arte vinculado a la ensoñación poética.
Y en medio de todo y de todos, sin el menor rasgo de impostura, sin juguetear frívolamente con la nostalgia, sin estomagantes moderneces, Val Ortego ejecuta una pequeña joya pictórica, un verdadero homenaje a Picasso, lleno de azul, de verde, de ocres. Y todos los visitantes con cerebro y corazón aplauden. Y salen de la sala del Bonanza con una sonrisa duradera y el alma gozosa.