Solo se vive una vez: Aute


Por Don Quiterio

    La vida también es transitoria. Lo confirma la lista de muertos en general y la de Luis Eduardo Aute en particular. “Era tan tímido”, en palabras de Juan José Millás, “que ha aprovechado este momento para marcharse con discreción”.

   El último romántico renacentista. Un artista completo, a la intemperie, del género epistolar: músico, compositor, cantautor, actor, director de cine, guionista, pintor, dibujante, escultor, fotógrafo, escritor, poeta… Un tipo inquieto con todas las experiencias estéticas. Sus pinturas y dibujos tienen tintes claramente surrealistas, a la manera de Dalí, y su obra, en conjunto, destila amor, erotismo, misticismo, crítica, desenfado, hedonismo…  Y lo hacía poco a poco, a su ritmo, disfrutando de la vida, propagándolo desde la música a las variadas disciplinas, esto es, en las que también brilló. Un tipo que ha hecho de la lentitud una elegancia compulsada. Y entre un cigarrillo y otro fue dibujando la banda sonora de un país que se inventaba cada día. Hablar, dibujar, fumar.

  Solía decir que no le gustaba demasiado cantar, que prefería escuchar sus canciones en la voz de otro. En la de Massiel, por ejemplo. Y en la de Mari Trini. Y en la de Rosa León. Y en la de Ana María Drack. Y en la de Pepa Flores. Sus letras de trovador ahora nos parecen premonitorias. Y nos sostienen. Una voz libre, culta, nunca pedante. Y sensible, sin ser azucarada. Una voz cercana, confesional, lírica. Sus canciones, influidas tempranamente por Procol Harum, Jacques Brel, Bob Dylan o Joan Baez, nos reflejan como un espejo familiar y nos reconocemos en el amor y el desamor que nos cantaba, en la protesta y la antiprotesta, en la filosofía y la poesía de un mundo hecho de paradojas. Como liturgia del desorden. Como cuerpo del delito. Como matemática del espejo. Nada hay de extraño que siempre rememorara a los ilustres aragoneses Goya y Buñuel.

  La sátira fue muy importante para Aute y donde mejor lo plasmó fue en la parte lúdica de su obra musical. El humor erótico encontraba ahí su mejor acomodo en una figura que, de entrada, parecía melancólica. No lo era. Lo que cantaba eran poemas con peso propio. Con vida propia. La poesía, afirmaba, “es la palabra que vela despierta, que mece las piedras, que debe alumbrar”. Espectador y protagonista a la vez, Aute se sintió el sexto animal, más pintor que poeta y más poeta que cantautor, pero a su pesar nos ganó con el susurro de aquellas canciones. Siempre andaba, en sus versos, la muerte susurrando. Sus canciones, de magia inesperada, forman parte del patrimonio de la canción de autor española, en la que destacó junto a Paco Ibáñez, Joaquín Sabina o Joan Manuel Serrat. Él abjuraba: “Qué me dices cantautor de las narices, que me cantas con ese aire funeral”.

  En el séptimo arte debutó en París como meritorio de dirección en el filme ‘Cleopatra’ (1963), un híbrido de superproducción entre la tragedia shakespereana y el cine espectáculo, complejo y excesivo, tan largo como el río Nilo, que Joseph Leo Mankiewicz lo coge al vuelo cuando lo abandona, hastiado, Rouben Mamulian. Le apasionaba la ‘nouvelle vague’ francesa, sobre todo el primer Godard y todo Truffaut. Los cuatrocientos golpes fílmicos de su educación sentimental. Como el James Dean que tiraba piedras a una casa blanca en una mañana al este del edén. Como director de cine realiza un episodio del filme colectivo ‘Delirios de amor’ (1986), el largo de animación ‘Un perro llamado Dolor’ (2001) y los mediometrajes también de dibujos ‘El niño y el basilisco’ (2009) y ‘Vincent y el giraluna’ (2015), obras en las que también se encarga del guion y la partitura musical.

  Compuso unas cuantas bandas sonoras para distintos cineastas. Para Jaime Chávarri en ‘Los viajes escolares’ (1973). Para Angelino Fons en ‘Emilia… parada y fonda’ y ‘Esposa y amante’, esta con fotografía del zaragozano Raúl Artigot (y ambas realizadas en 1976). Para Francesc Betriú en ‘La viuda andaluza’, también del 76, en la que el propio Aute es protagonista junto a Bárbara Rey y Paco Algora. Para Enrique Brassó en ‘In memoriam’ (1977), filme a la manera de Carlos Saura (no en balde, su autor es biógrafo del cineasta oscense), según un relato de Adolfo Bioy Casares. Para Fernando Fernán Gómez en ‘Mi hija Hildegart’, también del 77. Para José María Gutiérrez en ‘Arriba Hazaña’ (1978). Para Fernando Méndez-Leite en ‘El hombre de moda’ (1980). Y para Fausto Canel en ‘Juego de poder’ (1982).

  En ‘Días de viejo color’ (1967), el debut del bilbaíno -con diptongo- Pedro Olea en el largometraje de ficción, vemos a un Aute como cantante de terraza de costa (uno de sus temas –en francés- da título a la película), una comedia de conseguido tono agridulce, las vacaciones de semana santa de tres jóvenes amigos que van a Torremolinos a descubrir el ‘efecto suecas’, aunque sin Alfredo Landa, maldita sea, que aquí protagonizan Andrés Resino, Gonzalo Cañas y José Manuel Gorospe. También aparece en la cinta Luis García Berlanga, llamado míster Marshall, en el papel de contrabandista. Y el pintor aragonés Viola, en una escena ambientada en un apartamento donde se celebra una fiesta sicodélica, pintando una pared con una especie de abstracto en el que se vislumbran dos gallos de pelea.

  Al fin y al cabo, la guitarra o el pincel, el lápiz o el fotograma, no han sido más que meros instrumentos de los que Aute se ha servido para expresar un mismo empeño poético. Porque era siempre un poeta: cuando cantaba, cuando pintaba, cuando dirigía. Y tuvo el don de hacer de la canción un objeto de belleza trascendente, con sencillez y sensualidad. En palabras del propio autor, “el artista es, más que nada, un loco. Un loco que, quizás, tiene un nivel de lucidez mayor que el resto de personas, ya que ha encontrado la manera de exorcizar sus fantasmas a través de la creación. Creo que el artista debe ser total, como los renacentistas. Ejercer una actividad artística es ejercer la libertad, es utilizar cualquier tipo de recurso con tal de poder emocionar a la persona a la que se quiere comunicar algo”.

 La vida también es transitoria, decía al principio. Lo confirma la lista de muertos en general y la de Luis Eduardo Aute en particular. En sus versos siempre andaba la muerte susurrando. La cadena de televisión Cuatro tuvo la sensibilidad de homenajearlo emitiendo ‘Aute retratro’ (2019), un documental sobre la vida, la obra y el encanto seductor de un artista físicamente transitorio pero creativamente eterno. A continuación transcribo la reseña –sin letra cursiva, para su mejor lectura- que el arriba firmante emborronó para este ‘pollo urbano’ con ocasión de su preestreno en el teatro Principal de Zaragoza. Un documental que bien podría haberse titulado ‘Aute auténtico’.

 

‘Aute retrato’, documental de Gaizka Urresti

  “Mi nombre es John Ford y hago películas del oeste”. Así se definía uno de los grandes creadores de la historia del cine, pese a tener una filmografía inmensa en la que figuran obras maestras de todos los géneros. Quizá esa declaración la hiciera porque sus wésterns resumen toda su obra y, seguramente, todo lo que pueda ocurrir en la vida. En otro registro, el productor y director Gaizka Urresti -bilbaíno (sin diptongo) de Portugalete, afincado en Zaragoza- no iba a ser menos y manifiesta su predilección por la estela cinematográfica de las biografías, acaso para actualizar la dimensión de esos legados artísticos y emocionales.

  Hace biografías, al parecer, porque le gusta mucho la vida de las personas. Y procura buscar vidas y personas que puedan llegar a ser “ejemplificantes” (quitándole –o no- el sentido católico del término). Siempre hace biografías de gente a la que admira y el cantautor Luis Eduardo Aute es una de esas personas. Para Urresti (y Fernández de Valderrama), además, el documental permite más digresiones que la ficción, “está menos contaminado”. Y como hizo con los cineastas Segundo de Chomón y Luis Buñuel, el escritor Félix Romeo Pescador o el sacerdote y cooperativista José María Arizmendiarrieta –a la espera de José Antonio Labordeta-, Urresti, autor del guion junto a Nacho Cabana y Juan Moya (este encargado igualmente del montaje), se sumerge de lleno en la vida y obra de este juglar contemporáneo en un largometraje documental fotografiado por Pepe Añón, en el que se muestra su faceta como creador multimedia, tanto en la música (compositor e intérprete) como en la pintura, el dibujo, la poesía o el cine, “un indisciplinado de las disciplinas artísticas”.

  Aunque tal vez la letra de una de las más emotivas canciones de Aute, ‘Como una estrella fugaz’, defina con mayor rigor la idea de este documental, esforzado y bienintencionado -¡ya empezamos!-, pero rematadamente escaso e irregular, al contrario del retratado, un tipo de evidente talento y bonhomía: “Un rayo que se desplaza del odio al amor; ceniza que quedó al arder ese momento que ya se fue. Solo un recuerdo es, al fin, lo que llamamos vivir. La vida es verla pasar. Qué hermosa broma del azar, nacer de la inmensa oscuridad para, al instante, volver a la tiniebla otra vez. La vida es verla pasar…”.

  Los testimonios de Serrat, Sabina, Silvio Rodríguez, Ana Belén, Víctor Manuel, Dani Martín, Pedro Guerra, Jorge Drexler, Rozalén, Marwan, Ismael Serrano, Forges, Jaime Chávarri, Azucena Rodríguez, Miguel Munárriz, Antonio Escohotado, Luis Mendo, José Sacristán, Pastora Vega, Rosa León, Massiel o el propio Aute sirven para penetrar en su dimensión humana, ofreciendo una imagen de honestidad profesional y coherencia personal, y hacer, así, un recorrido por la luces -muchas, todos hablan bien de él- y las sombras –pocas- de su persona a través de estos amigos, colaboradores o artistas varios, desde su llegada a España (nace en Manila, cosecha del 43) hasta sus éxitos con sus temas recurrentes referidos al erotismo, el amor o el humor. Todo ello contribuye a perfilar su personalidad versátil, demostrar su impronta en la música española, ubicar el origen de sus ideas de tentación onírica, entre mística y pagana, o medir el grado de sus compromisos, con su guitarra y sus pinceles. “La libertad de crear siendo uno mismo”, como reza el póster del documental.

  También muestra al Aute más aragonés, pues tiene a Goya y a Buñuel -y a Calanda, localidad en la que una calle lleva su nombre- como dos de sus máximos referentes, como demuestra en su artesanal (y experimental) película de animación ‘Un perro llamado Dolor’ (2001), la primera de un tríptico formado por ‘El niño y el basilisco’ (2009) y ‘Vincent y el Giraluna’ (2015). Y es que, además de cantautor, poeta o pintor, el prolífico y heterodoxo Aute se ofrece como un disciplinado realizador cinematográfico, iniciándose en el filme colectivo de ficción ‘Delirios de amor’ (1986), en el que también es guionista. Son cuatro episodios independientes (los otros dirigidos por Antonio González Vigil, Cristina Andreu y Félix Rotaeta), hermanados por la temática del amor obsesivo como motor argumental y dramático. Filme que supone el debut en el campo del largometraje de sus respectivos realizadores, procedentes de otros campos artísticos, aunque de dispar vinculación respecto al medio cinematográfico.

  Tampoco hay que olvidar las bandas sonoras de Aute para el cine, incluida la película de Fernando Fernán Gómez ‘Mi hija Hildegart’ (1977), aquella historia inspirada en hechos reales ocurridos durante la segunda república y recogidos en el libro de Eduardo Guzmán ‘Aurora de sangre’, un filme sombrío y algo moralizante, rico en descripción de época, dramáticamente terso y excelentemente interpretado por Amparo Soler Leal en el papel de esa mujer ferrolana de clase media que concibe la idea de procrear un auténtico monstruo cultural con el que liberar al género femenino.

  En el documental, algo borroso en sus líneas de fuerza, se recoge el concierto de 2018 ‘¡Ánimo, animal!’, un homenaje en el que un numeroso grupo de colegas interpretaron versiones de sus temas más conocidos, y así se escuchan ‘Al alba’, ‘Pasaba por aquí’, ‘Rosas en el mar’, ‘Invisible’, ‘Las cuatro y diez’ y así. Y se plantea un relato sobre lo que significaba cantar determinadas letras con Franco a punto de morir (y también una vez muerto). Está claro que el papel jugado por la canción protesta en la agitación política de los setenta es impagable, pero en los ochenta pierde protagonismo y va diluyéndose poco a poco, como hila la vieja el copo. De este modo, el documental es un viaje por la transición política, la España del posfranquismo y las libertades. Porque nos devuelve un poco a ese tiempo pasado que no fue mejor, pero que sí creíamos, ingenuos, que auguraba tiempos mejores. Toda esa España se perdió como lágrimas en la lluvia, sin que sepamos muy bien por qué. Hay que recordar que Aute empieza a componer canciones a partir de 1966.

  Gaizca Urresti no es, desde luego, John Ford, y su ‘Aute retrato’, que así se titula la cosa (‘Aute panegírico’ le hubiese venido mejor), no pasará a los anales de los documentales biográficos. Porque le falta cine, cine, cine, cine. Más cine, por favor. Que pruebe con los wésterns…

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