Fílmicos apestados, capítulo 2


Por Don Quiterio

  Dicen que la memoria es el consuelo mundano de tanto tiempo encerrado. La memoria se transmite a través de olvidos porque el tiempo deforma los recuerdos. El confinamiento empuja a muchas personas a una total soledad y a otras tantas a una extraña soledad compartida que pone también a prueba nuestro pequeño y privado microcosmos. Hay que elegir, advertía Nietzsche: “En la soledad, el solitario se devora a sí mismo; en la muchedumbre lo devoran los muchos”.

  Si usted no ha despertado en mitad de la noche con imágenes de ‘El ángel exterminador’ (1962), ese encierro en el que la vida civilizada se desliza paulatinamente hacia el salvajismo animal, es que no soñamos igual. O, mejor, tenemos un sistema muy distinto de asociaciones entre realidad y ficción. O, simplemente, es que no nos entenderemos nunca. Solo quería decirle, desocupado lector, que tengo necesidad de libertad. Ni el mismísimo Luis Buñuel sabía por qué se inventó esa historia (con Luis Alcoriza, libérrimamente inspirados en la novela de José Bergamín ‘Los náufragos de la calle Providencia’).

  Tampoco le importaba. Quería jugar con el espectador. Con los problemas de todos esos burgueses que vuelven de la ópera a la mansión de unos condes y no pueden salir del salón (el servicio, como los animales antes de que lleguen las hormigas en ‘Cuando ruge la marabunta’, se barruntan algo raro y huyen). Por lo menos, nosotros sabemos por qué no podemos salir de casa. Si Buñuel saliera de su tumba, para leer los periódicos, se asombraría. O, directamente, lo detendrían en plena calle. Pobre. Está demostrado, en cualquier caso, que somos fruto del desorden y el azar. Heráclito contra Aristóteles. O el propio Buñuel en estado puro. Porque, como decía Borges, el azar es “un modo de causalidad cuyas leyes ignoramos”. Si un año antes, en ‘Viridiana’, el maestro de Calanda (con Julio Alejandro de Castro, libérrimamente inspirados en la novela ‘Halma’ de Benito Pérez Galdós) contaba la historia de una novicia que va a visitar a su rico tío terrateniente en vísperas de sus votos perpetuos para entrar a un convento de clausura, en ‘El ángel exterminador’ le da la vuelta a la tortilla. O acaso no tanto.

  Tras haber asistido a una representación operística, decía, un grupo de aristócratas se reúne en la mansión de uno de ellos para una cena y queda atrapado en el salón sin explicarse qué extraña fuerza lo retiene allí, sin poder salir durante varios días. Esto desencadena que choquen las distintas posturas en el interior de la casa y la cortesía inicial de los invitados se transforma en el más primitivo y brutal instinto por la supervivencia. A medida que van pasando las jornadas, el alimento y la bebida escasean, los personajes enferman y la basura se acumula. Las máscaras y los convencionalismos caen y en cada personaje afloran aspectos hasta entonces escondidos. Las buenas costumbres y la cordialidad, pues, se acaban perdiendo y los burgueses se comportan como auténticos salvajes, llegándose a acariciar la idea del homicidio. Al fin, el embrujo parece terminarse y consiguen salir, pero la situación se vuelve a repetir en el interior de una iglesia. Para dar gracias por su libertad, esto es, organizan un ‘te deum’ al final del cual se encuentran de nuevo con la imposibilidad de salir, mientras un tropel de ovejas irrumpe en el templo.

  Las convenciones burguesas son dinamitadas por Buñuel en una película terrible y asombrosa, perturbadora e inclasificable. ‘El ángel exterminador’ abraza una catarata de códigos surrealistas para elaborar un agrio análisis de la mezquindad humana, un dibujo de la atracción por lo atroz, una parábola lúcida y extenuante, rodeada de imágenes en las que laten el desasosiego y la inquietud. Al turolense, sobre todo, le interesa el desorden, el caos palpitante que sobrevuela a la realidad: “Lo que veo en esta película es un grupo de personas que no pueden hacer lo que quieren hacer: salir de una habitación”. Y remata: “Imposibilidad inexplicable de satisfacer un sencillo deseo”.

  Ese aleteo o presencia de un deseo insatisfecho –verdadero leitmotiv de la filmografía buñueliana- se entremezcla con otra intención cáustica, la demolición esperpéntica de una nefasta burguesía a la que convierte en diana de sus invectivas, alternando el subrayado grueso y la mofa más o menos soterrada. ‘El ángel exterminador’, así, contiene referencias sociales, religiosas, iconos culturales y bromas privadas en prodigiosa sucesión, por más que el aragonés dijera que no se trataba de una alegoría, sino que cabía considerar que no hay explicación alguna y que lo mejor era llevarse por automatismos personales.

  El guion está sembrado de frases que parodian el código burgués y su engreimiento caduco. Más allá  de estos hallazgos verbales, sin embargo, el filme constituye un prodigioso ejercicio de potencia visual que sumerge al espectador en una atmósfera de desconcierto, un ameno jardín donde el capricho y la digresión campan por sus fueros. Alegórico descenso a los infiernos de libre lectura, ‘El ángel exterminador’ se postula como una acotada propuesta espaciotemporal a la manera de las piezas de un acto de Ionesco o Beckett, y hasta el aparente final feliz da una vuelta de tuerca contra las instituciones. Tampoco falta un estupefaciente ‘macguffin’ en ese osezno atolondrado que algunos papanatas expertos (no hace falta irnos muy lejos) han confundido con una alegoría del bolchevismo. Un filme opresivo, sardónico, simbólico y con título en código, surrealista al fin, que engarza y enlaza con el Buñuel más vanguardista de ‘La edad de oro’ (1930) o con las escenas oníricas de ‘Los olvidados’ (1950), y precede a obras de parecido corte, como ‘El fantasma de la libertad’ (1973), ‘La Vía Láctea (1968) o ‘Simón del desierto’ (1965), con ese monje sirio –y barbudo- del siglo catorce que elige como penitencia aislarse a lo estilita en su atalaya de un metro cuadrado sobre una columna en mitad de las dunas, alimentándose de hojas de lechuga, previamente ‘subidas al cielo’ a través de cuerdas por sus fieles. 

  Intento ponerme en la piel de Luis Buñuel si le hubiera tocado vivir en este mundo trastornado por la pandemia del covid-19 (la enfermedad) y el coronavirus (el microbio que la propaga). Y lo imagino confinado en su casa de México, con sus libros, su correo, sus recuerdos, su dry-Martini, sus cosas. El calandino sabía aprovechar el tiempo. Era un animal de costumbres. Cuando quería o necesitaba confinarse era un maestro en la materia. Una vez más.

  “¿Un pequeño tiempo de una larga existencia confinados y os quejáis? ¡Yo llevo en esta tumba varias décadas y me aguanto!”, nos reprocharía, socarrón, en una de sus escapadas a la vida terrenal. Cada diez años, ya saben. Al fin y al cabo, la memoria es tan rica que puedes meter la mano en cualquiera de sus cajones y sacar un billete hacia cualquier tiempo.

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