Suso rebobina


Por José Joaquín Beeme

    Entre paseo y paseo por Villa Borghese, precedida siempre de imponente perro, Suso Cecchi d’Amico da a la nieta Margherita su única biografía consentida: Historias de cine (manejo la edición Bompiani).

    Por ellas desfilan sus amistades con Nino Rota, niño genialoide, Nannarella Magnani y sus caprichos temperamentales, la misteriosa y triste Mangano, el nerviosísimo Moravia, ese Burt Lancaster que le lleva afectuoso flores al hospital, Visconti el condotiero de raza, el creador-destructor de actores que pulverizaba los presupuestos, aquel hipnótico y autodidacta Zavattini con quien echa las primeras aguas al neorrealismo, un Mastroianni ametódico que, ayudado de su gran sentido del oído (a diferencia del preciso Gassman), ni lee el guión, Fellini gran talento pero también gran caradura cuando presume de no llevar al set más que un billetito de apuntes, todo improvisación, ese Rossellini que, aventurero y manirroto, quería largarse con su hija, o aquel exuberante pimpollo, la Loren, que descubre mientras probaba suerte en Cinecittà: niños y napolitanos traspasan la pantalla, aseguraba De Sica. Familia y amigos que acuden a sus apartamentos romanos o a la casa de Castiglioncello, en sus vacaciones livornesas; de unos y otros siente, en corriente continua, sus presencias: «todo lo que ha existido, existe», desde el marido Lele d’Amico, musicólogo antifascista iniciador del catocomunismo, hasta su padre Emilio Cecchi, crítico literario con quien empezó traduciendo del inglés y en torno al cual florecía la tertulia de los Longhi y los Brancati. Echa de menos los equipos de guionistas en los que maduró su escritura, a veces numerosísimos (Blasetti batió el récord con Fabiola: medio centenar), trasnochando a base de simpamina, personalidades opuestas que se complementan y dan lugar, tan estrechos los roces, a algún amor imposible (Flaiano). Por encima de Castellani o Zampa, de Monicelli o Antonioni, la sociedad más estable con un director la tuvo con Visconti, todo minucias y malhumor, al que acompañará hasta el ictus y sus últimas pruebas de orquesta desde la silla de ruedas. Para este oficio suyo no hay escuela posible: se construyó el arco del relato, de principio a fin, escaletando El cuarto mandamiento de Welles después de haberlo visto decenas de veces. Aunque no faltan unos consejos para jóvenes guionistas: escribe con los ojos, pues que un guionista es un cineasta, ni literato ni artista, y no desdeñes la importantísima fase previa de recogida de información (la calle, los periódicos, las novelas, las actas judiciales…); si se trata de adaptaciones (siempre, inevitablemente, riduzioni) no te empeñes en ilustrar sino en atrapar el sabor, el tono de la novela, incluso traicionándola: del capullo guionístico, decía Carrière, cogerá vuelo más tarde la rara mariposa del film.

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