ESTUDIO: Tourner en la filmo / Fernando Usón


Por Fernando Usón

La Filmoteca de Zaragoza despidió el año 2011 con un imprescindible ciclo, en parte recién llegado de Madrid y en parte completado por la propia Filmo, dedicado al gran Jacques Tourneur. Se echaron a faltar algunas películas importantes (especialmente, “Wichita”, “Al caer la noche” y “La noche del demonio”, también ausentes en el ciclo de Filmoteca Española), objeción neutralizada por la afortunada posibilidad de ver tantas grandes obras en impolutas copias en 35mm.

Aparte, advertimos de que, debido a la imposibilidad de revisarlas, no se mencionarán en este estudio las muy interesantes “Círculo de peligro” (1951), uno de los raros filmes de su autor excesivamente valorados, ni “La batalla de Maratón” (1959), uno de los muchos totalmente minusvalorados; tampoco, pero por desconocerlas, al ser de prácticamente imposible acceso, sus cuatro películas francesas, su primer largometraje americano, “They all come out” (1939), y numerosos cortometrajes y telefilmes.

 

 

JACQUES TOURNEUR.- LOS RESQUICIOS DE LA POESÍA.

 

Parte 1.

 

Sobre el francés Jacques Tourneur, hijo del también director Maurice, ha pesado y, por lo que se ve, sigue pesando un persistente equívoco. Como quiera que el cineasta fue uno de los más entusiastas cultivadores del cine de género y, además, rodó una parte de su obra, no muy amplia pero sí sustancial, en el marco de la serie B, y como quiera que la mayoría de los críticos siempre han estado más atentos al guión que a las imágenes, durante mucho tiempo se lo minusvaloró como un mero artesano. En las recientes décadas, ante lo innegable de la fuerte personalidad que destilan sus películas (sólo basta con comparar los tres títulos que rodó para Val Lewton con los demás que realizaron otros cineastas), se ha tendido a elevarlo por encima de la condición de mero artesano, pero manteniéndolo tozudamente en la categoría de cineasta menor, o cuando menos, no entre los decididamente más grandes. Pues bien, todo aquél que no sea ciego (ni sordo), y aunque sólo fuera porque a él se deben tres de las obras maestras indiscutibles de todo el cine (“La mujer pantera”, “Retorno al pasado”, y a escasa distancia, aunque rara vez reconocida como tal, “Wichita”), récord que han conseguido muy pocos, debería convenirse en que Jacques Tourneur no sólo es un autor con mayúsculas, sino uno de los mayores artistas que se ha expresado mediante las imágenes en movimiento. Pero es más, la calidad media de su filmografía es excepcional, mucho mayor que la de otros reputados autores (como los sacrosantos Ford, Welles, Ray, Renoir y Rossellini, grandes directores sin duda, pero sumamente irregulares). Quizás nunca se alcance un consenso en cuanto a que Tourneur merece figurar por derecho propio entre los diez o doce grandes, a lo sumo quince, del cinematógrafo (aunque sí resulte factible entre aquéllos a los que les gusta el cine, no por ser teatro o literatura, sino por ser cine), porque el francés es lo más ajeno que imaginar quepa a esa cualidad que el mundo ama llamada evidencia: siempre fue un cineasta reacio a levantar la voz…, e incluso raro es el personaje de sus filmes que la alza; fue tan sumamente sutil y delicado, que sus numerosos hallazgos corren el peligro de pasar desapercibidos; desdeñó la explicitud psicológica al definir a sus personajes; nunca pretendió rodar guiones de denuncia social o de temas candentes; y siempre se sintió bien a gusto con argumentos sin ambiciones aparentes, enmarcados en los géneros más convencionales, y no en los más libres (muy rara vez el melodrama; nunca la comedia, salvo, muy tardíamente, la parcela de la comedia negra).

Precisamente, si a Tourneur se le suele reivindicar, es por su importancia histórica en el cine de género, al que aportó una mirada esquinada, ambigua, a la vez que le proporcionaba algunas de sus cimas indiscutibles, especialmente en el cine fantástico, el cine negro, la aventura y (casi nunca reconocidas) el western, al que, en una época en que este género era sinónimo de discurso sobre la violencia, también dotó de una extraña apacibilidad. Pero las conquistas del cineasta van, en realidad, mucho más allá y son patrimonio del lenguaje cinematográfico universal: antes de que las miradas manieristas empezaran a descerrajar el llamado cine clásico, el director supo construir una obra basada en la incertidumbre de los hechos, en la ambigüedad de los comportamientos, en la labilidad de las sensaciones, obra que ponía en solfa la percepción de la realidad como algo objetivo. Poco sorprendente es, por tanto, que el arma favorita de su estilo sea la elipsis, ese salto temporal que convencionalmente hace avanzar la narración, pero que en el mejor Tourneur es el hueco que oculta lo sucedido, el agujero que impide avanzar con paso firme por el relato, la fisura que posibilita manifestaciones extrañas o inexplicables. Es más, en algún aspecto, Tourneur puede considerarse el predecesor de su compatriota Bresson. Por un lado, por su desdén por la psicología convencional, pues los dos son, en cierto sentido, behavioristas: rara vez se molestarán en explicar las motivaciones de sus personajes, que simplemente actúan, o más bien, parecen dejarse llevar, impotentes, por fuerzas que los superan; y de hecho, cuando hay motivaciones, nada se aclara, sino que todo resulta más confuso (véase la maraña de justificaciones de la inolvidable Kathie de “Retorno al pasado”). También, por ello, si Bresson directamente recurre a modelos, los intérpretes de Jacques siempre son extremadamente sobrios y parcos en matices, y cuando éstos abundan, un autocontrol rarísimo en el cine de la época les impide aflorar a la superficie de modo evidente; lo cual explicaría por qué el melodrama, como género puro, nunca fue terreno ideal para Tourneur. Por otro lado, la elipsis también es piedra angular del sistema cinematográfico de Bresson, y su idea de que ella es el resquicio por donde se cuela la poesía alcanza su más alta y persistente concreción precisamente en la obra de Tourneur. Baste con traer a colación cómo, en numerosos momentos de su cine, el cambio de plano, o simplemente de cuadro, o un mero indicio visual, implica la aparición o desaparición, a veces inexplicable, siempre inquietante, de tantos personajes en tantos de sus filmes, incluso en los a priori menos personales: por ejemplo, en el melodrama bélico “Días de gloria”, la entrada del soldado alemán en la guarida de los guerrilleros, o el posterior escabullirse de la niña; o también, el ahorcamiento de Mitia, dado en off mediante la nieve agolpada que cae al suelo.

Es innegable que Tourneur, como todo cineasta de valor, fue construyendo cada nuevo título sobre los anteriores; que algunos descubrimientos fueron pasando de un film al siguiente, enriqueciendo su imaginería y su universo formal; que temas y figuras se decantan y perfilan con el paso de los años. Sin embargo, el francés es caso raro entre los grandes directores, pues su mirada, aunque pueda cambiar en lo superficial (fundamentalmente, según el género), en lo sustancial permanece pasmosamente constante a lo largo de cuatro décadas de filmografía. Por ello, hay dos formas posibles de aproximarse a la excelsa obra de Tourneur: una, de manera cronológica; la otra, atendiendo a los diversos géneros que cultivó. En este artículo hemos optado por la segunda posibilidad, presentando cada género por aproximado orden cronológico de sus mejores obras en cada uno de ellos. Esta elección nos obligará en ocasiones a hacer referencia a películas cuyo estudio será posterior.

El fantástico.

Como quiera que, a falta de poder valorar su desconocida obra de los años treinta, la gran etapa del arte de Tourneur, aquélla que lo elevó entre los más grandes cineastas y que va de 1942 a 1957, se abre y se cierra con dos filmes pertenecientes al cine fantástico, es ineludible comenzar con su aportación a dicho género; en conjunto, la más distinguida de cuantas ha habido, junto a la posterior de Bergman.

Que la primera película suficientemente difundida del francoamericano, “La mujer pantera”, sea una obra maestra indiscutible, hace, lógicamente, lamentar el escaso conocimiento de su filmografía anterior. Desde luego, las anteriores “Nick Carter” y “Phantom raiders”, pese a su indudable solvencia, poco anuncian del esplendor por venir, pero hay un hueco inmenso en su filmografía anterior donde cabe esperarlo todo. Desconocemos sus cuatro películas francesas, las primeras de su obra, así como todos los documentales de una o dos bobinas que rodó, ya en América, para la Metro…; todos, menos uno. Y resulta que “El romance del radio” (1937) es una película magnífica, un film didáctico sobre la historia del elemento químico (su descubrimiento, los esfuerzos por obtenerlo), dramatizado y estructurado admirablemente, rodado con una pericia excepcional, y desbordante de imágenes impactantes. Aparte de la elegancia de sus planos, lo contundente de sus transiciones y su capacidad de sugerencia con pocos medios (como el paso del tiempo dado por la sombra de las hojas en los ventanales y, luego, por la nieve que cae tras ellos), llama la atención que Tourneur se decante por las posibilidades fantásticas del guión, haciendo hincapié en la percepción de la química como mundo inexplorado, si no directamente como magia. O quizás no sea tan sorprendente, ya que muchos de sus documentales de esa época tratan sobre fenómenos de posible explicación extrasensorial. Prueba de la potente personalidad del director es que, una vez tras otra, lleve el film al que acabará siendo su propio terreno; algo, en realidad, no tan extraño, pues Tourneur participaba de una forma u otra en la elaboración de los guiones, aunque fuera modificándolos en el plató, hecho favorecido aún más cuando los presupuestos eran modestos. Así, el brillo del material, percibido como demoníaco por un príncipe hindú, anticipa la sesión de espiritismo de “La noche del demonio”; y ese plano turbador, excepcional, de la cabeza del joven negro, como cortada, girando en el suelo, hace pensar en “Tombuctú”; o mejor, en “Yo anduve con un zombi”, de la que no desmerece para nada. Pero, es más, “El romance del radio” ya enarbola el tema fundamental de la obra tourneuriana: el descubrimiento de otra realidad, a veces sobrenatural, insondable siempre, ajena a la palpable y corriente. ¿No tenemos ya, en 1937, a un autor hecho y derecho? ¿Y a uno fuera de serie?

Es evidente que el haber rodado tantos cortometrajes, una veintena, redundaría en la proverbial concisión de nuestro hombre, el cual, despacio pero sin pausa, llegaría a narrar muchas de sus historias en apenas poco más de una hora de duración. A falta de conocer otros documentales de esa época, debemos ya llegar a su portentosa colaboración con el productor Val Lewton, que daría lugar a tres concisas y casi reconocidas obras maestras, rodadas en tan sólo dos años: “La mujer pantera” (1942), “Yo anduve con un zombi” (1943) y “El hombre leopardo” (1943); y si decimos casi reconocidas, es porque muy rara vez la última se ha considerado como tal. Del terceto, la más alabada, también las más rica y perfecta, es la mítica “La mujer pantera”; luego, aunque en ámbitos más reducidos, “Yo anduve con un zombi” ha conseguido alcanzar un prestigio similar, si bien presenta ciertas irregularidades ajenas a su director sobre las que hablaremos; finalmente, “El hombre leopardo”, pese a su extraordinaria calidad, sigue siendo la menos valorada de ellas. Las tres configuran la mejor tarjeta de presentación de su autor, pues, aparte de su calidad de vértigo, ya presentan con nitidez esos personajes atenazados por poderes que no pueden dominar y en conflicto por la confrontación entre una realidad cotidiana y un universo misterioso que la pone al borde del abismo (las maldiciones ancestrales, reales o imaginarias, el vudú, y los desequilibrios psíquicos, respectivamente). Además, las tres conforman una compacta trilogía por sus elementos comunes: por su discurso sobre los miedos profundos del ser humano; por su focalización en personajes o entornos extranjeros (en su doble sentido de forasteros y de extraños: la serbia Irena en “La mujer pantera”; las Antillas en “Yo anduve con un zombi”; un Nuevo México de fuerte sabor hispano en “El hombre leopardo”); por la pervivencia de injusticias históricas sin resolver que sugieren venganzas atávicas (la conquista y sometimiento de los serbios por los mamelucos; la esclavitud de los africanos; la aniquilación de los indios); por la importancia dada a las tradiciones, en forma de música popular (la nana que entona Irena; el calipso y los tambores; las castañuelas); por su imaginería omnipresente (la figura del rey Juan ensartando a la pantera; el mascarón de proa que representa a San Sebastián, alias T-Misery; la bola que, en precario equilibrio, rebota eternamente sobre el chorro de la fuente); por la relevancia de obsesivos sonidos en off (los rugidos del zoológico; los tambores del vudú; el repiqueteo de las castañuelas); porque, de las tres, parece desprenderse que, para que un amor mediocre viva, algo bello ha de morir. Un punzante sentimiento que tan sólo tiene parangón en algunos melodramas de Sirk.

“La mujer pantera”, pese a ser la primera de la serie, resulta no solamente la más influyente en posteriores títulos de su autor, sino también la más perfecta del trío y la más compleja a la hora de proponer diversas interpretaciones. Y juega sus bazas a fondo: ¿la serbia Irena puede ser verdaderamente víctima de maldiciones ancestrales, o quizás sea el suyo un caso psicoanálitico?; ¿estamos ante un tratado sobre el miedo o ante la crónica de una represión sexual? La exquisita sutileza de Tourneur apunta lo mismo a lo uno que a lo otro: los rugidos de la pantera a veces parecen surgir de Irena (en un par de ocasiones se oyen apenas la muchacha aparece en plano), pero también unos inquietantes acordes de la partitura se deslizan cuando la joven abre la cerradura de su casa (gesto de clara significación psicoanalítica) e invita a pasar a Oliver… También es “La mujer pantera” aquélla donde resulta más perfilado el tema de la belleza víctima de una cotidianeidad mediocre que la percibe como amenaza, tema coronado en el momento final en que Oliver y Alice, cogidos del brazo, libres por fin para retomar su relación sentimental, abandonan el cadáver de Irena yaciente en una noche neblinosa; y el travelling que también se aleja de la infortunada, unido a la bella cita de John Donne (“…y las dos partes deben morir”), convierte el final en el más punzante de las tres películas y en uno de los más emotivos de todo el cine de su autor.

Todo rebosa de sugerencias y está perfectamente imbricado en “La mujer pantera”. Nunca se asiste a la metamorfosis de Irena y la gradación es ejemplar: al principio, tan sólo se intuye su presencia felina; luego, se empieza a vislumbrar su sombra; tan sólo hacia el final del film, resulta la pantera visible, entre sombras o en penumbra. Aquí como nunca, las elipsis, la postergación, el mero cambio de plano, los movimientos residuales, son los resquicios por los que se cuela la poesía; y ejemplos no faltan en esta obra ubérrima. Resaltemos uno por figura. Elipsis: el siempre bien alabado travelling sobre el pavimento que muestra el rastro de la pantera transformándose gradualmente en huellas de zapatos de tacón. Postergación: Irena contiene sus celos, su ira, cuando Oliver le anuncia que va a abandonarla y, en el momento en que él ya se ha ido, arrastra las uñas por el respaldo del sofá rasgando la tapicería. Cambio de plano: en el acoso final en la oficina, un sencillo nuevo plano muestra inquietantemente abierta la puerta que antes estaba cerrada. Movimientos residuales: a continuación, en la misma secuencia, Oliver y Alice salen al rellano, y en el contraplano no se ve a Irena, sino la puerta del ascensor que se cierra; bajan a la planta calle y ahí siguen sin ver a Irena…, sólo que la puerta giratoria todavía está rotando.

Aparte de este tipo de figuras, características del cineasta, la obra es una muestra ejemplar de cómo utilizar cualquier recurso del cinematógrafo. Por ejemplo: los travellings que relacionan a Irena con la pantera, al inicio y al final; la inolvidable fotografía debida al gran Nicholas Musuraca, donde destacan ideas simbólicas como la jaula del pájaro proyectada sobre el biombo decorado con una pantera, o atmosféricas como los antológicos acosos de Irena-pantera a Alice, en la calle casi negra, parcheada por la luz de las farolas, y en la piscina cubierta, cuyos reflejos en las paredes y techo se confunden con la silueta del felino; la densidad que adquieren los decorados, con mención especial para la clásica escalera de la casa de Irena, que Tourneur heredó de “El cuarto mandamiento” y a la que le supo sacar (¡herejía!) aún mayor partido que Welles; el tiempo atmosférico, lluvia, nieve, niebla; el sonido, especialmente esos rugidos provenientes del zoológico que le impiden a la joven abrirle la puerta del dormitorio a su marido; los objetos, como la espada del rey Juan, el bastón del psiquiatra Dr. Judd y la llave de la jaula de la pantera, equiparados los tres en el sueño de Irena, o la estatua del dios Anubis o la bañera con base de garras que apuntan a la naturaleza escindida (humano-animal) de Irena. Y uniendo todo ello, hay una preciosa idea flotando a lo largo del film que es, sobre todo, la que le da esa atmósfera asfixiante: la de que Irena es prisionera de algo insuperable. Las rejas constituyen, de hecho, el sistema visual de “La mujer pantera”; no sólo por las jaulas del zoo, de la pajarería y la del canario, sino también porque muchas veces Irena aparece como entre barrotes: pueden ser las verjas del pasillo de acceso a las jaulas del zoo; pueden ser cortinajes y visillos, en su casa o fuera de ella; o las hojas afiladas de una planta tropical tras la que la joven se oculta; o la barandilla de su casa, o la sombra que proyecta sobre la puerta de entrada a su apartamento, en sugerente paralelismo con la jaula de la pantera; o la sombra de los travesaños de las ventanas en el rellano, o en la consulta del doctor Judd; o la persistente lluvia; o después, la nieve cayendo en la calle, o tras los ventanales del dormitorio…

“Yo anduve con un zombi” es, en cierto modo, el film más original de la trilogía. En él, so excusa de lo exótico de la localización, lo sensorial se adueña como nunca del flujo de las imágenes, y lo poético de tantos instantes alcanza cimas difíciles de igualar; especialmente, en el montaje paralelo de los rituales vudú con Jessica deambulando, y en el de Wesley transportando el cadáver de Jessica seguidos por el guardián Carrefour, anhelante con los brazos al aire. De las tres películas hermanas es ésta, además, la más ambigua, pues si la explicación extrasensorial era la vencedora de “La mujer pantera”, y la racional, al menos lo parecerá, de “El hombre leopardo”, en “Yo anduve con un zombi” la partida queda en tablas, y nada hay concluyente en un sentido o en otro. Es una lástima que a esta obra de delicadeza excepcional, la RKO la modificara desvirtuando la puesta en escena concisa y elegante de Tourneur, acercándola al modelo convencional y “troceándola” innecesariamente. Nos explicamos: Tourneur rara vez usa planos secuencia en sentido estricto, pero suele utilizar muy pocos por escena, y tan sólo pasa a planos cerrados o a la dinámica del plano-contraplano en momentos muy precisos de fuerte implicación o resonancia emocional, con un sentido indudable de la adecuación y del clímax. Pues bien, la RKO, que ya había intentado manipular “Sospecha” (1941), y ya había desvirtuado “El cuarto mandamiento” (1942), cortándola e insertando en medio de los planos secuencia (estos sí) de Welles innecesarios primeros planos filmados de nuevo (en uno de esos añadidos a Anne Baxter le cambia hasta el moldeado del pelo), sin duda debió de sentir que la puesta en escena de Tourneur resultaba demasiado distante. No cortó la película (era imposible ante semejante concisión: menos de 70 minutos), pero sí añadió planos cerrados en medio de planos más abiertos y prolongados. La diferencia con el film de Welles, que al fin y al cabo era una producción de serie A, es que en “Yo anduve con un zombi” el método elegido no fueron los retakes, sino el procedimiento más barato de la ampliación de fotogramas, que tiene la desventaja de aumentar visiblemente el grano de la película. Incluso se tuvo la indelicadeza de cortar el bello y revelador travelling final, desde el cortejo con los enamorados muertos hacia la estatua de T-Misery, para insertar un prescindible plano de la pareja sobreviviente abrazada convencionalmente; y encima mal insertado, apenas comenzado el movimiento de cámara. Y no es éste el único momento en que la delicada planificación de Tourneur queda mermada por el chapucero montaje del futuro (y mediocre) director Mark Robson. Estas manipulaciones y el mal ojo del montador no anulan, no pueden, la gran fuerza del film, pero empañan algo su singular brillo.

Los motivos para la general consideración de “El hombre leopardo” como una película bastante menos conseguida que sus compañeras suelen basarse en que, a diferencia de las otras dos, donde, partiendo de una dialéctica ambigüedad, lo fantástico parece acabar ganándole la partida a lo racional (Irena es una mujer pantera; la zombi Jessica responde a la llamada del vudú, o al menos, nada hay que lo rebata), en ésta la explicación racional aparenta proclamarse vencedora; un hecho que ha provocado que muchos críticos incluso le hayan negado al film su eminente naturaleza fantástica. A ello se debería añadir el continuo vaivén en el protagonismo, lo que impide cualquier identificación del espectador que sobrepase el cuarto de hora con ningún personaje. Sin embargo, evidentemente, ni lo uno ni lo otro son motivo suficiente para desestimar ni este ni ningún film. Vista, o mejor, mirada la película con atención, es fácil percibir que el tema auténtico de “El hombre leopardo” no se encuentra tanto enunciado en un guión de partida que, en efecto, más bien parece decantarse por el thriller, como desarrollado por la puesta en escena abiertamente fantástica de Tourneur, la cual es la que acaba de empapar al film de su sentido profundo: la alerta de que el Mal (con mayúsculas) acecha en el mundo y busca la mínima rendija para poder manifestarse. Así, según el guión, el psicópata doctor Galbraith podría ser simplemente un asesino; pero, según la puesta en escena, más bien está poseído por un miasma maligno que flota por el ambiente: ¿un espíritu demoníaco? De ahí, de hecho, el continuo relevo de protagonismo. (Por cierto, ¿copiaría la idea David Lynch para su trasnochada “Twin Peaks”?).

La clave de la interpretación sobrenatural se encuentra en las castañuelas de la bailarina Clo-Clo, que ya se exhiben en la banda sonora de los títulos de crédito y aparecen repiqueteando, insidiosas, en el primer plano de la película. Luego, en el momento clave, será un arranque de maligna soberbia, el que hará a Clo-Clo, en unos inolvidables plano y contraplano, espantar al leopardo negro haciendo sonar los fatídicos crótalos; crótalos que la bailarina continuará tocando en diversas secuencias, dentro y fuera del escenario, en el cabaret y por las calles, y que el doctor Galbraith seguirá oyendo, ya al final del film, en sus momentos de delirio. Clo-Clo, pues, libera al leopardo, y el ataque de la fiera libera los deseos reprimidos del enfermo doctor; ambos, felino y doctor, impulsados por el ritmo, frenético o incitante, de las nefastas castañuelas. Es más, las víctimas de este mal desencadenado (primero, del leopardo y, luego, del psicópata) lo son tras entrar en contacto, de una forma u otra (directamente; a través de la criada; finalmente, ella misma), con la ceniza Clo-Clo en alguno de los paseos donde luce su insolente palmito; como si el efecto de ese naipe que, vez tras otra, le presagia la muerte se lo desviara a otras. ¿Hace falta recordar que en “La mujer pantera” el leopardo era considerado, citando el Apocalipsis, emblema de malignidad? ¿O basta pensar, como afirma el mismo doctor Galbraith tomando como referencia la pelota sobre el chorro de la fuente, en que todos estamos sujetos a fuerzas que nos sobrepasan y actuamos ajenos a nuestra voluntad? “El hombre leopardo” no parece, pues, mucho menos compleja que su predecesora, y desde luego resulta, vía puesta en escena, igualmente fantástica. Aparte, rebosa de momentos extraordinarios, realzados por la magnífica fotografía tenebrosa de Robert De Grasse, de los que nos limitamos a destacar aquéllos que redundan en el otro tema fundamental de la película, especular al del mal: el miedo, el miedo atávico e irracional del ser humano, a lo desconocido y a uno mismo, ese miedo que, nunca como en Tourneur, es esa descomposición del alma que proclamaba Maupassant. Miedo manifestado de forma memorable, quizás como en ninguna otra película, en numerosos momentos: en el periplo nocturno de la joven Teresa, temerosa del leopardo (apuntemos el parentesco del aterrador ruido del tren con, en una escena similar, el sobrecogedor frenazo del autobús en “La mujer pantera”); en el encierro de Consuelo en el cementerio (insistamos en que las ramas agitadas enlazan, de nuevo, con “La mujer pantera”); en el último paseo de Clo-Clo, cargado de presagios, en medio de una calle negra y desolada, parcheada por la luz de las farolas (paseo que retrotrae al trayecto de Alice perseguida por Irena); en la soledad del doctor Galbraith, en el museo, acosado por el sonido de las castañuelas (un poco como los rugidos acorralaban a Alice, indefensa en medio de la piscina)…

Catorce años tardaría Tourneur en volver al que, quizás, fuera su género favorito; y volvería con otro film excepcional. “La noche del demonio” (1957) retoma abiertamente el tema central que en “El hombre leopardo” permanecía casi velado por el guión: la presencia insidiosa, por equívoca e innominada, del mal en el mundo; sólo que aquí el mal no se encarna en un pobre doctor loco, sino en los mismísimos demonios del Averno. El director se quejaba, con razón, de ese lucifer bestial que, contra su criterio, impusieron los productores al principio y al final del film, pues su anonadante presencia banaliza algo el resultado: no hay lugar para la ambigüedad, y el espectador no puede dudar de si los creyentes satánicos adoran una realidad o una mera invención, de si el mal es exterior al hombre o inherente a él, pues desde el principio el film muestra que el demonio existe. De hecho, con el auxilio del excelente guión de Charles Bennett y Hal E. Chester sobre un relato de Montague Rhode James, todo el resto de la película está construido por Tourneur sobre la duda; y teniendo en cuenta que, salvo las escenas manipuladas, las manifestaciones sobrenaturales siempre van ligadas a la mirada del doctor Holden, el espectador habría tenido derecho a dudar de si el protagonista, como la Irena de “La mujer pantera”, verdaderamente es víctima de una maldición o de la autosugestión, como también de si su escepticismo es real o una máscara, de si es un científico con la cabeza bien amueblada o simplemente un caso de psiquiatría, un paranoico (no por nada, algún otro personaje le deja caer que padece de manía persecutoria); una propuesta, por desgracia, desvirtuada en la versión final del film, que, insistimos, parte de la certeza absoluta en lugar de permitir que una productiva ambigüedad vaya adueñándose del metraje hasta situar al espectador en ese crepúsculo de la conciencia que menciona el antagonista Karswell. Veamos: Holden ve unas letras sobreimpresas en la tarjeta que le ha dado el también, irónicamente, doctor Karswell, pero ésas desaparecen sin dejar rastro, por lo que todo podría haber sido imaginación suya, como parece corroborar el plano subjetivo que muestra a Karswell alejándose por un pasillo, demasiado oscuro para ser adyacente a la sala de lectura de la biblioteca, deformado por un trucaje que hace oscilar la imagen; el ciclón desatado tras la fiesta infantil puede deberse al mudo sortilegio de Karswell, o puede ser un fenómeno natural, ya que al fin y al cabo el hombre tras la máscara de payaso no ha querido anticipar a Holden lo que iba a suceder (por cierto, que el final de la secuencia anticipa la interrupción de otra celebración infantil: la de “Los pájaros”); el pergamino funesto que vuela hacia la chimenea puede hacerlo por propia voluntad, o simplemente porque lo arrastran las ráfagas de viento; el espiritista puede estar realmente transportado, o por contra, ser un gran imitador de voces; Holden interrumpe la sesión, ¿porque no cree en ella, o porque empieza a creer demasiado?; el gato que ataca a Holden se transforma en leopardo, y ese algo invisible que lo persigue por el bosque hunde sus huellas en el suelo (dos momentos, por cierto, retomados de “La mujer pantera”), pero puede que todo sea fruto de la imaginación del alterado psicólogo, como él mismo reconoce en la posterior secuencia en la comisaría; el pánico que domina al catatónico Hobart puede deberse a su recuerdo de la noche del demonio, o bien ser la consecuencia del exceso de drogas suministradas por los doctores; etc. Y por cierto, que la intensidad terrorífica, fuera de lo común, de esta secuencia con Hobart, donde ninguna aparición se adivina, mucho menos se concreta, sino que simplemente se rememora, así como la sugerencia en varios momentos de que Karswell es una especie de emanación de Holden, incide en la idea fundamental de “La noche del demonio”, versión original de Tourneur: el terror no embiste desde fuera, sino que se desborda desde lo más íntimo de nuestro ser.

En fin, la puesta en escena del film lo mismo sirve a la explicación sobrenatural que a la racional. Respecto a la primera, se deben resaltar los encuadres que muestran el bosque como lugar ominoso, con esas ramas y hierbajos siempre acechando, amenazantes, por las partes altas y bajas del encuadre; pero también, como ya sucedía en “El hombre leopardo”, ahora más velada pero más consistentemente, por mejor integradas, son muy sugerentes las abundantes estatuas en la mansión de Karswell, que parecen condensar la presencia flotante de espíritus de todo tipo. Por el lado contrario, corroborando la difuminada frontera entre la impresión objetiva y la percepción subjetiva de Holden, se debe destacar ese momento en que el psicólogo vuelve a la habitación de su hotel y tiembla de inquietud ante unos siniestros pasillos donde no se concreta ninguna amenaza…, más que el susto que le da un colega al abrir una puerta; aunque, eso sí, los corredores, retratados igual que en “Martín el gaucho”, en fuga casi perpendicular e indistinguibles, proponen aquí una superior idea de laberinto metafísico. Los pasillos son, de hecho, como concreción del terror consustancial que atenaza a los personajes, el leit-motiv fundamental del film: desde el que forman los árboles por donde se aproxima la primera aparición demoníaca en forma de nube, pasando por la gran estancia de la granja de la madre de Hobart, hasta los del tren por donde huye Karswell o las propias vías del ferrocarril. Esta culminación de la idea motriz sirve, además, para enlazar con otra imagen, visual y sonora, recurrente en el cine de Tourneur, y que “La noche del demonio” perfecciona de manera tan orgánica como elegante: la del mal asociado a los coches y trenes, a los motores y traqueteos y silbatos, aquí presentes tanto en la huida inicial del profesor Harrington como en la antológica carrera final a la desesperada de Karswell. Teniendo esto en cuenta, el plano último no puede ser más desestabilizador: Holden y Joanna caminan por el andén; un tren cruza el cuadro, tocando el silbato; cuando el tren acaba de pasar, Holden y Joanna han desaparecido. ¿Se han marchado simplemente? ¿O no han podido escapar de la maldición rúnica? Un efecto tan sencillo y tan inquietante…, y cuya fuerza se ve anulada en parte porque lo oblicuo e intempestivo de esta afirmación de las potencias infernales pierde contundencia al haber asistido ya el espectador a sus manifestaciones más abracadabrantes. Ciertamente, las apariciones demoníacas no sólo están bastante datadas, sino que obran contra el discurso del propio film; pero, aún así, no impiden que “La noche del demonio” sea una película extraordinaria… y una de las más terroríficas de toda la historia del cine.

Interludio melodramático.

Tras finalizar su colaboración con el productor Lewton, Tourneur pareció ascender de categoría industrial en el seno de la RKO, y se le empezaron a confiar, si no superproducciones, al menos películas de serie A. Sin embargo, tanto “Días de gloria” como “Noche en el alma”, ambas de 1944, son decepcionantes tras las maravillas anteriores. Cierto, ni de lejos son malas películas (por ejemplo, Ford, Welles, Ray, Renoir y Rossellini, insistamos, las tienen mucho peores); en realidad son, especialmente la segunda, más que competentes, e incluso cuentan con momentos espléndidos. Sin embargo, se tiene la sensación de que, o bien el director no se encontraba muy a gusto con el material, o bien la productora, al invertir más dinero, vigilaba más estrechamente sus rodajes. En cuanto a lo primero, parece claro que el melodrama (con trasfondo bélico, el primero, y criminal, el segundo) no era el género más adecuado para el francés, más dado a la inquietud y a las ambigüedades que a la expansión afectiva típica del melo, lo que mina momentos que exigían mayor pasión (por ejemplo, el repentino enamoramiento de Allida por Huntington en “Noche en el alma” no hay quién se lo crea). Y referido a lo segundo, algunas secuencias parecen rodadas de forma excesivamente tipificada, como de manual, con distintas escalas, planos de conjunto, y planos y contraplanos a tutiplén, delegando la potestad del ensamblaje y el corte casi por entero al montador; algo que no sucede en los mejores Tourneur, donde se tiende a utilizar el menor número de planos posible y donde los cortes se encuentran plenamente justificados. Sin ir más lejos, sus dos siguientes películas, “Tierra generosa” y “Retorno al pasado”, son modélicas en esto: muchas conversaciones están incluso rodadas en un único plano, y las que están desglosadas en varios lo hacen con plena justificación. O sin abandonar el melodrama, “Easy living” (1949) hace gala de una planificación mucho más templada.

“Easy living” es, sin duda, el mejor melodrama de Tourneur, aunque ha sido, por lo general, bastante poco apreciado, probablemente por tres motivos. El primero es extracinematográfico, pues muchas veces se le ha reprochado a este magnífico film su supuesta misoginia, en gran parte debido a la demoledora visión del personaje de Liza. Es cierto que un entrenador jubilado, perteneciente al machista entorno del fútbol americano, le reprocha intentar abrirse carrera a costa de desatender a su marido; pero también es cierto que Ann, por compensar, es otra mujer trabajadora de la que el film sólo canta las virtudes: no se reprochan, pues, las ambiciones laborales de Liza, sino su egoísmo, su mal gusto y que, a falta de talento, pretenda abrirse camino depredando socialmente. Es cierto también que Liza finalmente abandona sus ínfulas de gloria para conformarse con ser ama de casa; pero también lo es que Pete, su marido, debe dejar a un lado sus ambiciones deportivas para ser auxiliar de entrenador en una universidad de segunda: y es que la película no trata sobre el papel sumiso de la mujer, ni siquiera sobre el conformismo del género humano, sino sobre la necesidad de aceptar las propias limitaciones. Finalmente y sobre todo, es cierto que el film acaba con un momento que hoy en día sería políticamente anticorrectísimo: las antológicas bofetadas de Pete a Liza, separadas por la confesión y reconocimiento público de Pete de su enfermedad; la primera torta “por lo que ha pasado”, y la segunda “por si vuelve a pasar”; sólo que, si se intercambiaran los roles y fuera la mujer la que abofeteara al marido infiel, seguramente la escena les parecería a muchos (y muchas) admirable…

Los otros dos motivos del menosprecio de “Easy living” son exclusivamente cinematográficos: tratarse de un melodrama más bien tibio, y como buen Tourneur, ser sumamente discreto, que no prudente, en sus elecciones formales. En efecto, como contradiciendo su inclusión en dicho género tan expansivo, los personajes de “Easy living” luchan por velar sus sentimientos, lo que implica que los arrebatos emocionales son prácticamente inexistentes: Pete oculta celosamente su enfermedad; Liza sonríe a todo bicho viviente por definición; y Anne dismula su corazón de oro bajo su sempiterna cara de póker. Esto hace que el film sea muy tourneuriano, algo que ciertamente también sucedía con “Noche en el alma”; pero la superioridad de “Easy living” la certifican su aplomo en la planificación y su sobresaliente inventiva visual. Señalemos solamente un plano soberbio, de ésos que se bastan por sí solos para revelar la grandeza de un director: en la fiesta, Liza, seguida por un envolvente travelling, se aproxima al millonario, sentado a la barra y de espaldas a cámara; Liza lo rodea hacia la izquierda, pero entonces el hombre, sin volverse, extiende una copa a la derecha, obligando a Liza a cambiar de lado; los dos entablan conversación. En primera instancia, está claro que la mujer busca algo del hombre (se acerca a él y lo rodea), pero que éste va a llevar la voz cantante (sin siquiera dignarse mirarla, la obliga a cambiar de sitio). Pero hay más: el hecho de que el millonario ofrezca la copa como invitación sugiere una oferta sexual, y genera una sensación indescriptible, tanto más inquietante, casi obscena, cuanto que el hombre permanece de espaldas a cámara. No será necesario ya ver ninguna escena de amor entre los dos, su adulterio será una pura elipsis: ese turbador gesto habla por secuencias completas. Tourneur redondeará esta preciosa idea ya hacia el final del film: cuando Liza decide romper con su amante, deja caer una copa al suelo, quebrándola.

El cine negro.

Tras una excursión por la Universal, donde rodó el western “Tierra generosa”, Tourneur volvió a la RKO. ¡Y qué vuelta! Su primer contacto con el cine negro, “Retorno al pasado” (1947), supuso el descubrimiento de un nuevo territorio propicio; y aun más: no solamente se trata de su gran obra maestra junto a “La mujer pantera”, sino de la mejor película del género en que se inscribe y de una de las cimas de todo el cine. Ya lo sería sólo con los méritos que le insufla Tourneur, pero cuenta, además, con una de las mejores fotografías, sino la mejor, de todo el séptimo arte, responsabilidad del gran Nicholas Musuraca, que aquí superó, y ya es decir, su trabajo para “La mujer pantera”. Si escribir de cualquier película supone un intento de domesticación imposible, una forzada reducción a palabras, a veces estéril, una frustración para transmitir las emociones o ideas que destila, más lo es cuando el objeto del análisis es una obra de prodigioso poder de sugerencia, de inagotable feracidad y de inmarchitable fascinación. Por ello, creemos en una crítica basada en lo concreto y preferimos concentrarnos, como en películas anteriores, en cuestiones estilísticas que ponen de relieve el refinado, casi secreto, método de Tourneur, y mostrar cómo la estructura de sus imágenes y sonidos genera sentido y emoción. Mencionemos:

  • · El brillante uso de la escenografía, del que destacamos el descubrimiento por Jeff de los cadáveres de Lena Eels y de Whit, ocultos tras algún mueble (la puerta, el sofá), casi como trastos viejos que alguien hubiera olvidado, lo que repercute en su hallazgo sorpresivo e inesperado y redunda en la sensación de que algo maléfico flota, o mejor, se agazapa, en el ambiente.

 

  • · La tan osada como sutil iluminación. Obviando su arrolladora potencia atmosférica o su prodigiosa gama de claroscuros, limitémonos a algunos casos que muestran su certera puntería simbólica. Por ejemplo, el protagonista, Jeff Markhand, personaje atormentado por el pasado y por su pasión por Kathie, aparece con su rostro casi siempre en sombra, o bien, esculpido por acusados contrastes. O también, las diferentes formas de iluminar e Ann y a Kathie; y eso, aunque ocupen los mismos espacios: en concreto, en los trayectos nocturnos con Jeff, la inocente, la solar Ann siempre parece despedir luz de su rostro (salvo ese momento en que la sombra de la mano de Jeff pasa sobre él, como anunciando el dolor que ha de provocarle su confesión), mientras que Kathie, la nocturna, la lunar, siempre se muestra con iluminación contrastada.

 

  • · Las fascinantes llegadas de Kathie junto a Jeff, como surgida de no se sabe dónde, casi como si de una aparición sobrenatural se tratara (¿una fuerza misteriosa, una proyección de Jeff?), siempre caminando con elegancia desde el fondo de cuadro hacia cámara: en los bares La Mar Azul y Pablo; en la playa de Acapulco; en la mansión junto al lago Tahoe, cuando llega Jeff por primera vez y cuando vuelve por última. Añadamos que, de los cinco momentos, los cuatro últimos son nocturnos y el primero, aunque diurno, transcurre en un sombrío interior. Y hagamos notar que Tourneur ya había utilizado esta figura, la de un personaje que avanza perpendicular al eje de cámara, en “Yo anduve con un zombi”, con el cantor de calipsos y con Carrefour, y que la recuperaría en “La noche del demonio”…, nada menos que para mostrar las persecuciones satánicas.

 

  • · El encomiable uso de las elipsis. Al igual que en otros Tourneur, mayores o no, muchos acontecimientos importantes son dados de esta forma; de hecho, se eluden algunos asesinatos, lo que repercute en una mayor labilidad de la trama, y por tanto, inseguridad del espectador, y aunque no haya maldiciones serbias ni sortilegios vudú, estas omisiones sugieren casi una fuerza maligna que se ciñe sobre Jeff, un hado del que le es imposible escapar. Aun con todo, tres elipsis resultan especialmente memorables. Por orden cronológico inverso, la primera: el escondite del cadáver de Whit por parte de Jeff, dado simplemente por un plano americano de Jeff y Kathie, con, entre ellos, el hueco de la alfombra donde antes yacía el cadáver; escondite al que sólo Kathie hace referencia con un escueto “Gracias” (y lo turbador del momento es que, siendo que Jeff ya se había reformado, el hecho parece apuntar a una renacida complicidad entre la pareja). Segunda: el abandono de Jeff por parte de Kathie, dado por el sonido en off del coche arrancando sobre un plano del hombre, lo mismo que después sucederá con Ann, cuando deja a Jeff en la mansión del lago Tahoe; una hermosa forma de sugerir que esta segunda historia amorosa de Jeff también toca a su fin, siendo la más radical diferencia entre ambas separaciones la nocturnidad y alevosía de Kathie frente a la franqueza y el carácter solar de Ann. Y por supuesto, la tercera: ese raro momento de pasión en la obra de su autor, la gloriosa interrupción de la escena de amor entre Jeff y Kathie por un sensual travelling que recorre el jardín bajo la tormenta; antológica metáfora sexual, a la par que escamoteadora de algún detalle importante (¿cuál?), pues cuando volvemos con la pareja, su actitud ha cambiado: Jeff cierra la puerta, Kathie quita el disco, y ambos se ponen a hablar secamente sobre sus planes de huida.

 

  • · El encomiable uso del paisaje, el cual descubrió Tourneur en los espacios abiertos de “Tierra generosa” y del que se convirtió en un maestro, con quizá la cumbre de su cine en éste, su primer film noir. Para empezar, como ya apuntó Luis Aller en un antiguo número de la revista Dirigido, las distintas parejas se asocian a distintas fuentes de agua, en proporción a la intensidad de su amor: el mar para Jeff y Kathie, el lago Tahoe para Jeff y Ann, un riachuelo para Ann y Jim. Añadamos que, ya al final del film, aparece el lago tras Jeff y Kathie, sólo que lejano e irreal, como si reavivar su amor fuera una tarea imposible, o como si ahora fuera una falsedad; impresión avivada porque los tres ejemplos anteriores están rodados en escenarios naturales, mientras que ahora el lago se muestra mediante una transparencia. Aparte, está el hecho de que la naturaleza se va agostando progresivamente, a la par que las esperanzas de Jeff. “Retorno al pasado” transcurre en invierno, pero Tourneur se las apaña para presentarnos a su protagonista en un entorno idílico: con Ann, junto al lago, donde abundan las coníferas. Sin embargo, cuando el chico sordomudo avisa a Jeff de que el matoncillo Joe lo busca, el director retrata al muchacho en un contraplano donde la parte derecha de cuadro la invade un árbol desnudo, sin hojas. A partir de aquí, la caducidad de la naturaleza irá aumentando, hasta llegar a la magistral secuencia de la despedida de Jeff y Ann, sita en un matorral de ramas secas que alcanzan hasta los hombros.

 

  • · La continua transmisión de información sobre los personajes, sus estados de ánimo, sus simpatías y afinidades, a través de sutiles detalles de caracterización, de puesta en escena, de iluminación, de planificación; y por supuesto, de las aportaciones de los actores, entre los que sobresalen unos soberbios Robert Mitchum y Jane Greer en los papeles estelares, de aspecto impertérrito e indescifrable respectivamente, y que, es imperativo decirlo, brindan dos de las interpretaciones más admirables y refinadas que ha dado el cine.

 

En cuanto a Jeff, destaquemos dos momentos en que se encuentra de espaldas a cámara y su estado de ánimo o intenciones se deducen de sutiles gestos: en el hotel de Acapulco, su inquietud ante la posibilidad de que sea Kathie quien llama a la habitación, estando él con Whit, viene dada porque entreabre la puerta con aprensión (¿será Kathie?) y, luego, decididamente (no lo es); en el apartamento de San Francisco, abrazado por Kathie, su deseo de marchar se trasluce, en un primer plano dorsal, por un tenue movimiento hacia atrás que la convincente mujer, frente a cámara, neutraliza juntando su cuerpo al de Jeff: ella se saldrá con la suya, y el momento se verá coronado por un beso, con las siluetas de ambos en negro. Son, de hecho, abundantes los momentos en que el desdichado Jeff aparece de espaldas a cámara, pero también atenazado por las sombras de Musuraca: un paso adelante, sentarse a una mesa, es suficiente para que una sombra le devore la frente, le invada el tórax o le secciona la silueta sobre la pared. Si la punzante culminación del tema de Jeff retratado de espaldas llegará, al final, cuando su cadáver caiga del coche y una linterna lo ilumine, lo cierto es que la iluminación de Musuraca no sólo había mostrado a un hombre torturado por una pasión indigna, sino que ya había profetizado su mal hado: cuando ve a Kathie por primera vez, en La Mar Azul, Jeff se levanta y, al hacerlo, la luz de la lámpara sobre la mesa le da un aspecto cadavérico.

Y en lo que a Kathie toca, se debe resaltar imperativamente la evolución de su caracterización según su decreciente poder de fascinación sobre Jeff… y sobre el espectador: al comienzo, en Acapulco, lleva el pelo suelto y vestidos vaporosos; en San Francisco, un recogido y abrigo de visón; en la secuencia última en la mansión, un tocado, como de monja, y un vestido, como de uniforme. Es más, relativo a su peinado, un detalle del infinito refinamiento tourneuriano, alucinante, increíble por su sutileza, pero que ahí está creando sensaciones casi subliminales: cuando Kathie está del lado de Jeff, lleva la raya a la derecha; cuando está junto a Whit, a la izquierda, lo que le da un aspecto menos favorecedor…; y cuando va por su cuenta, cuando se siente más libre, va con el pelo recogido, sin raya. Por lo demás, de Kathie, femme fatale por antonomasia de todo el cine, por su ambigüedad y deliberada inexpresividad, poco se puede apuntar psicológicamente con certeza absoluta, a no ser que la violencia la excita (esas sombras proyectadas sobre ella durante la pelea de Jeff con Fisher…) y que, desde luego, sólo se deja dominar si a ella le apetece, pues “no quiere guías” (y no se anda con chiquitas cuando los varones se quieren imponer). Y no se puede, porque Kathie es una máscara con cara de muñeca, un misterio, una fuerza atávica, un remolino de destrucción. Con ella no hay lugar para la inocencia ni para la esperanza.

Que Tourneur se inaugurara en el cine negro con una obra de tal envergadura ha perjudicado enormemente la valoración del resto de sus aportaciones al género, pues inmediatamente han tendido a ser calificadas de menores. Desde luego, resultaba imposible igualar “Retorno al pasado”, pero, como mínimo, hay otros dos o tres filmes noir de Tourneur extraordinarios, que bastarían para prestigiar a cualquier director (y, de hecho, esto ha sucedido, por ejemplo, con Joseph H. Lewis y John Huston, con un par de buenas películas inferiores a las de nuestro hombre).

Con “Berlín Express” (1948), Tourneur afrontó el cine de espías, género híbrido que, en el fondo, tiene más que ver con el de aventuras; sólo que el tono habitualmente sombrío y la iluminación contrastada de la que solían hacer gala estos filmes parecían trasvasarlos al cine negro. No es “Berlín Express”, film acometido con modestia, uno de los grandes Tourneur (tarea ardua), pero intermitentemente llega a parecerlo. La trama, situada al comienzo de la Guerra Fría, quizá sea demasiado concreta y carezca de la universalidad de otros títulos del director; los personajes no pasan de meros arquetipos. Pero, por fortuna, el mediano guión se ve superado por la inventiva puesta en escena, y el resultado final acaba siendo excelente, gracias a que la película rebosa de imágenes memorables (la presentación de los personajes en el tren, la desaparición del doctor Bernhardt en la estación, la sombra abatida del amigo que lo ha traicionado, toda la secuencia en las bodegas…), y también sonidos (el ruido de las monedas contra el cristal y el silbato del tren asociados al supuesto espía alemán, la tonadilla de la jarra de cerveza…), aparte de conseguir construir una atmósfera densa e inquietante, debido, de nuevo, al talento del cineasta para sacar un inusitado provecho de los decorados, artificiales y naturales (dos trenes de compartimentos y las ruinas de Frankfurt, respectivamente). Y como ratificando la politique des auteurs (según qué autores, claro), en este film pasa a primer término una de las constantes del cine de Tourneur: el ruido de motores o de los trenes, o los mismos vehículos, como elementos aterradores, como mensajeros del mal (“La mujer pantera”, “El hombre leopardo”, “Noche en el alma”, “Retorno al pasado”, “Al caer la noche”, “La noche del demonio”…).

Al contrario de lo que sucede con otros géneros, donde el cogollo suele agruparse en un escaso lapso de tiempo, en el caso del cine negro las aportaciones de nuestro cineasta están más diseminadas. La interesante “Círculo de peligro” está fechada en 1951, tres años después de “Berlín Express”; su ciclo con Barbara Stanwyck, en las temporadas de 1960 y 1961; y justo en medio, se encuentra su mejor título noir, naturalmente tras “Retorno al pasado”: “Al caer la noche” (1956). Esta excelente película hace gala de una pátina sorprendentemente moderna (pese a su banda sonora tan convencional, sin duda, junto al apagado Aldo Ray, lo peor del film): por su utilización del paisaje, desnuda y minimalista; por su directa puesta en contacto entre los personajes, sin alharacas ni excusas; por su vestuario y caracterización realistas, renunciando a todo atisbo de glamour hollywoodiense (Marie duerme sin maquillar, con pinzas en el pelo); por la austeridad en la planificación (entre muchos, merece destacarse el magnífico plano del enfrentamiento de los dos gángsteres sobre un fondo nevado); y sobre todo, por la renuncia a los fundidos encadenados, lo cual obliga a incluir los tres flash-backs por corte neto, algo inaudito para la época. Como “Retorno al pasado”, “Al caer la noche” es uno de esos escasos ejemplares del cine negro donde se conjugan las asfixiantes metrópolis con los entornos naturales; sólo que, a diferencia de su ilustre precedente, no existe un juego verdaderamente dialéctico entre los dos tipos de localizaciones, pues la naturaleza ya no es un remanso de pureza, como en “Retorno al pasado”, ni, por otro lado, un páramo de salvajismo, como en “Wichita”, sino un lugar igual de contaminado que la gran ciudad. Y es que este film se entiende mejor si se consideran algunos Tourneur de esa misma década que lo preceden. Ya no es que algunas escenas parezcan extraídas de algunos de esos westerns (James y Doc hablando junto a la hoguera; los gángsteres John y Red amenazándose mutuamente como en un duelo del oeste), sino que hay un par de cuestiones capitales en “Al caer la noche” que también subyacen en esas obras. En efecto, como en “Stranger on horseback” y en “Martín el gaucho”, en esta película donde los seres humanos, una vez más, parecen actuar movidos por una fuerza superior, la magnífica utilización del paisaje tiende a la abstracción, ofreciéndolo como un telón de fondo por donde deambulan los personajes, pero sin que explique nada de ellos, ni refleje necesariamente sus estados de ánimo. La única excepción donde el entorno adquiere estatus simbólico es la escena situada en medio de los pozos petrolíferos, cuyas bombas que oscilan sin cesar, casi siempre en la parte superior de cuadro, comunican una sorda amenaza (idea, por cierto, amortiguada en la copia en DVD comercializada, que no respeta el formato original de 1:1,33, ofreciendo un incorrecto 1:1,85). Y como sucede en “Wichita”, donde Wyatt Earp  aparece abundantes veces como por ensalmo, en “Al caer la noche”, en siniestra variante, son los dos gángsteres que persiguen a James Vanning los que surgen una y otra vez sorpresivamente. Ya su primera aparición, como al azar, es antológica: cuando James y Marie abandonan el bar, los delincuentes surgen al fondo de cuadro y salen por la puerta trasera; a la salida, de nuevo aparecen por el fondo de la calle, tras una esquina, para aproximarse a James, cual fuerza maléfica…; un poco como hacía Kathie en “Retorno al pasado”, pero sin su poder de fascinación. No es el único momento en que se manifiestan como por sortilegio: en el primer flash-back, mientras James y Doc hablan apaciblemente, el ruido del coche sin control rompe la armonía del momento, introduciendo violentamente en la secuencia a los maleantes; en el desfile de modas, aparecen y desaparecen de sus asientos cada vez que Marie desfila con un nuevo vestido; luego, siguen a la pareja fugitiva, tal y como muestra un ejemplar plano que los reencuadra desde el interior de un coche, sin dignarse a acelerar el paso; finalmente, un simple (y genial) travelling los descubre dentro de la cabaña, aguardando a James y Marie, sin siquiera preocuparse por ocultarse. La planificación y puesta en escena del cineasta sugieren, por tanto, con fuerza singular, que los dos gángsteres son una potencia maléfica cuya aparición desbarata y lleva al traste una existencia anodina y pacífica, elegida arbitrariamente (primero, la de James; luego, la de Marie). No es de extrañar que el siguiente film de Tourneur fuera “La noche del demonio”.

Continuará.

 

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