El patrullero de la Filmo: «Los sobrevalorados Leone y Cimino»


Por Don Quiterio

     Las opiniones, ya lo dijo el poeta, son como los culos. No de feos –que también-, sino de variados. El culo de Rod Steiger en “Agáchate, ¡maldito!” (la escena de la violación) es, más que feo, peludo y cochambroso, como el papel que interpreta el actor.

    Los culos de Clint Eastwood y Jeff Bridges en “Un botín de 500.000 dólares” no los llegamos a ver, porque se pasan casi toda la película pegados a los asientos de una camioneta. Estas dos películas las dirigen, respectivamente, Sergio Leone y Michael Cimino, que para muchos estudiosos y aficionados son dos grandes cineastas. Como los culos, las opiniones son variadas, y a mí siempre me han parecido dos directores sobrevalorados.

    Y de ellos la filmoteca de Zaragoza ofrece dos ciclos con los que poder repasar unas filmografías que, culos aparte, tienen ciertas conexiones. Se sabe que cada director tiene una percepción diferente de lo que es el cine y hay una cosa misteriosa que es la música, que de repente entra en las películas y le da a todo una característica especial. O sea, un misterio. Cimino, por ejemplo, confía para sus primeros filmes en Dee Barton, Stanley Nyers o David Mansfield, y Leone, por su parte, lo deja todo en manos de Ennio Morricone. En cualquiera de los casos, estas bandas sonoras resultan ruidosas. Son músicas que se oyen, que se hacen demasiado evidentes. Y no es que compongan alto para molestar, sino que apenas se esconden detrás de la narración. Así, la música de Morricone, especialmente, no se funde con la narración, y pierde el sentido de ensalzar y pautar a los filmes. De hecho, la música del italiano se escucha, pero apenas se siente. El matiz es importante. Son, en estos casos, músicas ampulosas, subrayan lo que ocurre en la pantalla, ponen la discutible sensación del reconocimiento, abusan de los lugares comunes. Por otro lado, encontramos también similitudes a la hora de encarar los proyectos, ambiciosos, y, asimismo, en los intérprestes que dan vida a los relatos (Eastwood, De Niro). Sea como fuere, las obras tanto de Leone como de Cimino ofrecen muchas lagunas: situaciones caprichosas, pretensiones históricas y sociológicas, ambigüedad ideológica y grandilocuencia formal, irregularidad en el trazado argumental… Pero vayamos por partes.

    Ayudante de dirección en filmes de diversos directores italianos, así como de varios realizadores americanos que acuden a Italia en alguna ocasión (Le Roy, Wise, Wyler, Walsh), y coguionista en “Bajo el signo de Roma” (Guido Brignone, 1958), “Le sette sfide” (Primo Zeglio, 1961) o “Rómulo y Remo” (Sergio Corbucci, 1961), Sergio Leone (Roma, 1929-1989, Roma) debuta en la dirección con dos películas “de romanos” que ofrecen cierto sentido del espectáculo: “Los últimos días de Pompeya” (1959), iniciada por Mario Bonnard sobre la popular novela de Bulwer-Lytton, y “El coloso de Rodas” (1960), con el forzudo Roy Calhoun. La industria italiana, sin embargo, busca alternativas al ya algo caduco “peplum” y se une, sin gran entusiasmo, a la cinematografía española en la producción en serie de relatos del Oeste, hasta que, en 1964, el éxito de “Por un puñado de dólares” hace que las empresas romanas controlen lo que pronto se denomina, con innegable intención peyorativa, “spaghetti-western”. Sergio Leone rueda este su primer western simplemente porque no tiene otra oferta decente y traslada al Oeste lo que en el “Yojimbo” de Kurosawa –a su vez, tomado de la novela de Dashiell Hammett “La cosecha roja”- transcurre en la época de los samuráis: un mercenario se pone a sueldo de dos familias rivales, comenzando a matar a los de un bando por indicación del contrario y viceversa. En “La muerte tenía un precio”, realizado un año más tarde, dos cazadores de recompensas se unen para capturar a una banda, y Leone tensa la cuerda de una historia donde el límite del homenaje y la parodia ya no se distingue claramente.

 

    Con “El bueno, el feo y el malo” (1966) se cierra su denominada “trilogía del dólar” y supone el tercer y último encuentro de Clint Eastwood con el director, en el papel de uno de los tres cazadores de recompensas que parten a la busca de un tesoro que han robado unos soldados durante la guerra de Secesión.

    E inicia la “trilogía del érase una vez” compuesta por “Hasta que llegó su hora” (1968), con un Henry Fonda como potente empresario que pretende extender el ferrocarril a través del Oeste; “Agáchate, ¡maldito!” (1971), una ambiciosa y muy discutible visión de la revolución mexicana; y “Érase una vez en América” (1984), una producción estadounidense con Robert de Niro en torno a una historia de gángsters bastante irrelevante que quiere ser una reflexión sobre la esencia del género, el nacimiento de la actual América y el paso del tiempo, en la típica película-río que ayuda a crear más polémica a su alrededor.

   El sentido de la crueldad en Segio Leone es muy oblicuo y cerebral, casi siempre muy apoyado en un formalismo que le quita gran parte de su verosimilitud. Esto lo apreciamos igualmente cuando Leone ejerce de productor y argumentista (y realizador de algunas secuencias, sin acreditarse) en el filme de Tonino Valerii “Mi nombre es ninguno” (1973), un western jocoso que opone a los protagonistas -Henry Fonda y Terence Hill- lo clásico con lo moderno. A fin de cuentas, la recreación europea (sobre todo, la industria italiana y la española) del mito americano produce más de quinientos títulos entre la década de 1960 y la de principios de 1970, la gran mayoría, es cierto, deleznables, pero los hay de muy aceptable nivel comercial, lo que no quiere decir, por supuesto, que presenten un gran interés. Así, en Italia “sobresalen” los nombres de Mario Caiano, Sergio Corbucci, Giorgio Simonelli, Mario Bava, Piero Pierotti, Sergio Bergonzelli, Mario Girolami, Duccio Tessari, Giorgio Ferroni, Gianfranco Parolini, Mario Maffei, Giuseppe Vari, Lucio Fulci, Carlo Lizzani, Damiano Damiani, Sergio Sollima (el mejor de todos) o Enzo Castellari. España también sigue la tendencia iniciada por Leone, a la que podríamos catalogar de “paella-western”, y en estos productos aparecen realizadores como José Luis Borau –el zaragozano, sí, y la mediocre “Brandy”-, León Klimovsky, Ricardo Blasco, José María Elorrieta, José María Zabalza, Alfonso Balcázar, Ignacio Ferré Iquino, Antonio del Amo, José Luis Madrid, José Luis Merino, Julio Buchs, Eugenio Martín o los hermanos Romero Marchent.

    Si Clint Eastwood interpreta los títulos más célebres de la filmografía de Leone, es precisamente este actor quien da la oportunidad de dirigir a Michael Cimino (Los Ángeles, 1943) el discreto policiaco “Un botín de 500.000 dólares” (1974), gracias a su colaboración en el guion de “Harry, el fuerte” (Ted Post, 1973). Coguionista también de los filmes “Naves misteriosas” (Douglas Trumbull, 1972) y “La rosa” (Mark Rydell, 1978), Cimino es un cineasta de reconocida irregularidad que se da a conocer mundialmente con “El cazador” (1978), película polémica que es tachada de fascista por varios sectores de la crítica, pero que le vale el Óscar al mejor director y mejor película, un ambiguo filme sobre la guerra de Vietnam que transita, en un principio, por terrenos bucólicos para estallar, finalmente, en una salvaje oleada de furia y violencia, de dolor y frustración.

    El fracaso económico de “La puerta del cielo” (1980) -el enfrentamiento a lo largo de los años entre un clan de ganaderos y los emigrantes europeos dedicados a la agricultura- le mantiene cinco años alejado del cine. Vuelve con ”Manhattan Sur”, un thriller tan astuto como falaz ambientado en el legendario Chinatown, con guión de Oliver Stone e interpretación de Mickey Rourke. En 1986 rueda “El siciliano”, mediocre biopic extraído de la novela homónima de Mario Puzo sobre la vida de Salvatore Giuliano, personaje que comienza como coronel a favor de los separatistas sicialianos en 1945 y emprende una lucha sin cuartel contra el gobierno. Con “37 horas desesperadas” (1990) filma un irregular “remake” del filme de William Wyler, y con “Sunchaser” (1996) una tontorrona “road movie” sobre un delincuente que padece una enfermedad terminal.

 

   Leone y Cimino. O Cimino y Leone. Dos cineastas sobrevalorados por muchos críticos y aficionados. Dos directores, a mi modo de ver, muy discutibles en todos los sentidos, del argumental al formal, del ideológico al estético. Las opiniones, ya lo dijo el poeta, son como los culos. No de feos, sino de variados.

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