Por Don Quiterio
Hacer una película es una aventura que ocupa un tiempo importante en tu vida. Y arrastra todo lo que hay alrededor. El cine es un arma muy poderosa, una ráfaga que se cuela en el alma y en la razón, que modifica, aplaca, subraya, informa, emociona, divierte o mata.
Nos ayuda a entender quiénes somos y, a veces, quiénes fuimos, y susurra al oído los secretos más íntimos. Secretos de seres humanos que cuentan historias a otros seres humanos que necesitan entender. Y hay quien tiene capacidad de percibir y transmitir. De desentrañar. Esto es lo que hace Fernando Usón en el cortometraje en 35 milímetros “La reverberación” (2012), estrenado en la filmoteca de Zaragoza.
Profesor de Matemáticas y escritor, director y productor cinematográfico, Fernando Usón (Zaragoza, 1963) centra la historia de su decimotercer trabajo en el pueblo viejo de Belchite, ese punto estratégico destruido durante la guerra civil española, en la figura de un fotógrafo interpretado por Pedro Rebollo, que está obsesionado por ese lugar al que vuelve una y otra vez en busca de inspiración, y conoce a una misteriosa mujer (Gema Cruz) que aparece entre las ruinas. Egocéntrico y solitario, el protagonista se enfrenta a un personaje ambiguo del que no se sabe si es real, un fantasma o una proyección suya. De hecho, el juego de la ambigüedad, de la incertidumbre, es una constante en la carrera del realizador aragonés y deja al espectador la mirada abierta para que saque sus propias conclusiones.
El protagonista, en efecto, tiene miedos e incertidumbres, y quiere vencerlos. Y Usón parece decir que son sentimientos que raramente nos abandonan, que han estimulado la supervivencia humana desde la noche de los tiempos, que tienen tantas concomitancias con la angustia que significa incosncientemente la compenetración de estas experiencias, incluso si los casos límite permiten diferenciarlas con nitidez. A partir justamente de ese paralelismo entre miedo y angustia, Usón se pregunta sobre las causas de determinadas reacciones.
Al protagonista, la incertidumbre le paraliza e incita, le infunde temor y esperanza, le emociona y amenaza, le acarrea desolación y goce. Allí donde empiezan (o terminan) las ruinas de un pueblo, cuando no sabe dónde le conduce el segundo paso, cuando no existe referente alguno en el que apoyarse, ese no saber qué puede suceder, le generan al fotógrafo esa sensación de inseguridad persistente, una vez que deja su piso enfrascado en su trabajo sobre Belchite e interrumpido por las llamadas telefónicas de dos amigas. El protagonista es un ser narcisista, sin certezas, por más que su vida, en una aparente quietud rutinaria, se conforma de pequeñas certidumbres. Se traslada a Belchite y tiene un extraño encuentro con una enigmática mujer, acostumbrado a conocimientos y lugares habituales que le otorgan la seguridad de reconocerse en lo habitualmente conocido. Desconcertado por el encuentro inesperado, real o ficticio, Óscar –que así se llama el fotógrafo- vuelve a casa, ya de noche, solo, y recapacita. O eso cree.
La ruptura de códigos y referentes conocidos le traen la incertidumbre, el cambio sin rumbo, con un efecto perturbador, y un ansia generalizada. Se sume en el desasosiego, y las creencias y valores que le han protegido desaparecen. La duda se ha asentado en él, la inseguridad, que le impide reconocer y aceptar la presencia de lo imprevisible. Siempre se halla deseando y, al mismo tiempo, temiendo algo. Su desintegración se convierte en un deseo de dominio de lo imposible. Óscar, al parecer, no se identifica con lo externo y fabrica una ficción donde cree ahogar sus preocupaciones, tomarse un respiro, aliviar la angustia siempre latente, descargar la pesada carga del no saber ante el siempre incierto movimiento de la vida. Su incertidumbre le provoca intriga, recelo, una cierta desconfianza. Y le hace sentirse inquieto, indefenso, vulnerable. Desbarata, así, la viveza del presente y le sitúa en el tránsito del deseo no cumplido y, ay, el temor difuso. Es un movimiento, un vaivén, un trance, la antesala de lo nuevo, pero no es lo nuevo. Son, en fin, las ruinas del pueblo viejo de Belchite.
Con un lenguaje fílmico austero, penetrante, mucho más depurado que en sus anteriores trabajos (“Cara y cruz”, “Reencuentros”, “Eva/Sonia”, “Caridad”, “La chica de la cárcel”, “Las máscaras”, “La espera”, “Nocturno”, “Yo y ella”, “Mal agüero”, “Última función”), Fernando Usón intenta transmitir en “La reverberación” la poesía desnuda y desolada en los parámetros del pueblo viejo de Belchite, ese lugar arrasado y destruido durante las estrategias de la guerra civil española. Un cortometraje, al cabo, cuya atracción es el uso de una metáfora del tiempo, que marca el pulso de lo que transcurre, y se va haciendo memoria, de sensaciones y lugares, de inquietudes y demoras.