Los guapos / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano  

   Ser guapo no es normal. Ser guapo es, casi, una mutación genética. La belleza no es lo mismo.

    Solo hace falta abrir la ventana y mirar al cielo. O leer, por qué no, a Anton Chéjov. Pero ser guapo, maldita sea, es otra cosa. Dicen que los únicos pueblos guapos de verdad son los holandeses y los massai. También son los únicos que digieren la leche sin problema: algo hay en su metabolismo. Hay gente atractiva, resultona, apuesta, pero es difícil encontrar a los guapos. Porque la guapura tiene algo de diabólico. El diablo, si existe, es guapo. A dios, si existe, no le hace falta serlo. Que se mueran los feos.

   Mi abuela decía que el actor más guapo de todos los tiempos fue Delán Delón, que así llamaba (y pronunciaba) al parisino Alain Delon. Y aunque su vida privada fuera un desastre y sus opiniones políticas más que deplorables, para mi abuela era el más guapo. Pero también advertía que “ser guapo no dura: el tiempo es su asesino”. Pasé todos los fines de semana de la infancia con mi abuela, pues era su nieto preferido, “el más guapo”, y prácticamente todos los sábados y domingos íbamos al cine (y al teatro). Me dejaba elegir la película, pero si ponían una de Alain Delon no había discusión. Dicho y hecho. Mi primer recuerdo del actor francés -también productor y director- fueron relatos de aventuras, como ‘El tulipán negro’, sobre el original de Dumas padre, o ‘El Zorro’, que me fascinaron de pequeño, dos películas de capa y espada que acusan, en realidad, una gran dispersión conceptual, tan aparatosas e infantilonas como entretenidas, con un dinámico Alain Delon que da su punto de raro humor entre la interpretación amanerada y torera.

  Con mi abuela, que encontró el secreto de la belleza inmarchitable al abrazar una hermosa causa que no puede marchitar el tiempo, descubrí el cine y Zaragoza. De niño es cuando se comienza a saber qué significa construir algo por el solo placer de construirlo. Así es cómo he ido construyendo la ciudad que me vio nacer, tan guapa e inmortal como puta, por decirlo con Julio José Ordovás. Decía mi abuela que los guapos no nos mienten ni engañan como los feos. Lo suyo es otra cosa. Es fantasía, emancipación de su hermosura y es solo que la verdad les parece poca cosa si no se adorna. Al fin y al cabo, la belleza es una historia solitaria contra el tiempo, un drama interior que hoy se representa con la ayuda precaria de un apuntador llamado cirujano plástico.

   Me aprendí Zaragoza, precisamente, por sus salas: la margen izquierda del Ebro -entonces cuatro casas- gracias al cine Norte; el barrio Delicias gracias a las dos salas del cine Madrid; el barrio Oliver por el cine Oliver; el de Torrero por el cine Torrero; el barrio Venecia por el Venecia; la avenida San José por los cines Dux y Rialto; la calle Miguel Servet por el Roxy; la zona de León XIII por el París y el guadianesco Palacio; la Gran Vía por el Gran Vía; los alrededores del parque Roma por el cine Salamanca; el paseo Sagasta por los cines Mola y Elíseos; el paseo Independencia y adyacentes por los Dorado, Palafox, Avenida, Actualidades, Coliseo, Argensola, Rex, Goya y Fleta; el casco antiguo por los Pax, Fuenclara, Coso y Latino; la avenida Generalísimo Franco –hoy Conde Aranda- por el cine Victoria, al que íbamos a las sesiones matinales para disfrutar de ‘godzillas’, ‘tarzanes’, wésterns y comedias de teléfonos blancos o así…

   La información de todos esos cines venía dada en la sección Cartelera, un rectángulo en vertical con la programación de los teatros y cines de estreno, de reestreno o de arte y ensayo, dentro de las páginas ‘Pantallas y Escenarios’ de ‘Heraldo de Aragón’, el periódico de esta tierra nuestra que compraba todos los días del mundo mi abuela, el heraldo verdadero que dirigía Antonio Bruned Mompeón. Por allí desfilaban las firmas de Joaquín Aranda –el mejor-, Luis Horno Liria, Juan Domínguez Lasierra, Alfonso Zapater, Ricardo Vázquez-Prada, Ángel Azpeitia, Doñate, Plácido, Alarico, los Pérez Gallego… El arriba firmante, entonces, era un monaguillo y devoraba todos los textos del diario, acaso con el que aprendió a leer. Pero si tocaba Alain Delon, tocaba.

   Un actor, en esencia, de vida novelesca, mezcla de belleza incandescente y frialdad quebradiza, que mostró registros muy variados -desde los melodramas intensos o simplemente románticos hasta los policiacos, pasando por la comedia, el wéstern, el thriller de acción, el cine de aventuras, el bélico o el histórico- bajo las órdenes de directores como Visconti, Antonioni, Losey, Godard, Zurlini, Alain Cavalier, Henri Verneuil, Christian-Jaque, Duccio Tessari, Bertrand Blier, Patrice Leconte, Jacques Deray,  Jose Giovanni o Jean-Pierre Melville, en una combinación del cine más popular con el de autor o de alto riesgo. Un actor que también se subió a los escenarios para interpretar a los clásicos del teatro francés o al Chéjov de ‘La gaviota’ y ‘Tio Vania’.

   Una de las cimas del actor fue el Ripley de la gran novela de Patricia Highsmith en la película no menos grande de René Clément ‘A pleno sol’, un diablo de aspecto angelical, sexualmente ambiguo, en un papel simplemente antológico. Pero con quien se entendió a las mil maravillas el actor fue con el gran Melville, que lo dirigió por primera vez en ‘El silencio de un hombre’, donde sienta las bases de una estilizada composición gestual, gélida y distanciada, probablemente el papel de su vida: un asesino a sueldo de sangre fría, alérgico a abrir la boca y que viste la gabardina como nadie en una pantalla desde Bogart. Delon se movió como pez en el agua en el cine negro francés, el ‘polar’, con esos personajes fríos, lacónicos, cuya mirada felina desintegra al eventual enemigo.

   Y Melville, el más americano de los cineastas franceses, el inventor de una mutación netamente francesa del ‘film noir’ americano, fue quien mejor partido sacó a Delon. En su cine, lo artificial y artificioso se funde con el realismo descarnado, dando por resultado un romanticismo trágico, aséptico, pero siempre cargado de emoción. El mundo del mejor y más sofisticado ‘polar’, llevado hasta sus últimas consecuencias éticas y estéticas. Historias fatalistas que marcaron un estilo esteticista y cerebral. Golpes perfectos que siempre salen mal. Personajes crepusculares, predestinados al fracaso por el azar. Pero también por su propio carácter de perdedores, que siguen fielmente su ética personal en un mundo donde ya no hay honor entre ladrones. Personajes de hierática mirada, sin rumbo, traicionados, perdidos, enamorados, esperando casi con impaciencia los disparos que pongan fin a su vida. Personajes esenciales, silenciosos, definidos por el gesto ritual de ajustarse el borsalino, levantar las solapas de su gabardina o encender un cigarrillo.

   Enamorado del cine y la cultura estadounidense, el maestro Melville adopta y adapta la esencia del ‘film noir’, el cine de gánsteres y la tradición ‘hard boiled’ americana a una revisión moderna del malditismo decadente y el realismo naturalista francés. Sus antihéroes, surgidos de las páginas de escritores como Le Breton, Simenon o Giovanni, se convierten frente a su exigente cámara en elegantes ‘poseurs’, inspirados por experiencias auténticas en el mundo de la mafia y el hampa franceses, de París a Marsella. Dandis enfrentados a la vulgaridad del crimen organizado y la burocracia policial caminan incansables por las calles de la ciudad bajo la lluvia, solitarios, en unos relatos esquizofrénicos, puntillosos, acaso amanerados. Filmes minimalistas, de construcción milimétrica, que llevan las constantes del género hasta la abstracción. Historias trágicas, cuyo severo desarrollo formal es reflejo de su esencia arquetípica. Espacios urbanos desolados, casi desértidos. Un cine ascético, esculpido en imágenes herméticas, cuyos fantasmas siguen persiguiéndonos.

   Delon fue el protagonista de los últimos trabajos melvillianos, con ‘Le samouraï’ (título original de ‘El silencio de un hombre’, en absoluto un capricho), ‘Círculo rojo’ y ‘Crónica negra’, pero su muerte repentina en 1973, nada más acabar su último filme, nos dejó con las ganas. Y con las del actor, que ya no volvería a sus mejores versiones. Es ‘Le samouraï’ una magnífico filme, el más genuino ejemplar de cine negro europeo de todos los tiempos, el descenso a los infiernos de un pistolero frío y taciturno (un Delon extraordinario, de una elegancia innata, cuyo rostro duro trasluce tanta tragedia como serenidad), en liza a la vez con las autoridades y con los mafiosos que lo han traicionado.

   Melville, en efecto, ejecuta un enorme polar sin apenas diálogos y con una acción desarrollada en apenas un día, en torno a este asesino gélido que comete un desliz en uno de sus trabajos y se ve solo, acosado, sometido a su destino. Una obra maestra, atmosférica (soberbia fotografía de Henri Decae), seca e inflexible, directa y meticulosa de imagen, que bebe en las esencias de la tipología del género (la indumentaria del héroe, su gesto lacónico, la falta de sentimentalidad…) en su vertiente más nihilista y que ha acabado sembrando un enormísimo campo de influencias y plagios (Walter Hill, Takeshi Kitano, John Woo, Jim Jarmusch y su fascinante ‘Ghost dog’). Un espectáculo de belleza infinita, atemporal y profunda.

   Esta obra enorme, nada menos que una historia convencional de thriller enfocada como si de una tragedia griega se tratase, era la película favorita de mi abuela. Una mujer guapa de Zaragoza que no creía en dios, pero era devota de la virgen del Pilar. Al guapo Delon le pasaba tres cuartos de lo mismo: tampoco creía en dios, pero la virgen, la suya, ni se tocaba. Acaso por eso, acaso por otras causas, el actor confesó en una ocasión que fue más amado de lo que él amó. Y que las mujeres se lo enseñaron todo. Y que fueron ellas quienes le empujaron a hacer cine. Lo expresó Chéjov de otro modo: “Porque en el amor, maldita sea, aquél que más ama es el más débil”. Que se mueran los feos.

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