Gervasio / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

    Son tiempos extraños, donde las modas apenas duran un instante y no se distingue, maldita sea, la buena repostería del puro pasteleo.

     La línea que separa la lealtad de la sumisión es, muchas veces, tan imperceptible que da asco. Debe ser la emoción la que mueve el tiovivo de la feria de la nostalgia en la que ya no se sabe si a uno le toca el papel de la bruja del tren o la del hombre sin cabeza. Esto también lo tiene muy claro el fotoperiodista Gervasio Sánchez. La vida, como la naturaleza misma, es engañosa. Ya advirtió el gran Auden que los hombres, como las películas o los libros, pueden ser injustamente olvidados, pero ninguno injustamente recordado.

   ¿Qué ha sido del periodismo, el antaño cuarto poder, para que hoy se encuentre más pendiente de entretener que de formar (e informar) al receptor? ¿Por qué un tema es noticia? ¿Quién decide que lo es? ¿Cómo calibrar la dimensión de las informaciones? ¿Cuáles van a ser sus consecuencias? ¿Deben dejarse avasallar por el morbo que suscitan? Ya no hay riesgo en la profesión y los periodistas y los escritores y los agentes culturales retornan a sus hábitos más acomodaticios, a la irrelevancia de las vanidades personales. El oficio del periodismo está por los suelos. Los medios de comunicación deberían organizarse en comités de redacción y de empresa, no solo preocupados por los salarios, sino también por los deberes a cumplir diariamente. Si es cierto que quien paga manda, existe el riesgo de dar margaritas a los cerdos.

   Muy crítico con la actual situación del periodismo, Gervasio Sánchez no se casa con nadie. Tonterías, las justas. Para él, el oficio tiene una responsabilidad pero palidece, su mediocridad se revela de forma instantánea al no atreverse a poner a los políticos contra las cuerdas, enfrentándolos a sus propias declaraciones. El ejemplo del periodismo español, muchas veces, es fuente inagotable para conocer cómo no se debe hacer periodismo. Nacido en Córdoba pero aragonés de adopción, Gervasio Sánchez lleva media vida retratando las guerras, pero también, y esa es su virtud, las posguerras. Lo que ocurre después es tan grave como lo que ocurre durante la guerra, pero los conflictos desaparecen cuando dejan de ser mediáticos. Y de esta forma de ver el mundo, Gervasio es muy severo con el papel de los medios de comunicación, más preocupados por el análisis económico que por invertir en periodismo, pese a tener ahora la mejor generación de periodistas españoles en conflictos.

   Como reportero crítico, es evidente el pesimismo de Gervasio frente a la situación de la profesión en nuestro país, porque no está controlado el poder y considera “vergonzosas” las amistades que, día a día, traban entre los directivos de los medios de comunicación con los poderes fácticos, económicos y jurídicos. “Si con veinte años”, reflexiona amargamente, “aceptas la censura, las entrevistas pactadas, no habrá nunca ninguna razón que te permita decir que no a este tipo de cosas. Si yo hubiera trabajado en prensa local, me habrían cortado la cabeza hace mucho tiempo. Una cosa es decir que el presidente de Irak o de Irán es un corrupto, y otra ponerte a decir que el presidente del Santander o del BBVA lo son, a ver quién se atreve a publicarlo. La culpa la tienen una serie de sinvergüenzas que están en los puestos claves y que se dedican a destruir la esencia del periodismo. No se puede ir con un discurso pacifista y, al mismo tiempo, vender más armas que nadie. ¿Para qué sirve nuestro trabajo, de todos modos, si somos incapaces de parar unas guerras que si acaban es por puro cansancio?”.

   Ejercer el verdadero periodismo, que devasta el alma de tantas formas y conlleva una responsabilidad moral, permite gozar con una ventaja que no suele ser mencionada y que consiste en colocarse en primera fila de la Historia, no como partícipe sino como público privilegiado. El periodismo permite tener muchas vidas y viajar entre realidades. Y comienza cuando uno se da cuenta de que la objetividad no es neutralidad. El periodismo desempeña un papel fundamental como freno. El silencio no es una opción. Ese es su prestigio y credibilidad. Sobre todo en estos convulsos tiempos en que las formas ya no importan, los principios ya no importan, la ley ya no importa. Lo que importa es el poder.

   Gervasio ha presenciado los conflictos más sangrientos de los últimos tiempos y se detiene en contar la historia de las víctimas, capaz de establecer un vínculo personal más allá del final de la guerra. Contar estas historias que acaban abriendo ventanas a la esperanza es precisamente lo que más interesa a este corresponsal de guerra, un personaje incansable, alejado del protagonismo, que huye de la idea de periodista comprometido porque lo suyo es una obligación, siempre vigilante del poder y de los que beben de él.

   Donde más se reconoce su figura es en las víctimas que él retrata. Las que ha buscado en todos los lugares donde ha cubierto una guerra (los Balcanes, Sierra Leona, Mozambique, Afganistán, Irak, Bosnia, Israel, Colombia, Ucrania, Palestina) para ponerles nombre y apellidos. Y darles voz. Y seguir documentando sus vidas a través del tiempo. Unas vidas minadas. Todos unidos en la desgracia de las minas, esos “soldados ocultos que ni beben ni comen y que siempre están esperando su siguiente víctima”. Personas, en fin, que quedan tullidas para siempre. Personajes incorruptibles que luchan de una manera íntegra contra la violencia que han sufrido.

   Lugares en los que es necesario estar para contar lo que está ocurriendo. Lugares sin electricidad, ni alcantarillas, ni esperanza. Lugares en los que se escucha el runrún de los generadores, única fuente de luz. Lugares que huelen a miedo y polvo. Lugares en los que decenas de camiones cisterna acarrean agua potable hasta los puntos de reparto. Lugares en los que no hay trabajo, solo soldados y guerra. Lugares en los que sus mercados venden los restos del hundimiento: pobreza y piezas de segunda mano. Lugares en los que sus millones de habitantes se hallan en riesgo de sufrir una hambruna. Lugares de odio y memoria de odio en los que las etnias se matan entre sí. Decenas y decenas de matanzas, de mujeres y niños asesinados no se sabe muy bien por qué. De civiles asesinados no se sabe muy bien por qué.

   Lugares llenos de campamentos, de soldados muertos en las batallas, de desplazados que huyen a no se sabe dónde, de gente que lo ha perdido todo: casa, cabras, ollas… De gente sin dinero ni fuerzas para construirse un chamizo. Gente sin saber qué hacer, escondida, donde la paciencia se torna impaciencia. Hombres que se echan barro en la cara y en el cuerpo para espantar las moscas. Mercenarios cuyo sueldo es el saqueo. Con la violación de la mujer se humilla a la familia, al clan. Con su muerte se impide el pastoreo, el cultivo. Es la lucha del poder. Es la historia del hombre. La muerte y el hambre. Y el primer mundo a lo suyo, maldita sea, acostumbrado a mirar hacia otro lado.

Artículos relacionados :