Por Fernando Sancho
Director de http://la8zaragoza.tv/
Un ruido metálico sonó en el rellano. Me levanté alarmado y acerqué el ojo derecho a la mirilla. La silla de la ambulancia había golpeado la puerta metálica que da acceso a los pisos.
Erá las 01.30 y estaba enganchado a una serie de Netflix. La imagen me llevó a otra serie, pero de HBO, «Chernobyl». Dos sanitarios envueltos en telas y plásticos varios, con batas azules, bolsas en los pies, las cabezas forradas y rematadas por unas viseras de pvc, caminaban hacia la puerta del vecino. Salió Ignacio, con una mascarilla cubriéndole nariz y boca. Alto, enjuto, su imagen era más quijotesca que nunca y su mirada delataba el pánico del momento. No hablaban, no había conversación. Los hombres de «Chernobyl» entraron en la vivienda. El resto ya lo sabía. Pilar, la mujer de Ignacio, paralizada desde que una operación le dañó la médula, entraba de lleno en los grupos de alto riesgo. Dejé de mirar y salí a la terraza. A pesar de la hora, la temperatura era agradable. Abajo, medio atravesada en la calle, estaba la ambulancia. No tardaron mucho en salir. Pilar iba tumbada boca arriba en la camilla. Pálida, miraba al cielo como buscando alguna estrella, inexistente en esta madrugada de cielo gris. Ignacio, con su mascarilla básica, de esas que quedaban cuando la alarma ya había disparado la demanda, seguía a la tenebrosa procesión a cierta distancia. El ritual que siguió a continuación delataba la magnitud del enemigo invisible. Los sanitarios, comenzaron a despojarse de los trajes, una vez Pilar fue introducida en la ambulancia. Una labor meticulosa. Con paños, limpiaban la silla. Empezaron a rociar toda la ambulancia con sprays, por dentro y por fuera. Sacaron una manguera que expulsaba un fluido por toda la calle, por los alrededores… Guantes, otros elementos de protección fueron arrojados a los contenedores de basura. Tras media hora de ritual, la ambulancia, despacio, sin sirena, en el silencio sobrecogedor de la noche cerrada, inicio su camino hacia el horror del centro donde la infección disfruta sádicamente de sus reservorios humanos, sin importarle el dolor y la condición, un camino que tantas veces no tiene retorno. Con movimientos de zombie, Ignacio, figura alargada, enjuto, alto, caminaba encorvado hacia un taxi. Al poco, el taxi estaba de regreso. Con su mascarilla, Ignacio tendrá que permanecer en su casa y cada día, con suerte, a la misma hora, tendrá una llamada para darle a conocer el estado y la evolución de su esposa, toda una vida con Pilar, una mujer triste, resignada, pero su mujer, la madre de sus dos hijas. Ignacio, hombre tranquilo, débil de corazón, con sensibilidad de artista, intentará recomponerse en la soledad de su casa, ordenando sus pensamientos, sus miedos. No sólo Pilar, él, con un corazón al límite de sus fuerzas y más de setenta años, tiene muchos boletos en esta rifa siniestra de estadísticas y números. Al día siguiente, puse en el televisor un programa de humor llamado Historias de la cuarentena. ¿De qué se ríen, me preguntaba? Acababa de presenciar una historia, otra más, de la tragedia que nos azota, nos encierra, nos amansa y nos convierte en corderos fáciles de dirigir por aquellos desalmados que hacen de nuestro miedo sumiso el estado de su bienestar. Por si fuera poco, tienen la habilidad suficiente de arrancarnos una sonrisa con sus dosis audiovisuales de humor elemental, de humor básico, de humor imbécil. No se me va de la cabeza la legendaria canción de Bowie en homenaje a aquella pareja heróica que se besaba en el muro de Berlín, desafiando a los asesinos que les apuntaban con sus subfusiles PPSh-4, calibre 7,62 Tókarev. Y mientras tarareo el mítico Heros de la leyenda camaleónica, me pregunto si habrá llegado la hora de besarnos, si habrá llegado el momento de subirnos al muro.