Desde el gallinero: Preguntas del estornudo a la extinción (1) / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

  Los científicos advierten que estamos hechos de átomos, pero a mí me parece que estamos hechos de historias. Y que solo estamos rodeados de lejanías.

   La muerte no llega más que una vez, pero se hace sentir en todos los momentos de la vida. Y es una amarga pirueta de la que no guardan recuerdo los muertos, sino los vivos. La ciencia avanza funeral a funeral. Ya nos recuerda Javier Sierra que las pandemias nacieron cuando el ser humano inventó la agricultura y la ganadería y empezó a convivir con animales. Los virus que más nos atacan son mutaciones que saltan del reino animal al humano y son connaturales a nuestra civilización.

  “Lo que ha ocurrido”, sostiene el escritor turolense, “es que nos habíamos acostumbrado a ignorarlos gracias a los avances de la medicina, pero siempre han estado ahí, esperando su turno. Y ese turno le ha llegado al coronavirus que provoca el covid-19. Pero vendrán más. Hay que concienciarse y prepararse”. En la ‘Ilíada’, Apolo desencadena la plaga lanzando flechas contra los combatientes; en la Biblia, dios tensa el arco y apunta con dardos incendiarios que infectan al enemigo. Ahora no son los dioses ni las flechas, sino los estornudos los que transmiten la plaga. La nube producida al toser o estornudar puede alcanzar hasta ocho metros. Del estornudo a la extinción, podríamos decir. Los males que nos acechan. Todo un dolor homérico.

  En los cantos de la ‘Odisea’ –odisea viene de la palabra griega ‘odyne’, que significa dolor-, el héroe homérico, Odiseo, viaja errante por el mar empujado por los vientos que le llevan de un sitio a otro y se queja de la incertidumbre que le impide saber cuándo va a volver a su hogar. Y también se muestra obsesionado por encontrar una explicación a los males que le acechan. Un virus que germina en su interior y que los griegos llamaban ‘arjé kakon’. El poemario de Homero es un fantástico relato sobre la fragilidad del ser humano y el poder de las fuerzas que no somos capaces de controlar.

  Dicen que las personas curiosas e inteligentes, como Sierra, hacen preguntas. Sin embargo, la curiosidad es vista, a menudo, como un defecto, porque quienes la ejercen preguntan demasiado. ¿En qué medida puede un escritor ayudar a devolver la cordura al mundo? ¿Puede un texto sanarnos tras una experiencia como la de esta plaga? ¿Lo sabemos todo sobre el virus y nada sobre lo que significa? ¿Por qué lo incierto nos provoca ansiedad? ¿Quién no puede sufrir una enfermedad, o una depresión, y perderlo todo? ¿Qué sería del amor sin ilusiones y unas briznas de desvarío, sin unas gotas de quimera y un soplo de delirio? ¿Es verdad o mentira eso de que las grandes catástrofes convierten a los ateos en creyentes? ¿Cómo le sentaría a Lope de Vega una mascarilla? Estos interrogantes, en cualquier caso, invitan a razonar e imaginar. Porque cualquiera con dos dedos de frente es capaz de formular cuestiones interesantes. Tampoco tiene nadie todas las respuestas. Y recuerden: nunca discutan con un bobo, la gente podría no advertir la diferencia. Al lío, pues.

  ¿A quién le importa hoy que España tenga una deuda cercana a uno coma cinco billones de euros, equivalente a nuestro PIB? ¿O que el déficit público pueda superar el cuatro por ciento en los próximos meses? ¿Es mejor mirar hacia adelante que no caer de espaldas? ¿Solo podemos adorar aquello que hemos perdido? ¿Se llena la vida con lo que cabe en casa? ¿Y el que no la tiene? ¿Cómo nos adaptaremos de nuevo al hueco inmenso de existir, de salir, de caminar, de amar en esas mismas plazas donde no seremos los mismos? ¿Y si cuando llegue la reapertura de los bares y restaurantes ya me he muerto?

  ¿Hay que saber domesticar la soledad? ¿Hay libertad entre cuatro paredes y vistas al parque? ¿Es una agresión la soledad de las calles? ¿Recuerdan aquellos tiempos en los que había que ir a una oficina a tratar con un ser humano (borde)? ¿O cuando había que esperar media hora al teléfono para que un operador (o un ‘bot’) resolviera una duda? ¿No empezamos a echar de menos aquellas interacciones estúpidas, agotadoras, a menudo desesperantes?

  ¿Es cierto que, con mayor o menor frecuencia, quien busca una cosa encuentra otra tan valiosa o más que la que perseguía, como le ocurrió a Fleming con la penicilina? ¿Hablaremos -o hablarán, dios no lo quiera- en un tiempo próximo del coronavirus como una enfermedad romántica, tal cual ocurrió con la tuberculosis, a la que pertenecieron poetas extraordinarios como Walter Scott, Maupassant, Edgar Allan Poe, Vicente Aleixandre o Ángel González? ¿Quién dijo aquello de que en tiempos de guerra solo nos salvará la poesía?

  ¿No es cierto que los que se hallan en el gobierno, suprimiendo todas las libertades, son precisamente los que querían acabar con el franquismo para lograr una sociedad libre y democrática? ¿Cambiaremos el coronavirus por otro que tal vez sea peor: el virus del desempleo? ¿Se dan cuenta de que ha sido necesaria la mutación de un virus para que, por fin, se suspendiera ‘Operación Triunfo’? ¿No es una vergüenza la de esos famosos que nos invitan a quedarnos en casa desde su mansión con piscina climatizada, gimnasio, cine y helipuerto?

  ¿Será posible que la gobernanza mundial adopte un cambio de estrategia influida por el empuje de miles de hombres y mujeres hartos de vivir en un mundo cada día más deshumanizado? ¿O cuando se declare resuelta la pandemia, los Trump, Putin y compañía seguirán marcando el destino del planeta con decisiones tan arbitrarias como la guerra comercial o la inhibición contra el cambio climático? ¿Cómo sería el mundo si tuviéramos acceso a los hechos y olvidáramos las tan abundantes y tóxicas opiniones sin fundamento?

  ¿Son unos privilegiados el quiosquero de la esquina y el panadero de la otra esquina? ¿O el farmacéutico de la gran avenida y el verdulero de la plazuela? ¿Deberían neutralizar cualquier gesto reflejo aunque les pique la nariz? ¿Qué entendemos por censura y qué no, qué por libertad de expresión, por convivencia entre extraños, qué por construcción de un espacio común, de verdad habitable y plural más allá del dogma del correcto bien pensar y de una multiculturalidad que procuramos de hecho no vivir o lo menos posible?

  ¿Cómo es posible que nuestros políticos no hayan dedicado un segundo a generar un breve protocolo para resolver el problema que supone darle sepultura o cremar a una víctima del coronavirus cuanto tenemos una ley –la de memoria histórica- que intenta reparar el hecho de que los cuerpos no fueran entregados a sus familiares durante la guerra civil o el franquismo? ¿Todo puede empezar en un estornudo y acabar en una extinción?

  ¿Basta con meter los términos “vacuna”, “éxito” y “ensayo clínico” dentro de la coctelera dorada de una gran potencia para que el virus fuese ya a rendirse? ¿Recuerdan a Sancho Panza cuando tomó con mucha fe el bálsamo de Fierabrás y comenzó a temblar y desmayarse, además de “desaguarse por entrambas canales”? ¿Acabaremos como el Alex de ‘La naranja mecánica’, atado a una silla con los ojos abiertos mediante cepos y sometidos a ver películas chinas del coronavirus?

  ¿Cómo distinguimos en estos días de confinamiento el día laborable del festivo, además del comienzo de un puente? ¿Será el confinamiento como la fama, es decir, lo que cuesta es mantenerlo en el tiempo? ¿Perdimos el rumbo o llegamos aquí por navegar a ciegas? ¿Qué no daríamos por saber lo que los historiadores del futuro dirán sobre este tiempo que estamos malviviendo? ¿Ya nada vuelve a ser lo mismo desde que empezamos a mirar la realidad de forma sospechosa? ¿Morirá la democracia en el futuro cercano? ¿Serán los robots los empleados del futuro? ¿Cuánto tiempo pasa desde que una civilización desarrolla armas nucleares hasta que empieza a usarlas sin provocar su destrucción?

  ¿Seguimos comprando el pan en la panadería más cercana? ¿Seguimos comprando el periódico en el quiosco más cercano? ¿Cómo sería un mundo eternamente hostil, venenoso, viviendo siempre en un silencioso estado de alerta, bajo un cielo lívido y abstracto? ¿Cambiaremos sustancialmente una vez hayamos superado esta prueba, por así decir? ¿Seremos muy diferentes de cómo somos ahora? ¿Qué será de nosotros cuando hayamos atravesado la tormenta? ¿Qué será de nosotros cuando hayamos muerto? ¿Adobarán a nuestros muertos para poder despedirnos de ellos?

  ¿Se verán largas filas de camillas, más largas que todas las procesiones de orugas y de curas? ¿Estaban previstas muchas de las cosas que nos han ocurrido? ¿Ni en la cautividad tiene uno tiempo para nada? ¿Cómo podíamos imaginar que llegaríamos a sentir el sabor terroso de la ausencia? ¿Sirve de algo el conocimiento razonado de nuestros fracasos? ¿De qué sirve la prosperidad de los ciudadanos como individuos si la sociedad falla colectivamente? ¿Es kantiano que con los aplausos ventanales sepamos que son las ocho (de la tarde)? ¿Quién de nosotros ligaría sus esperanzas personales al destino último del universo?

  ¿Cuántas veces saldrá el cuatro en cien tiradas de dados? ¿Cuál será el número de la lotería del próximo sorteo? ¿Cómo se esparcirán los restos de un vaso de vidrio que se estrella contra el suelo? ¿Nadie fue capaz de avisar de que surgiría el coronavirus en China? ¿Tenemos el control de nuestras vidas? ¿Tiene o no tiene gracia que hayamos tenido que esperar a una pandemia para constatar que el mundo es uno? ¿Quién nos echaría en falta si el ser humano desapareciera de la Tierra? ¿Cuánto tiempo durarían nuestras huellas en el planeta si nos esfumásemos en un suspiro? ¿Recuerdan aquello de Borges: “Era el último habitante de la Tierra… y llamaron a su puerta”?

  ¿Supondrá el coronavirus “la puntilla de la globalización”, como apunta Toni Timoner en un artículo de ‘Letras Libres’?  ¿Cuáles son nuestros verdaderos valores? ¿Quiénes son nuestros verdaderos enemigos?  ¿Se reduce la libertad de expresión a la burla y a la ridiculización de aquel a quien consideramos nuestro adversario o enemigo ideológico… o a quien nos venga en gana, porque sí? ¿Notarán el cambio las monjas de clausura? ¿Son solo religiosos los motivos de quienes eligen esa vida de aislamiento y silencio? ¿Qué diría la Viridiana de Buñuel? ¿Y Simón del desierto?

  ¿Hay o no violencia en la burla? ¿Dónde empieza el estado de sospecha, la intolerancia, la xenofobia, el racismo? ¿Es cierto que los próximos ‘shocks’ mundiales no serán guerras sino catástrofes pandémicas y bioterrorismo? ¿Por qué podemos burlarnos del islam y no de los judíos, algo que no se le ocurre hacer a nadie? ¿Estamos en posesión de la verdad? ¿De qué verdad?

  ¿Rechazo del terrorismo o apoyo incondicional a unas medidas antiterroristas conducentes a establecer un estado de excepción permanente? Sánchez-Ostiz lo pregunta y le gustaría saber la respuesta. Pero miente. Lo sabe y no le gusta.

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