Navegando por la mar Corrupta / Dionisio Sánchez

pdionisiocortachapa
Por Dionisio Sánchez Rodríguez
Director del Pollo Urbano
elpollo@elpollourbano.net 

    Tomando cervezas y arreglando el mundo con el brillante subdirector del Pollo, Carlos Calvo, nos enzarzamos en una discusión acerca de la última corruptela destapada en la Villa y Corte e intentamos argumentar acerca de que si la misma es “inherente al ser humano” o es un pecado privativo del depravado que la lleva a cabo.

   Mi posición en la cháchara  queda avalada por dos artículos que escribí en su tiempo: uno, éste, publicado en el Pollo en febrero de 2013 y otro, anterior, de octubre de 2009 y titulado “La utopía de la honradez política”. Aquí van ambos dedicados al amigo, a las felices cervezas que nos tomamos tan alegremente todas las tardes  y a todos los lectores polleros

   Queridos amigos, compañeros y camaradas:

    ¡Vaya siglo que llevamos! En cuanto uno se descuida un poco, ¡zas!, aparece un nuevo caso…¡Zas! ¡Y otro y otro! No ganamos para sustos y adivinamos que  en pocas millas a barlovento hemos de ver cómo hasta los  que teníamos por castos son, en realidad, unos puteros y los que creímos ejemplares son unos bordes pervertidos en cuanto les  acerquen  la lupa inquisidora.

    La verdad es que la  navegación costera por este mar aceitoso que hemos iniciado a golpe de titular  está deparando unas buenas dosis de pedradas informativas  que golpean sobre todo en aquellos que insistían  en continuar a lomos del burro sin caerse, como si ello fuera posible en este mundo donde todo es perfecto al salir de las manos de Dios y degenera indefectiblemente al llegar a las manos de los hombres (tal y como ya señaló el erudito Jean-Jacques Rousseau)

     Pero bueno, parece ser que sí, que  “la corrupción es inherente a la condición humana en cuanto “por naturaleza primaria” se busca la propia satisfacción sin medir efectos o consecuencias en los otros, puesto que desde el egocentrismo o narcisismo el otro no existe”. Hay algunas almas de buen corazón ( y, seguramente, psicólogas de oficio), que creen que esa afirmación no hace que todos seamos corruptos sino que “con cultura y educación” podemos aspirar a evolucionar y llegar a  ser –digamos- “naturaleza animal controlada” ¡Ja!

    Para mí, una de las buenas cosas que me ha traído la  incipiente singladura por la orilla  de esta mar  deshonesta ha sido poder sacar a la luz de la vela alguna pequeña perla que guardaba en un cajón de la mesa  que uso en el castillo de proa  de mi humilde bergantín para cuando la ocasión inflara las velas a sotavento de la opinión pollera. Una de ellas era la de proponer al Gran Faraón de la Cultura zaragozana, don Jeromín de las Graveras, que nuestro primer teatro pierda su orfandad y se le nombre (a partir del correspondiente  decreto avalado por la egipcia Izquierda Unida y Dietaria)  como Teatro Principal Juan Grimaldi, en justa memoria de aquel  humilde director y autor teatral  que se hizo de oro con las prebendas y las grandes especulaciones que de un modo natural se llevaban a cabo en la Década Moderada de la mano de Agustín Fernando Muñoz y Sánchez junto a su amada y reina regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias y que le hicieron llegar a ser su encargado de negocios de “confianza” en aventuras tales como la contrata de los azogues de Almadén, las obras del Manzanares, la canalización del Ebro, el puerto de Valencia y, fundamentalmente, las primeras concesiones de los ferrocarriles de Aranjuez o de Langreo. ¡Eso era teatro y no lo de  Urdangarín, que no deja de ser una melonada propia de un aficionado!

   Otra que guardo en un escondite cercano a la sentina habla de periódicos y políticos y la cuenta Manuel Ciges Aparicio en su penetrante novela testimonial El libro de la decadencia; del periódico y de la política,  publicada en 1909 y donde narra cómo se negocia -con 50 pesetas de por medio- la rectificación de un tabernero que quería salvar el buen nombre de su establecimiento, mencionado el día anterior como escenario de una riña. Con su lectura podremos llegar a la conclusión que se nos advierte en la contraportada de la tercera edición publicada por la editorial sevillana “Biblioteca de rescate” y prologada por José Esteban: …cualquiera que viva hoy, desde dentro, los ambientes del periódico y de la política, sentirá y creerá que el tiempo ha pasado en balde por el uno y por la otra. La misma desilusión, la misma tristeza, la misma o parecida corrupción, los mismos o muy parecidos protagonistas…. Porque, amigos, estaremos de acuerdo en que en todas las naves  se cuecen las habas y en la nuestra  a peroladas….

  Y como al hilo de este cabotaje han surgido  capitanes muy nombrados que, por buscar el humano contrapunto,  largan velas muy floridas a favor de la corrupción y citan y recitan autores,  quiero que los lectores polleros tengan de primera mano  esta maravilla de otro erudito (médico, filósofo, economista, político y escritor satírico) llamado Bernard de Mandeville y que se titula “La fábula de las abejas, o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública”.

   Señores y señoras, damas y caballeros, antes de montar a caballo, lean esta joya escrita en el XVIII para deleite de corruptos y martillo de conciencias honradas…

   “En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas: “Había una colmena que se parecía a una sociedad humana bien ordenada. No faltaban en ella ni los bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados, ni los malos ministros. Por descontado tenía una mala reina. Todos los días se cometían fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era ella misma corruptible. En suma, cada profesión y cada estamento, estaban llenos de vicios. Pero la nación no era por ello menos próspera y fuerte. En efecto, los vicios de los particulares contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba el bienestar de los particulares. Pero se produjo un cambio en el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada más que honradez y virtud. El amor exclusivo al bien se apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la colmena. Como se eliminaron los excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos. Como se acabaron las disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados ni jueces. Las abejas, que se volvieron económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más comercio. La desolación, en definitiva, fue general. La conclusión parece inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de un gran panal un panal honrado. Fraude, lujo y orgullo deben vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios”.

Un gran panal, atiborrado de abejas 
que vivían con lujo y comodidad, 
además que gozaba fama por sus leyes 
y numerosos enjambres precoces, 
estaba considerado el gran vivero 
de las ciencias y la industria. 
No hubo abejas mejor gobernadas, 
ni más veleidad ni menos contento: 
no eran esclavas de la tiranía 
ni las regía loca democracia, 
sino reyes, que no se equivocaban, 
pues su poder estaba circunscrito por leyes.

Estos insectos vivían como hombres, 
y todos nuestros actos realizaban en pequeño; 
hacían todo lo que se hace en la ciudad 
y cuanto corresponde a la espada y a la toga, 
aunque sus artificios, por ágil ligereza 
de sus miembros diminutos, escapan a la vista humana. 
Empero, no tenemos nosotros máquinas, trabajadores, 
buques, castillos, armas, artesanos, 
arte, ciencia, taller o instrumento 
que no tuviesen ellas el equivalente; 
a los cuales, pues su lenguaje es desconocido, 
llamaremos igual que a los nuestros. 
Como franquicia, entre otras cosas, 
carecían de dados, pero tenían reyes, 
y éstos tenían guardias; podemos, pues, 
pensar con verdad que tuviera algún juego, 
a menos que se pueda exhibir un regimiento 
de soldados que no practique ninguno.

Grandes multitudes pululaban en el fructífero panal; 
y esa gran cantidad les permitía medras, 
empeñados por millones en satisfacerse 
mutuamente la lujuria y vanidad, 
y otros millones ocupábanse 
en destruir sus manufacturas; 
abastecían a medio mundo, 
pero tenían más trabajo que trabajadores. 
Algunos, con mucho almacenado y pocas penas, 
lanzábanse a negocios de pingües ganancias, 
y otros estaban condenados a la guadaña y al azadón, 
y a todos esos oficios laboriosos 
en los que miserables voluntariosos sudan cada día 
agotando su energía y sus brazos para comer. 
Mientras otros se abocaban a misterios 
a los que poca gente envía aprendices, 
que no requieren más capital que el bronce 
y pueden levantarse sin un céntimo, 
como fulleros, parásitos, rufianes, jugadores, 
rateros, falsificadores, curanderos, agoreros 
y todos aquellos que, enemigos 
del trabajo sincero, astutamente 
se apropian del trabajo 
del vecino incauto y bonachón. 
Bribones llamaban a éstos, mas salvo el mote, 
los serios e industriosos eran lo mismo: 
todo oficio y dignidad tiene su tramposo, 
no existe profesión sin engaño.

Los abogados, cuyo arte se basa 
en crear litigios y discordar los casos, 
oponíanse a todo lo establecido para que los embaucadores
tuvieran más trabajo con haciendas hipotecadas, 
como si fuera ilegal que lo propio 
sin mediar pleito pudiera disfrutarse. 
Deliberadamente demoraban las audiencias, 
para echar mano a los honorarios; 
y por defender causas malvadas 
hurgaban y registraban en las leyes 
como los ladrones las tiendas y las casas, 
buscando por dónde entrar mejor.


Los médicos valoraban la riqueza y la fama 
más que la salud del paciente marchito 
o su propia pericia; la mayoría, 
en lugar de las reglas de su arte, estudiaban 
graves actitudes pensativas y parsimoniosas, 
para ganarse el favor del boticario 
y la lisonja de parteras y sacerdotes, y de todos 
cuantos asisten al nacimiento o el funeral, 
siendo indulgentes con la tribu charlatana 
y las prescripciones de las comadres, 
con sonrisa afectada y un amable «¿Qué tal?» 
para adular a toda la familia, 
y la peor de todas las maldiciones, 
aguantar la impertinencia de las enfermeras.

De los muchos sacerdotes de Júpiter 
contratados para conseguir bendiciones de Arriba, 
algunos eran leídos y elocuentes, 
pero los había violentos e ignorantes por millares, 
aunque pasaban el examen todos cuantos podían 
enmascarar su pereza, lujuria, avaricia y orgullo, 
por los que eran tan afamados, como los sastres 
por sisar retazos, o ron los marineros; 
algunos, entecos y andrajosos, 
místicamente mendigaban pan, 
significando una copiosa despensa, 
aunque literalmente no recibían más; 
y mientras estos santos ganapanes perecían de hambre, 
los holgazanes a quienes servían 
gozaban su comodidad, con todas las gracias 
de la salud y la abundancia en sus rostros.

Los soldados, que a batirse eran forzados, 
sobreviviendo disfrutaban honores, 
aunque otros, que evitaban la sangrienta pelea, 
enseñaban los muñones de sus miembros amputados; 
generales había, valerosos, que enfrentaban el enemigo, 
y otros recibían sobornos para dejarle huir; 
los que siempre al fragor se aventuraban 
perdían, ora una pierna, ora un brazo, 
hasta que, incapaces de seguir, les dejaban de lado 
a vivir sólo a media ración, 
mientras otros que nunca habían entrado en liza 
se estaban en sus casas gozando doble mesada.

Servían a sus reyes, pero con villanía, 
engañados por su propio ministerio; 
muchos, esclavos de su propio bienestar, 
salvábanse robando a la misma corona: 
tenían pequeñas pensiones y las pasaban en grande, 
aunque jactándose de su honradez. 
Retorciendo el Derecho, llamaban 
estipendios a sus pringosos gajes; 
y cuando las gentes entendieron su jerga, 
cambiaron aquel nombre por el de emolumentos, 
reticentes de llamar a las cosas por su nombre 
en todo cuanto tuviera que ver con sus ganancias; 
porque no había abeja que no quisiera 
tener siempre más, no ya de lo que debía, 
sino de lo que osaba dejar entender 
que pagaba por ello; como vuestros jugadores, 
que aun jugando rectamente, nunca ostentan 
lo que han ganado ante los perdedores.

¿Quién podrá recordar todas sus supercherías? 
El propio material que por la calle vendían 
como basura para abonar la tierra, 
frecuentemente la veían los compradores 
abultada con un cuartillo 
de mortero y piedras inservibles; 
aunque poco podía quejarse el tramposo 
que, a su vez, vendía gato por liebre.

Y la misma Justicia, célebre por su equidad, 
aunque ciega, no carecía de tacto; 
su mano izquierda, que debía sostener la balanza, 
a menudo la dejaba caer, sobornada con oro; 
y aunque parecía imparcial 
tratándose de castigos corporales, 
fingía seguir su curso regular 
en los asesinatos y crímenes de sangre; 
pero a algunos, primero expuestos a mofa por embaucadores, 
los ahorcaban luego con cáñamo de su propia fábrica; 
creíase, empero, que su espada 
sólo ponía coto a desesperados y pobres 
que, delincuentes por necesidad, 
eran luego colgados en el árbol de los infelices 
por crímenes que no merecían tal destino, 
salvo por la seguridad de los grandes y los ricos.

Así pues, cada parte estaba llena de vicios, 
pero todo el conjunto era un Paraíso; 
adulados en la paz, temidos en la guerra, 
eran estimados por los extranjeros 
y disipaban en su vida y riqueza 
el equilibrio de los demás panales. 
Tales eran las bendiciones de aquel Estado: 
sus pecados colaboraban para hacerle grande; 
y la virtud, que en la política 
había aprendido mil astucias, 
por la feliz influencia de ésta 
hizo migas con el vicio; y desde entonces 
aun el peor de la multitud, 
algo hacía por el bien común.

Así era el arte del Estado, que mantenía 
el todo, del cual cada parte se quejaba; 
esto, como en música la armonía, 
en general hacía concordar las disonancias; 
partes directamente opuestas 
se ayudaban, como si fuera por despecho, 
y la templanza y la sobriedad 
servían a la beodez y la gula.

La raíz de los males, la avaricia, 
vicio maldito, perverso y pernicioso, 
era esclava de la prodigalidad, 
ese noble pecado; 
mientras que el lujo 
daba trabajo a un millón de pobres 
y el odioso orgullo a un millón más; 
la misma envidia, y la vanidad, 
eran ministros de la industria; 
sus amadas, tontería y vanidad, 
en el comer, el vestir y el mobiliario, 
hicieron de ese vicio extraño y ridículo 
la rueda misma que movía al comercio. 
sus ropas y sus leyes eran por igual 
objeto de mutabilidad; 
porque lo que alguna vez estaba bien, 
en medio año se convertía en delito; 
sin embargo, al paso que mudaban sus leyes 
siempre buscando y corrigiendo imperfecciones, 
con la inconstancia remediaban 
faltas que no previó prudencia alguna.

Así el vicio nutría al ingenio, 
el cual, unido al tiempo y la industria, 
traía consigo las conveniencias de la vida, 
los verdaderos placeres, comodidad, holgura, 
en tal medida, que los mismos pobres 
vivían mejor que antes los ricos, 
y nada más podría añadirse.

¡Cuán vana es la felicidad de los mortales! 
si hubiesen sabido los límites de la bienaventuranza 
y que aquí abajo, la perfección 
es más de lo que los dioses pueden otorgar, 
los murmurantes bichos se habrían contentado 
con sus ministros y su gobierno; 
pero, no: a cada malandanza, 
cual criaturas perdidas sin remedio, 
maldecían sus políticos, ejércitos y flotas, 
al grito de «¡Mueran los bribones!», 
y aunque sabedores de sus propios timos, 
despiadadamente no les toleraban en los demás.

Uno, que obtuvo acopios principescos 
burlando al amo, al rey y al pobre, 
osaba gritar: «¡Húndase la tierra 
por sus muchos pecados!»; y, ¿quién creeréis 
que fuera el bribón sermoneador? 
Un guantero que daba borrego por cabritilla.

Nada se hacía fuera de lugar 
ni que interfiriera los negocios públicos; 
pero todos los tunantes exclamaban descarados: 
«¡Dios mío, si tuviésemos un poco de honradez!» 
Mercurio sonreía ante tal impudicia, 
a la que otros llamarían falta de sensatez, 
de vilipendiar siempre lo que les gustaba; 
pero Júpiter, movido de indignación, 
al fin airado prometió liberar por completo 
del fraude al aullante panal; y así lo hizo. 
Y en ese mismo momento el fraude se aleja, 
y todos los corazones se colman de honradez; 
allí ven muy patentes, como en el Árbol de la Ciencia, 
todos los delitos que se avergüenzan de mirar, 
y que ahora se confiesan en silencio, 
ruborizándose de su fealdad, 
cual niños que quisieran esconder sus yerros 
y su color traicionara sus pensamientos, 
imaginando, cuando se les mira, 
que los demás ven lo que ellos hicieron.

Pero. ¡Oh, dioses, qué consternación! 
¡Cuán grande y súbito ha sido el cambio! 
En media hora, en toda la Nación, 
la carne ha bajado un penique la libra. 
Yace abatida la máscara de la hipocresía, 
la del estadista y la del payaso; 
y algunos, que eran conocidos por atuendos prestados, 
se veían muy extraños con los propios. 
Los tribunales quedaron ya aquel día en silencio, 
porque ya muy a gusto pagaban los deudores, 
aun lo que sus acreedores habían olvidado, 
y éstos absolvían a quienes no tenían. 
Quienes no tenían razón, enmudecieron, 
cesando enojosos pleitos remendados; 
con lo cual, nada pudo medrar menos 
que los abogados en un panal honrado; 
todos, menos quienes habían ganado lo bastante, 
con sus cuernos de tinta colgados se largaron.

La Justicia ahorcó a algunos y liberó a otros; 
y, tras enviarlos a la cárcel, 
no siendo ya más requerida su presencia, 
con su séquito y pompa se marchó. 
Abrían el séquito los herreros con cerrojos y rejas, 
grillos y puertas con planchas de hierro; 
luego los carceleros, torneros y guardianes; 
delante de la diosa, a cierta distancia, 
su fiel ministro principal, 
don Verdugo, el gran consumador de la Ley, 
no portaba ya su imaginaria espada, 
sino sus propias herramientas, el hacha y la cuerda; 
después, en una nube, el hada encapuchada, 
La Justicia misma, volando por los aires; 
en torno de su carro y detrás de él, 
iban sargentos, corchetes de todas clases, 
alguaciles de vara, y los oficiales todos 
que exprimen lágrimas para ganarse la vida.

Aunque la medicina vive mientras haya enfermos, 
nadie recetaba más que las abejas con aptitudes, 
tan abundantes en todo el panal, 
que ninguna de ellas necesitaba viajar; 
dejando de lado vanas controversias, se esforzaban 
por librar de sufrimientos a sus pacientes, 
descartando las drogas de países granujas 
para usar sólo sus propios productos, 
pues sabían que los dioses no mandan enfermedades 
a naciones que carecen de remedios.

Despertando de su pereza, el clero 
no pasaba ya su carga a abejas jornaleras, 
sino que se abastecía a sí mismo, exento de vicios, 
para hacer sacrificios y ruegos a los dioses. 
Todos los ineptos, o quienes sabían 
que sus servicios no eran indispensables, se marcharon; 
no había ya ocupación para tantos 
(si los honrados alguna vez los habían necesitado) 
y sólo algunos quedaron junto al Sumo Sacerdote 
a quien los demás rendían obediencia; 
y él mismo, ocupado en tareas piadosas, 
abandonó sus demás negocios en el Estado. 
No echaba a los hambrientos de su puerta 
ni pellizcaba del jornal de los pobres, 
sino que al famélico alimentaba en su casa, 
en la que el jornalero encontraba pan abundante 
y cama y sustento el peregrino”.

Pues ¡hala! A reflexionar. ¡A caballo! ¡Yihiiiiii! Salud!

 

 

Publicado en Octubre de 2009

 

La utopía de la honradez política / Por Dionisio Sánchez     

 

   Vivimos tiempos revueltos en los que -no sabemos por qué extraño sortilegio- parece ser que todos los problemas de los españoles se reducen a los abundantes casos de  corrupción  que lidera nuestra cutre clase política.

    En una sociedad desarmada y desarticulada a la que con precisión de cirujano nos han llevado los cerebros grises de  nuestra reciente clase política” todavía hay personas de cierto nivel que los citan con un genérico bondadoso cual si esa “clase” tan solo significara  que sus componentes  mantienen una dedicación circunstancial a la “res pública”. Es decir, que son como nosotros, los ciudadanos de a pie,  pero que les ha tocado “organizarnos un poquito” ¡Quiá!

    El jurista palermino y profesor que fuera de derecho constitucional, Gaetano Mosca, alumbró el concepto de “clase política” como clase dirigente en el primer tercio del siglo XX. Y desde su engendro, los ciudadanos deberíamos haber estado atentos al nacimiento de esta especie cuyo desarrollo tanto nos debilita. Mosca hizo una afirmación que algunos creyeron muy atrevida al afirmar que: la monarquía y la democracia son regímenes aparentes, y que el único régimen político real es el de la minoría que gobierna a la mayoría.  Y a esa minoría la llamó “clase política”.

    El jurisconsulto italiano continuó apretando las tuercas del asunto y llegó a la conclusión de que: …en todas las sociedades, comenzando por aquellas más mediocremente desarrolladas y que han llegado apenas a los principios de la civilización, hasta las más cultas y las más fuertes, existen dos clases de personas: los gobernantes y los gobernados. No sé  si ustedes se van dando cuenta de que eso de que en democracia todos somos iguales se va convirtiendo en una filfa porque ya podemos deducir  que -a grandes rasgos- están ellos:…los menos numerosos, pero que  llevan a cabo todas las funciones políticas, monopolizan el poder y gozan de las ventajas que a él están unidas y estamos nosotros, los demás, que somos los   más numerosos pero que estamos  dirigidos y regulados por ellos  en modo más o menos legal, o más o menos arbitrario y violento, y nos proveen, por lo menos aparentemente, de  los medios materiales de subsistencia y aquellos que a la vitalidad del organismo político son necesarios. ¡Jodo petaca, compañeros, amigos y camaradas! ¡Pobre de mí que abro tertulias semanales con estos pájaros de cuenta!

     Dicho todo lo anterior, hemos de colegir en primera instancia que el problema de la corrupción política, no es un problema de nuestra sociedad…..es un problema de “su clase”. Así que ya podemos, solo de momento,  empezar a sentirnos gratificados y elevar nuestra autoestima obrera y ciudadana como miembros del club –mejor que clase- de los gobernados que solo podemos, por narices, ser honrados ya que si no, nos meten, de golpe, todo su aparato represor y defensor de las buenas prácticas que han de prevalecer entre los gobernados.

   Sesenta años más tarde que Gaetano nace en un pueblo del estado de Tenessee, en EE.UU., James McGill Buchanan, que con el tiempo será economista, máximo representante de la  teoría de la elección pública (Public choice), que trata de ligar la economía con la política a través del Estado, entendido como la suma de voluntades individuales y Premio Nobel en 1986.

    Este señor habla, entre otras muchas cosas, de las “constituciones” como mecanismos de control de la clase política aunque hemos de reconocer -¡qué remedio!- que las constituciones las hacen ellos. A nosotros solo nos piden (en el mejor de los casos)  que las ratifiquemos, cosa que habitualmente hacemos porque sería difícil presentar alternativas a las brillantes propuestas de la “casta” dominante. Y también el americano apuntó una verdad de Perogrullo: Las decisiones políticas, que son las realizadas por los estamentos del Estado encargados del manejo estatal, ( la clase política), necesariamente generan costos a los particulares y a la sociedad en su conjunto. Asimismo, las decisiones políticas no le cuestan al Estado como tal, sino a todos los que se encuentran bajo el dominio de dicho estado.

     Amigos, ya se comienza a adivinar para que servimos los gobernados: para pagar y dar cobertura a las decisiones políticas.

   Ahora solo nos resta distinguir entre políticos y funcionarios aunque ya, en España , no hace falta. Solo se pueden dedicar a la política los funcionarios o los ricos. Los que estaban en el ínterin de nuestra democracia, salidos de diferentes colectivos organizados  aspirantes a “clase dirigente” y provenientes de diferentes categorías  sociales, ya han dado los pasos necesarios para profesionalizarse. Así pues, en nuestro país, ya podemos cuasi equiparar ambos términos. Unos lo son por oposiciones (que organiza la “clase dirigente”) y otros lo son por Ley (que elabora la misma clase). Llegados a este punto, leamos un último apunte de McGill Buchanan: cuando el funcionario es un político (en España ya es lo mismo) con un cargo importante, éste va a buscar crear las condiciones adecuadas para poder ser reelegido, así como procurar elevar la cuota de poder de la que goza. Como evidente consecuencia de ello, nosotros debemos deducir que el Estado tiende necesariamente a elevar el poder material del que goza. Resulta entonces una utopía considerar que el Estado, podrá controlarse a sí mismo de manera espontánea, aunque existan en su interior mecanismos de fiscalización entre los órganos que lo componen”.

    Dicho y escrito todo lo dicho y escrito, la conclusión es definitiva: la corrupción es inherente a la clase política porque se crea para ello, plusvalías aparte para los más (sociedad del bienestar) o a los menos (dictaduras de todo pelaje). De nada vale pues argumentar desde arriba para justificarse con cara de mejillón que “la corrupción es inherente al ser humano”. La corrupción del pobre es la supervivencia. La de la clase política es su  leitMotiv .

   Otra cosa es la chapuza o el modo de aplicar la máxima ”dinero público para negocios privados” que se establece entre la “clase política”. Seres humanos al fin y al cabo, los procedimientos podrán ser más discretos o más burdos pero…..

   Corría el Enero de 1854 en España y en Madrid se sufría una desmesurada “pasión de riqueza, fiebre de lujo y comodidades” entre la clase política. No pasaba un día en que los periódicos de entonces no hablaran “…de los escandalosos agios, de los negocios y contratas con que el Gobierno premiaba a los que le ayudaban. Y ya venía de atrás este tole-tole; pero don Juan Bravo Murillo fue quien más abrió la mano en las concesiones de vías férreas, de explotación de minas, de obras para nuevos caminos  y para puertos y canales”. ¿Les suena?

   Finalizaré con la sentencia antes dicha de James McGill: Resulta entonces una utopía considerar que el Estado, podrá controlarse a sí mismo de manera espontánea, aunque existan en su interior mecanismos de fiscalización entre los órganos que lo componen”.

    Pues eso, que en ello estamos como gobernados  y sin posibilidad de dar respuestas a los problemas de nuestra  ambiciosa clase dirigente ¡Que putada! Nosotros a lo nuestro. ¡A caballo! ¡Yihíiiii! ¡Salud!

Artículos relacionados :