Dios bendiga cada rincón de este quiosco / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo 

    Veteranos del audiovisual que parecen auténticos novatos; novias ensangrentadas al regusto lorquiano; referencias a Ducay, a Chomón, a Buñuel, a Goya, a Costa, a Servet, a Cajal, a Sender, a Odón de Buey, al papa Luna, a la perra Caracola; benditas calamidades que nos las hacen pasar por obras maestras del humor baturro… 

    El quiosquero de la esquina no esconde su estupor ante la avalancha en pantalla de productos autóctonos de tan bajo nivel y que los abrazafarolas de siempre manipulan a su antojo, a su más rancia credibilidad.

    Uno de los clientes más veteranos del quiosquero dice de él que lo guarda todo en su cabecita tan maña y que las últimas películas que ha visto del mal llamado cine aragonés no le han convencido nada. No todas, desde luego, pero esas pocas que se salvan de la quema, cortos o largos, apenas las mencionan los del compadreo. Y lo de los documentales clama al cielo. Los publirreportajes, dice el quiosquero, están bien, si se anuncian como tal, pero los documentales, por definición, deberían consistir en una búsqueda, en el estudio de lo que hay oculto tras lo que se conoce de un tema en cuestión, incluso tras una fachada impoluta, aunque sea para culminar que la investigación ha sido en vano, que es oro todo lo que reluce.

    Decididamente, falta criterio y ciertos periodistas –o lo que sean- encubren miedo a molestar demasiado. Se publican reseñas, más o menos complacientes, pero pocas críticas, y menos desfavorables. Un autor importante que falla, sostiene el quiosquero, no debe ser elogiado ni ignorado. Sin embargo, se prefiere ignorar a polemizar. La mar, por supuesto, en calma chicha. La crítica, pues, es una labor que debería estar mejor considerada. Y no lo está por culpa de quienes ejercen la crítica. Falta preparación, compromiso, adecuación, liderazgo, discurso estructurado para que desde su ideología se planteen nuevos caminos. La crítica, dice el quiosquero, se ha convertido en una acción dentro del proceso cultural residual, parasitario. A veces, superflua e inoperante. Es cuando todo se reduce a tres frases hechas y una postura inamovible y sumisa, que huele a naftalina y retórica barata. 

    El quiosquero de la esquina es un apasionado de las artes y las letras, y también se muestra muy exigente con ellas. Esas disciplinas son tan esenciales porque nos colocan en un estado de falta de familiaridad y nos animan a cuestionar lo que conocemos. Para el quiosquero, la crítica tiene mucho fundamento, un sentido de conocimiento. Lo bueno hay que alabarlo, dice, y lo malo, expresarlo sin tapujos. Y sin sentimentalismos. Si no, no se aprende. Su amigo el cineasta Armando Serrano siempre le invitaba al pase privado de su nueva película, junto a otros compañeros de fatigas. La opinión del quiosquero, para bien o para mal, daba un concepto de reflexión y, a veces, aconsejaba un cambio de planos, o de escenas, el quítame esa música aquí para ponerla allá. La idea era buscar un mejor acabado. Con algún amigo literato ocurría tres cuartos de lo mismo. Muchas veces, sin embargo, la vanidad, sobre todo en el mundo de las letras, se imponía y las malas caras, ay, arreciaban.

    Con honrosas excepciones, en el periodismo local se publican alabanzas de películas, libros, exposiciones, lo que sea, que se complementan con entrevistas babosas a nuestras luminarias. Parece mucho más reconfortante soltar ditirambos, regocijarse en los probables aciertos en vez de señalar los posibles desastres. Si a esto unimos el reducido espacio que un crítico suele tener a su disposición, por no hablar del mínimo pago, buscarse enemigos no entra en sus planes. Craso error, maldita sea, porque, de principio, se pierde el contraste, la capacidad para distinguir entre lo bueno, lo malo y lo mediocre. Se evapora también la confianza del público lector –u oyente-, harto de tragarse hipérboles. Se renuncia, pues, a la posibilidad de aconsejar a los artistas: al no existir apenas crítica, se multiplican las obras descerebradas, que repiten todos los errores antiguos y, en el peor de los casos, algunos nuevos.

    Siempre se aplica un tratamiento de primer grado a los niños mimados. Si mi mamá me mima, pues viva mi mamá. Al quiosquero de la esquina, al opinar sobre las tendencias de las actuales artes y letras de esta ciudad de provincias, bendita y alabada, le acusan muchas veces de rencoroso. O de ignorante. O de mezquino. La cercanía, ya se sabe, produce un sentimentalismo mal entendido. Algunos, incluso, le han tildado de leñador, por su aprecio al trabajo con hacha. Pero es lo que tiene ser airado, divertido, mordaz. Faltan, empero, más plumas afiladas y vitriólicas en la muy noble, muy leal, muy heroica –siempre heroica-, muy benéfica e inmortal y siempre puta ciudad de Zaragoza. Que las hay, qué duda cabe, y al quiosquero le encantan, como le encantan las alabanzas a las cosas bien hechas.

    El quiosquero siempre ha tenido carácter y eso le hace meterse en problemas, pero es su orgullo el que le mantiene en ellos. Y no ve mucha diferencia entre sus paisanos que no soportan las críticas más o menos negativas –una activista cultural del hecho cinematográfico, o lo que sea, de evidente incapacidad intelectual, quiso denunciarle ante sus bromas- y los que han puesto en vigor esa atrocidad llamada “ley mordaza”, que ve peligroso expresarse, protestar, manifestarse, escribir, fotografiar, opinar… Bienvenidos sean todos al club de los sospechosos habituales. Es el orín más cargado de urea reaccionaria y represiva. Todos esos pactos firmados no hacen otra cosa que darles carta blanca a los totalitarios para que impongan su ley, impidan la crítica, la libertad de expresión y de manifestarse. 

     El ejercicio crítico es fundamental en todos los ámbitos de la actividad humana, pero dentro de la cultura es mayor. Su objeto es la puesta en evidencia de las condiciones, dependencias e intereses, ya sean sociales, técnicos, políticos, de género, dominación económica o cultural, bajo las que la propia práctica se produce. El crítico es irrelevante, como el autor. No importa quién haga la crítica, sino que esta se haga. No importa quién escribe poesía, sino que se escriba. La crítica no se agota en sí misma, puede ser revisada en ese momento, uno, diez o veinte años después, al igual que ocurre con una obra de arte. La crítica también es una producción de significado y como tal sujeta a ser leída y releída. Ninguna crítica o crítico posee una voz incuestionable. Sin embargo, hay voces más cualificadas que otras. Podemos hacer crítica de la crítica y es necesario hacerla.

    Una buena parte de la tarea propia de la crítica es la crítica de las políticas culturales, la crítica de la institución. La crítica  se encuentra en un estado deplorable. Se pretende descalificar y silenciar a la poca crítica que existe, en lugar de potenciarla. Los agentes implicados en la producción artística no buscan la crítica, sino ser avalados. Cuando un artista, una galería o un museo organizan una exposición lo único que quieren es que el crítico diga que han hecho muy bien su trabajo. Hay una tendencia nefasta al victimismo. Como el arte de aquí no ocupa el lugar que le gustaría, el crítico se ve obligado a escribir bien. Si no lo hace, se considera que no apoya al arte de su territorio. De ahí al chantaje sentimental hay muy poca distancia y, entonces, se ve al crítico como un enemigo. Resulta fatal porque eso implica caer en la autocomplacencia y en la mediocridad.

    Con alevosía o sin ella, el cortijo está montado. Y sus miembros no soportan que se les insinúe cualquier tropelía en contra de sus intereses. Se llevan la pasta y, encima, necesitan el reconocimiento, la palmada en el hombro. Protegiéndose, unos a otros. Algunos, incluso, se permiten decir que ciertos medios ni se molestan en camuflar su inquina. Es más, la sobreactúan, buscando halagar los bajos instintos de sus hooligans. Unos medios, dicen, que se consolidan como una insólita fábrica de mentiras, manipulaciones e infamias. Y se quedan tan panchos, metiendo todo en el mismo saco. En esta tierra nuestra, en efecto, se han acostumbrado a la cultura de los señoritismos, de unos núcleos duros, férreos, con la peregrina excusa de la ideología mal entendida. Si hay núcleos, que los hay, es una falta de respeto ningunear a los que tienen sentido crítico y tacharles de reaccionarios. Me gustaría ver a más de uno en plena plaza dictatorial. Seguramente, la pasividad de estos autollamados intelectuales –no todos, claro- los convertirían en cómplices. Y entonces surge la pregunta: ¿puede un hombre ‘bueno’ pasarse al lado oscuro, si sus intereses lo demandan? Y otra: ¿quiénes son, en realidad, los reaccionarios? Y una última, de película: ¿es lícito vivir feliz con los ojos bien cerrados? La óptica de la cultura tiene que ser esencialmente romántica y la pasión está por encima de cualquier ideología. La crítica, pues, es necesaria. Así se entiende y se comparte.

    Expendemos recetas neutras para cubrir las apariencias. Cuando el quiosquero escucha “es interesante”, como una opinión sobre cualquier actividad cultural, siente la náusea del mareo en el vacío. Dicho en expresión simple de inmediatez por un lego, se entiende como una tangente escapatoria para no comprometerse ni quedar en evidencia. Escrita y publicada con aval de supuesta autoridad, es una renuncia y una falta de respeto a la obra enjuiciada, al trabajo, a la trayectoria de los creadores, sean de la entidad que sean.

    El escapismo crítico es una de las mayores lacras, ya que confunde y se convierte en una inanidad dialéctica. Es el desdoro, la vergonzosa utilización de espacio y tiempo para un compadreo o una inhibición sospechosa. Quedar bien con todos es una de las maneras más rápidas para la inhabilitación y la pérdida de cualquier valor referencial. Si todo es interesante nada es importante, ni trascendente. No avanzamos si aceptamos lo existente como algo irremediable y sin probabilidad de mejora.

    Cualquier ejercicio crítico tiene el deber de la exploración, del desmenuzamiento de los componentes para su análisis, la contextualización, y eso se debe hacer desde el conocimiento y la preparación constante, para colocarse a la altura de lo enjuiciado. Ni por encima ni por debajo. Un diálogo de tú a tú. Existe también un derecho: el de la equivocación. La renuncia premeditada a la intervención es una injuria. Hay que involucrarse, crear opinión más allá de un acto de celebración o propaganda. Cuesta asumir esta responsabilidad.

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