Una cruzada inédita: Francisca de Pedraza


Por Esmeralda Royo

     En un momento determinado de la historia de España, Alcalá de Henares reunió lo más granado de las letras y el humanismo español, gracias a la fundación por el cardenal Cisneros de La Universidad, que propició el paso por la ciudad de los mejores literatos del Siglo de Oro español. 

    Esto no quiere decir que los valores de progreso, comunicación y razón que caracterizaban la Edad Moderna entraran para quedarse y sustituyeran con normalidad el aislamiento y oscurantismo de la Edad Media.  Para la mayoría de españoles y la totalidad de las mujeres de ese siglo, el cambio de nombre de la época en la que se encontraban carecía de importancia porque sus vidas, supersticiones y temores eran los mismos.

    A Francisca de Pedraza, nacida a finales del siglo XVI, le hubiera dado igual nacer dos siglos antes que después.  Las convenciones sociales eran iguales para la mujer porque la maternidad seguía siendo su profesión e identidad y la sumisión, ya fuera al tutor, padre o esposo, era indiscutible.

    Tras quedar huérfana, su infancia transcurrió en el colegio de doncellas del convento de San Juan de la Penitencia (fundado, cómo no, por el omnipresente Cardenal Cisneros) en Alcalá de Henares donde, a pesar de recibir la educación estrictamente necesaria para llevar un hogar (ni más ni menos, porque se consideraba que para las mujeres de bajo estrato social era innecesario el acceso a la cultura), existía la posibilidad de tomar los hábitos como novicia si no había un pretendiente que la reclamara.  Ni que decir tiene que para el convento salía más rentable entregarlas al matrimonio porque, a pesar de los dos reales que se llevaban de dote, eran una boca menos que alimentar en las siempre exiguas arcas de estos establecimientos.

    Algunas tomaban los hábitos, no porque tuvieran una vocación inquebrantable hacía el hijo de Dios, sino porque el convento les podía permitir acceder a una cultura que hubiera quedado truncada al casarse con un hombre de carne y hueso.  Sor Juana Inés de la Cruz es ejemplo de ello.

    Quiso el mal destino que en la vida de Francisca de Pedraza se cruzara, en uno de los pocos paseos que le permitían dar por los alrededores del convento, Jerónimo de Jaras, miembro de una familia adinerada dedicada al siempre lucrativo negocio del ladrillo, que se encaprichó de ella al instante, pidiendo la mano a la priora del convento, Francisca de Orozco.

    De Jaras era muy conocido en la ciudad por ser un hombre violento, bebedor y pendenciero y si la priora hubiera vivido más en el mundo exterior y menos en el interior, quizás, solo quizás, se hubiera cuestionado el enlace matrimonial.

    Francisca comprobó la misma noche de bodas que aquel matrimonio no iba a ser ni una historia de amor ni un simple contrato en el que el amor aparecería con la convivencia. Las humillaciones y palizas, visibles para toda la comunidad, eran diarias y en 1614 Francisca huye al convento creyendo que allí estará a salvo.  Su marido vuelve a por ella prometiendo hacer caso a la recomendación de la priora del convento de que “solo hay que pegar a la esposa lo necesario para que obedezca”.  Hace tanto caso que se la lleva a rastras.

    Ella obedecía, por supuesto que lo hacía, pero como todo el mundo sabe, obedecer a un esposo violento no es garantía de salir indemne de cualquier tipo de maltrato, pues siempre buscará una mala excusa para ejercerlo.

    En 1618 comienza para Francisca un largo periplo judicial cuando, con varias fracturas mal curadas, presenta su caso ante el  Corregidor Gutiérrez Marqués de Careaga, que “ no puede hacer nada al ser el matrimonio un asunto de Dios”. Tampoco su confesor le presta ayuda porque el comportamiento de su marido “es normal”. 

    Tras dos hijos, vejaciones y amenazas de muerte a ella y sus hijos, piensa en el suicidio pero le aterrorizaba mucho más dejar a los niños a cargo del verdugo.

    Si bien era de aspecto frágil, no es más cierto que nunca se dejó vencer, emprendiendo una cruzada inédita y valiente, teniendo en cuenta que seguía conviviendo con su maltratador, y aprovecha cualquier oportunidad para dar a conocer a las autoridades lo que todo Alcalá de Henares conocía.  Así, interpone una demanda de divorcio en el Palacio Arzobispal que, por supuesto, es denegada a pesar de los numerosos testigos que Francisca había aportado. 

    En 1622, estando embarazada, le propina tal paliza por la calle que el feto se desprende del cuerpo de la madre. Acude de nuevo a la autoridad eclesiástica que se limita a recriminar al marido su comportamiento y “le conmina a tratarla con amor”.

    Dos años más tarde el cielo parece despejarse para Francisca. Aprovecha la visita a España de Monseñor Innocenzo Massimo, experto en Derecho Canónico y Civil y Nuncio Papal, que le recomienda, agotadas las demandas civiles, acudir a la Audiencia Escolástica Universitaria.  En este momento aparece Álvaro de Ayala, el joven rector al que ella llamará “su ángel”, que se hace cargo del caso porque “el martirio de Francisca no es consustancial al matrimonio”.   

    En menos de tres meses le concede una separación matrimonial, devolución de dote, la mitad de los bienes del matrimonio y una orden de alejamiento. 

    Jerónimo de Jaras esperó al cambio de destino de Alvaro de Ayala para presentar recurso y confiar en que su sustituto le diera la razón.  La sentencia estaba tan bien motivada y los testigos tan numerosos, que no se mueve una coma. 

    Francisca de Pedraza se convirtió en la primera mujer española en denunciar a su marido por violencia machista ante los tribunales, con una sentencia que fue la excepción que confirmaba la regla, pues no se volverá a repetir hasta bien avanzado el siglo XX.

    En la actualidad la Asociación Francisca de Pedraza celebra unos premios anuales y concede sus “francisquitas” a aquellas personas, entidades u organizaciones que destacan por su compromiso en la lucha contra la violencia machista.

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