Por Esmeralda Royo
Durante los siglos XVIII y XIX la viruela había matado sólo en Europa a 400.000 personas y las noticias que llegaban a España de su incidencia en las colonias, eran devastadoras.
El doctor Francisco Xavier Balmis se propuso convencer a Carlos IV para que financiara un viaje trasatlántico con el fin de vacunar al mayor número de población posible.
El rey, conocido como “El Cazador” porque “El que abrió la puerta a Napoleón para que invadiera España” era un apodo muy largo, no pareció convencido ni siquiera cuando Balmis le recordó que su hija, la infanta María Teresa, había muerto a los tres años de esa enfermedad. Apeló entonces a algo que iba a tocar su fibra, no precisamente sentimental: el interés. Si la vacuna no llegaba a los virreinatos, el mercado quedaría afectado con la consiguiente merma de ingresos. Sólo hubo una petición por parte del doctor, que en ese viaje le acompañara Isabel Zendal, enfermera y rectora de la Casa de Expósitos de A Coruña por “no parecerse a nadie ni poder compararse con ninguna otra mujer”.
La gallega Isabel Zendal, practicamente analfabeta e hija de labradores pobres de solemnidad, comenzó a trabajar en el servicio doméstico tras perder a su madre en la epidemia de viruela de 1786. Lo hizo en casa del financiero y filántropo Jerónimo Hinojosa, que intercedió para que entrara a trabajar en el Hospital de la Caridad de A Coruña del que era benefactor. El Hospital contaba con diferentes secciones: Hospital para pobres, Cuarto para partos secretos (donde se ocultaba la identidad de la madre biológica) y la Casa de Expósitos, de la que Isabel se convirtió en rectora, algo extraordinario teniendo en cuenta que era seglar. Una de las pocas cosas que se saben de Isabel Zendal en ese momento es que era madre soltera de un niño, Benito, aunque se desconoce si era hijo biológico o adoptado en la propia Casa.
El 30 de noviembre de 1803 partía desde A Coruña la corbeta María Pita. Se trataba de la “Real Expedición Filantrópica de la Vacuna contra la Viruela”, con destino a las colonias de ultramar. Fue la primera expedición sanitaria de ámbito mundial y, como la han definido con posterioridad, una epopeya monumental. De las 37 personas que estaban a bordo, 22 eran niños de 3 a 9 años (entre los que se encontraba Benito, el hijo de Isabel), procedentes de la inclusa y que a partir de ese momento estarían, bajo la supervisión de Balmis, al cuidado exclusivo de la enfermera, mujer a la que los niños ya conocían y querían. Isabel Zendal trabajó utilizando los métodos que cincuenta años después servirían a Florence Nightingale para sentar las bases de la profesionalización de la enfermería.
La dificultad para mantener la vacuna sin cámaras de refrigeración hizo que se tomara una decisión revolucionaria: los recipientes de esa vacuna serían los propios niños. Se vacunaría a dos niños sanos y se les separaría del resto. Cuando la vacuna hacía reacción, aparecían unas pústulas de las que se extraía el líquido para inocularlo en los siguientes niños. De uno a otro cada diez días.
El primer destino del María Pita fueron las Islas Canarias donde comenzaron las vacunaciones y desde allí llegaron a Puerto Rico en febrero de 1804 con una Isabel Zendal exhausta. “Ha sido tal el cuidado y la atención que ha prestado a los niños que apenas ha dormido en tres meses y ha estado a punto de perder la salud. El trabajo no ha hecho más que empezar”, dejó escrito el doctor Balmis. Todos los niños, excepto uno, llegaron vivos y dispuestos para continuar la vacunación.
De Puerto Rico van a Venezuela y México, donde Isabel se quedó trabajando y preparando a niños mexicanos para seguir con la necesaria cadena. Mientras que los niños españoles se quedaron en México comenzando una nueva vida, veintiseis niños mexicanos se embarcaron en el Magallanes en 1805 para continuar la vacunación en Filipinas.
Gracias a esta hazaña médica se llegó a vacunar a 500.000 personas, por lo que millones fueron salvadas de morir gracias a las Juntas Sanitarias y Casas de Vacunación públicas creadas allí por donde pasaban.
Isabel Zendal, su hijo y gran parte de los niños que estuvieron a su cuidado no regresaron nunca a España. Sus últimos años los dedicó a una penosa tarea de la que tampoco desfalleció: procurar que el sucesor de “El Cazador”, Fernando VII, conocido, por una razón que se escapa al entendimiento, como “El Deseado” porque “El que fue mantenido por Napoleón mientras los españoles morían luchando contra Francia” era más incómodo, cumpliera con el compromiso adquirido por su padre y acomodara a los niños españoles con familias de las colonias, enseñarles un oficio y el cobro de 3 reales mensuales para toda la vida. En definitiva, asegurar a “sus niños de la inclusa” el futuro que se habían ganado. No fue sencillo porque el rey era propenso a olvidar lo prometido.
Considerada por la OMS “la primera enfermera en Misión Internacional”, murió en Puebla de los Ángeles (México), donde hay escuelas de enfermería que llevan su nombre, así como la Medalla al Mérito de la profesión.
En España es recordada por una calle mal rotulada en A Coruña y por un hospital madrileño inaugurado durante la pandemia del coronavirus con gran pompa pero que, a pesar de no tener apenas enfermos ingresados, es un pozo sin fondo para el erario público. Podemos sospechar lo que pensaría Isabel Zendal, considerada “maestra del cuidado”, de que un hospital que lleva su nombre no acogiera a ninguno de los 7.291 ancianos fallecidos en las residencias madrileñas y a los que, gracias a un protocolo firmado por las autoridades de la Comunidad, se les negó el traslado a un hospital público porque “iban a morir igual”.
Ella ya sabía a principios del siglo XIX que no es lo mismo morir solo, enfermo y encerrado en una habitación que sedado, acompañado y reconfortado.