Eleanor y Lyudmila


Por Esmeralda Royo

     El viaje fue preparado minuciosamente por el Kremlin y la Casa Blanca. Stalin quería que EEUU se implicara más en un segundo frente de la guerra, para que Alemania les diera un respiro y Franklin D. Roosvelt buscaba convencer a sus compatriotas de que la guerra también era cosa suya.

   Las arengas de las grandes figuras de Hollywood no estaban dando los frutos esperados. Ni siquiera la muerte en accidente aéreo de Su Majestad, la reina de la comedia, Carole Lombard, mientras hacía campaña por los bonos de guerra, parecía tocar el corazón de los norteamericanos. Tampoco la imagen devastada de su marido, Clark Gable, suplicando que le dejaran ir a Europa a matar nazis.

    Así pues, Lyudmila Mikhailovna Pavlichenko, 25 años y teniente del 25º Regimiento de Fusileros del Ejército Popular de la URSS, fue elegida en 1.942 para ser la primera ciudadana soviética en pisar suelo norteamericano.

   Fue recibida por Eleanor Roosvelt que, por supuesto, echó por tierra la organización. Sustituyó al traductor oficial por una estudiante de lenguas rusas, Nadia Kaplan y despidió amablemente a los agregados de las dos Embajadas (incluído el Embajador Litinov, un personaje bonachón más propio de “Ninotchka”, que lo único que pretendía era que la camarada probara la Coca Cola). A quienes no pudo despedir, aunque ya sabía que la acompañarían en la gira, fue a los dos enviados por Hoover, director del F.B.I., a quien la francotiradora le traía sin cuidado (una marimacho más, pensó el hombre que se vestía con falditas en su escaso tiempo libre). Eleanor era diferente y, con técnicas que perduran hasta nuestros días, había elaborado un completo dossier en el que constaban sus aficiones y el nombre de sus amantes, hombres y mujeres.

  Cuando Eleanor acompañó a Lyudmila al coche que le iba a llevar al hotel, le preguntó:
– ¿Es cierto que, como francotiradora, ha matado usted a 309 nazis?
– Señora primera dama – contestó Lyudmila- en realidad han sido 311. Los primeros fueron dos colaboracionistas rumanos que no cuentan para la estadística porque fueron de prueba.
– Llámame Eleanor, “primera dama” suena a caballo de carreras. Descansa un poco y te invito a cenar. Por cierto, recoge tu equipaje del hotel. Mientras estés en Washington te alojarás en La Casa Blanca.

     Cenaron, rieron y la simpatía fue mutua.
– ¿Ha ido usted a la universidad?, le preguntó Lyudmila.
– Querida, mi marido es mi primo. Es decir, soy una Roosvelt. De los muy holandeses y neoyorkinos Van Rosenvelt. He aprendido francés, piano y a sentarme de una forma que me produce dolor de espalda. La Universidad no entraba dentro de los planes de mi familia. ¿Y usted?
– Soy historiadora, respondió Lyudmila con orgullo pero con cierta tristeza en la mirada. Solo espero que la guerra acabe pronto para poder dedicarme a ello.

    Los días que siguieron fueron frenéticos y agotadores.
En Chicago se interesaron por la longitud de su falda. Ella contestó:
– Si hubiera sabido que eso era lo importante, hubiera traído a EEUU los uniformes con huellas de sangre.

    A una periodista del “Boston Globe” que le afeó la falta de maquillaje y carmín, le contestó:
– Resultaría incómodo que se te corriera el rimmel mientras esperas a un objetivo enterrada bajo la nieve durante tres días.
– ¿ Qué sientes cuando disparas a una persona? le preguntó otro reportero:
– No disparo a personas. Mato a bestias de presa antes de que éstas puedan atacar a los míos. Con respecto a lo que siento, me imagino que lo mismo que un hombre.

   Son periodistas, le dijo Eleanor. Preguntan lo que creen que interesa, no lo interesante. Espera que lleguemos a Nueva York y nos encontremos con el alcalde.

    En efecto, Fiorello La Guardia, un republicano recalcitrante y menos quisquilloso con algunos mafiosos que con los “demócratas liberales”, no quiso perder la oportunidad, en presencia de una mujer del Ejército Rojo y de Eleanor Roosvelt, de erigirse en protagonista de la rueda de prensa.
– ¿Tan escaso de francotiradores está el Ejercito Rojo, que tiene que ser una chica rusa la que se encargue de matar?, preguntó de esa forma jocosa que tienen los poderosos sin educación.
– ¿Chica rusa? Amo a los rusos, señor alcalde, pero soy ucraniana. Lo que yo hago no depende del sexo, sino de la habilidad.
    La Guardia no preguntó más, Eleanor estaba disfrutando y le dijo, esperando que todos los asistentes la oyeran:
– Fiorello, amigo, no se vaya todavía. Seguro que quiere salir en las fotos.

     Por si la opinión pública norteamericana no se había enterado del motivo por el que había sido invitada, Lyudmila Mikhailovna Pavlichenko, Lyuda para su familia y para Eleanor Roosvelt, terminó su viaje con un último mensaje:
– ¿Hasta cuando vais a esconderos tras mi espalda?

   Cuando las dos mujeres se despidieron, Eleanor prometió a Lyudmila, a la que esperaba en la URSS su ascenso a Mayor, que volverían a verse.

   El presidente Roosvelt, mejor político que esposo, murió sin ver como los aliados ganaban la guerra y Eleanor pudo dedicarse con toda libertad (sorteando la vigilancia de Hoover, el merodeador), a lo que en realidad le gustaba: los derechos de los afroamericanos, la supervisión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el Estatuto de la Mujer, encargado por J. F. Kennedy.

     En 1.957, haciendo caso omiso de la guerra fría, Eleanor visitó Moscú y pidió reunirse con la historiadora Lyudmila Mikhailovna Pavlichenko. Un cuidador soviético restringía la agenda de la norteamericana pero ésta fue inflexible. No se iría de la URSS sin ver a Lyuda. Los problemas diplomáticos de los dos países eran lo suficientemente importantes como para añadir otro menor, así que les permitieron reunirse. En el apartamento de aquélla se abrazaron, rieron y se despidieron para siempre.

    Cinco años más tarde, Lyuda compró un ramo de girasoles, la flor nacional de Ucrania, para colocarlo en su dormitorio. La Señora Roosvelt había fallecido.

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