Los lugares comunes


Por Esmeralda Royo

     Dame una frase hecha o dos y te haré una cadena de mensajes que podrás mandar a todos y cada uno de tus contactos.  Sean quienes sean.

    Frases hechas, mensajes repetidos, canciones que solo de madrugada y en fiestas con mucho alcohol nos atreveríamos a entonar. Vecinos a los que no les pones cara y que, en ese momento, están haciendo lo mismo que tú… o no.  Aplaudiendo en compañía o sin hacerlo con las ventanas cerradas pero conscientes de que no son los únicos en no compartir aplausos.

    Buscas esas caras desconocidas todos los días.  El somatén que antes vigilaba por la mirilla ahora pasa lista a las 8 de la tarde en los balcones, como luego hará a las 12 de la mañana para ver quién sale a comprar y con cuántas bolsas vuelve.

   Te disculpas cuando te cruzas en el supermercado con un ciudadano a menos de metro y medio.  Eliges un informativo que te diga el número de caídos y lo apagas cuando llega la información meteorológica.  Ya sabes que es primavera -por los estornudos que te empeñas en disimular en las pocas ocasiones que estás en público, al igual que la tos producida por el tabaco- y es lo único que te interesa saber.

   Repasas los libros leídos años atrás y seleccionas esos de los que no recuerdas el final.  Sabes de qué van, desde luego, pero el final es importante.  A veces es lo más importante.

   Miras el wasap y compruebas que tiene 35 mensajes más que la hora anterior.  Te sientes afortunada.  Reproduces un vídeo, con más o menos gracia, recibido por décima vez.  Te vuelves a sentir afortunada. 

   Quizás piensas, o no, en ese vecino médico del Royo Villanova que no puede dormir porque los aplausos de sus vecinos, dedicados a él aunque no sepan de su existencia, no le dejan.

    ¿Quién puede dormir la siesta con esos obreros arreglando la fachada y trabajando en unas obras, al parecer, fundamentales para que el país siga funcionando y que, no es que hagan más ruido que hace un mes, es que no hay otro ruido más que el que ellos hacen?

Nada ha de estropearse porque puede que compruebes que tu lavadora no es esencial.  Ni siquiera se te     ocurre, porque entrarías en pánico, que la televisión decidiera dejar de funcionar. 

   No te puede asaltar algo tan normal como un dolor de muelas, un cólico de riñón o una conjuntivitis primaveral.  Hay que acostumbrarse a que las cosas ya no funcionan como hasta hace quince días y por eso vas corriendo al cajón de las medicinas para ver cuánto te queda de ese antibiótico que guardas para cuando se propague una pandemia y tengas que permanecer confinada en casa.

    Los lugares comunes, que te hacen llamar a un familiar al que ni siquiera deseaste felices fiestas allá por navidades hace tres meses. Tampoco lo aprecias mucho y no sabes qué preguntar.  En realidad, esa llamada es un pequeño homenaje a tu madre, que sí se hubiera interesado por él.  No preguntas por el marido porque puede que se haya separado y así lanzas aquello que nunca falla: ¿qué tal todos?  Todos bien, gracias a dios, ¿y tú?  En ese momento sientes que la conversación podría comenzar de la misma forma en la próxima plaga que se declare, pero hay un instinto de supervivencia que te hace seguir una conversación que sabes agotada.

    Vistas las noticias, elegidos los libros y revisados los mensajes, en esas tardes que pesan más que las mañanas porque es así siempre y ahora más, echas mano a las fotos guardadas en unas cajas, recordando que, en algún momento, tienes que subir al trastero a buscar las restantes, sabiendo que no lo harás.  Por un momento tienes la tentación de ordenarlas, como si las fotos estuvieran mejor ordenadas.  Las fotos hay que mirarlas tal y como salen de las cajas.  Es recomendable alternar las de la comunión con las del verano en Ibiza.  Las de baturra con las de la Expo de Sevilla o las de tu segundo cumpleaños con las de Londres en el verano del 83.  Hay una foto que no puedes dejar de mirar, esa en la que todos teníamos 15 años y algunos vestían de cofrades.  Pronto olvidaríamos los timbales y los capirotes pero esas caras no lo sabían.  Está bien alternar fotos para repartir nostalgias, así no se queda una tarde demasiado inundada con la imagen de tu padre.  Recordar el tiempo en que hacerse fotos era importante y no un momento a borrar porque ya no queda espacio en el móvil y tienes que hacer más fotos que también tendrás que borrar.  

    “Resistiré” porque “Somos”.  “Libre” con “El canto a la libertad”, de balcón a balcón.  Los silbidos sincronizados de “Always look on the bright side of life” de, película que hablaba de la vida de Brian, un desgraciado entre los desgraciados y que ún así silbaba desde la cruz.

  Todo lo que te importa está a salvo.  Tienes a tu perro al lado, a tu hijo en el otro sofá y a tu pareja durmiendo la siesta.  Nada más.

    Hay quien dice que seremos mejores cuando esto acabe. No hay lugar común más extendido que ese, creer que uno sale mejor tras una desgracia y más si ésta es compartida.  Más amables, comprensivos y solidarios. 

  Cuando salgamos de esta saldremos iguales.  Peores no porque solo empeorarán aquellos que les da igual lo que pase y a quién le pase.

    Habremos vivido algo que muy poca gente ha hecho en el primer mundo,pero olvidaremos la angustia de la enfermedad. Habrá otras angustias para las que no habrá aplauso, ni falta que hace.  Con solidaridad bastará.

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