La plaza de los lectores


Por Carlos Calvo

  Es una de las frases más repetidas del genial escritor Borges, don Jorge Luis: “Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”.

    Así, en un viaje por la fiesta de la literatura celebrada en Zaragoza durante los primeros diez días de junio de este 2018, con un pregón a cargo del batallador José Luis Corral, y por segundo año consecutivo en la plaza del Pilar, hemos visto personas que son de una manera u otra en función del libro que llevaban entre las manos. Existe el libro ideal, pero no es el mismo para todos. Cada uno tiene que encontrar el suyo. Leer, más allá del mero entretenimiento, nos ayuda a ejercitar la imaginación y a desarrollar los sueños. Es una herramienta fundamental para interrogar al mundo y enfrentarnos críticamente a él. A comprender, en definitiva, quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser. Aunque esto, la verdad, no lo tengo del todo claro y parezca más un lugar común que otra cosa. El clásico cliché para parecer una persona de orden, vaya. Como cualquier “hazaña secreta” escrita -o vivida- por Ismael Grasa, del que había cola en la caseta que firmaba. Pero solo de religiosos. En perfecto estado de revista, y en fila india, la cosa parecía un desfile de modas eclesiástico, al modo del Fellini de ‘Roma’. Intrigado, y cuando le tocó el turno, un probable joven lector, informalmente vestido, abrió el libro del seminarista y un tufo de incienso rodeó todo el ferial. Un transeúnte, que dios nos ampare, pensó en un escape de la mismísima basílica del Pilar.

  Y de Ismael a Carlos, al otro Grasa (con dos eses, por favor). Este sí, un auténtico miura de las letras. El toro de La Cala. Su novela ‘Al París’ es alta literatura. Ahí estaba tan rumboso, en su caseta, departiendo con todas sus admiradoras. Aunque lo que se dice vender, vender, poco. Menos mal que llegó, a última hora, el arriba firmante, compró su libro y puso las cosas en su sitio. O eso dijo Julia Millán (la de Antígona), porque inmediatamente antes, maldita sea, le visitó una mujer sin paraguas, delgada, rubia, de ojos claros, elegante, casi etérea en sus ademanes, y el escritor afincado en Chodes le quiso hacer el artículo, como es normal: “No está escrita esta novela para que andes sobresaltada, impaciente, apostando al placer en la carrera por descubrir qué va a pasar dos páginas más adelante. Ese placer dura poco, desaparece a la misma velocidad que llega. Es otro placer el que te propongo, el de preguntarte constantemente qué está pasando y por qué está pasando, más allá del remordimiento de hechos, emociones y sentimientos”. Pero no coló.

  Muchos otros autores –locales o foráneos- firmaban sus libros, más o menos novedosos, en esta zaragozana feria del libro con una sonrisa de agradecimiento. Los presentaban en una carpa o directamente firmaban en las casetas de las editoriales o librerías correspondientes. La lista se hacía interminable, como una avalancha, y los posibles lectores parecían bastante despistados. Si no iban a tiro fijo, la confusión se adueñaba de ellos. Por ahí acudieron con sus artefactos Fernando Lampre, José Luis Galar, Fernando Jiménez Ocaña, Mariano García Cantarero, José Luis González Deza, José Antonio Conde, María José Allueva, Ana Matallana, Fernando Lalana, Marta Quintín, Agustín Faro, Luis Gonzalvo, David Rozas, Daniel Viñuales, Clara Járboles, Alfonso Marco, Juan Domínguez Lasierra, Ana Alcolea, Irene Vallejo, María Frisa, Fernando Negrete, Javier Rubio, Juan Bolea, Belén Calvo Llera, Patricia Ramírez, Ricardo Lladosa, Carlos Serrano, Juan Luis Borra, Raúl Herrero, Begoña Oro, Antón Castro o Fernando Sanmartín. (Pregunta para este último: ¿Te gustó la creación fílmica de Víctor Forniés dedicada a su padre? Dos: ¿Por qué llaman, por decirlo con Julio García Caparrós, lengua al camino de lava, si tanto parece al silencio?).

  Por lo demás, la oferta de esta feria era, no se engañen, un batiburrillo de armas tomar. Si Borges es una presencia tan constante en las letras de nuestro tiempo es, en parte, porque su obra se halla en continua danza y ebullición, transformándose sin tregua al ser leído por nuevos lectores, lo que hace que le percibamos como una presencia radicalmente contemporánea. No por nada, pero uno sospecha que la mayor parte de la literatura mostrada en este ferial libresco zaragozano tendrá un recorrido apenas más allá que cruzar un semáforo… ¡en rojo! Que si Napoleón, el emperador que adoraba España pero no a los españoles. Que si pistas forestales. Que si viejecitos con zapatos rojos. Que si historias de Lechago. Que si brujas de Matarraña. Que si madres al borde de un ataque de risas. Que si mujeres que escriben sobre hombres. Que si ciudades que se posan como pájaros. Que si tangos de Doroteo. Que si ladrones de minutos. Que si sanatorios de la Provenza. Que si pingüinos en París. Que si prados verdes. Que si nieblas altas. O bajas. O inexistentes. O sin alma. O sin nudos cortantes. O sin medias distancias. O sin golpes posmodernos. Y en ese plan

  Coetzee afirma que “si un libro no puede hablar por sí mismo, ese escritor no está enviando nada al mundo y, por tanto, debería callarse”. Y, efectivamente, esto de la literatura es como la medicina, que siempre han existido médicos y curanderos. Y, entre unos u otros, no paraban de firmar (y dedicar): David Guirao, Patricia Esteban, Ricardo Ramos, Lorenzo Mediano, Sergio del Molino, Ignacio Martínez de Pisón, José Verón Gormaz, Luis Zueco, Manuel Martínez Forega, Miguel Ángel Yusta, María José Guallar Calvo, Miguel Mena, Sergio Royo, Eduardo Viñuales, Paco Lobatón, Sandra Barneda, Vicente Molina Foix, Javier Hernández, Agustín Fernández Mallo, Jordi Siracusa, Fernando Aínsa, Sagrario Manrique, (Carlos) Grassa Toro, Eugenia Manzanera, Francisco Ferrer Lerín, Cristina Grande, Rodolfo Notivol, María Dubón, Monika Zgustová, Manuel Vilas…

  Al autor de ‘Ordesa’ se le acercó una señora muy nerviosa, de esas que se conmueven ante su ídolo: “A ver, don Manuel, me llamo Elvira. Escríbame cualquier tontería de las que usted hace”. Y Vilas escribió: “A Elvira, tan inteligente que hace cola para que yo le escriba tonterías”. Y se marchó, encantada. La feria del libro, en cualquier caso, es mercado y es fiesta, es comercio y alegría, es fenicia y culta, porque los fenicios nos enseñaron a escribir. Y entre ordesas y canfranes, cariñenas y sijenas, madagascares y cartagos, putas y antihéroes, noches perdidas y vendedoras de castañas, tigres de cristal (o callejeros) y hombres casi perfectos, ecos de luz y besos humanos, efluvios de las rosas e hijas del agua, fotógrafos de la España franquista y colgantes mágicos, días contados y ruidos de fondo, tierras de nadie y clubes de élite, códigos machadianos y postales coloreadas, portugueses de doce robles y domadores de relojes sin saeta, estafadores incombustibles y guardianes de los malos hechos, sombras de salamandra y viejos seductores mentirosos, iban fluyendo las ventas hasta que la lluvia aguaba la fiesta y las sonrisas se congelaban. Del paraíso alto a la hoguera en los párpados de los libros huérfanos. Recuerden: “Suelos mojados, cajones secos”.

  Decía Pennac que el primer derecho de todo lector es mandar un libro a tomar por saco si no nos interesa. Y coger otro. Y otro. Y luego otro. Y otro más. Y repetir esta escena hasta el infinito si es necesario. Porque siempre hay un libro agazapado, silencioso, que seguro nos está esperando. A mi modo de ver (o de leer), ‘Paraíso Alto’, de Julio José Ordovás, es una de las mejores novelas que se han escrito en los últimos tiempos. Esto le escribía Kafka a su editor: “Si el libro que estamos leyendo no nos espabila de un mazazo en la cabeza, ¿para qué lo leemos? Necesitamos que los libros nos afecten igual que una catástrofe, que nos duelan en los más hondo, como la muerte de alguien a quien queremos más que a nuestra propia vida, como ser desterrados a un bosque alejados de todos, como un suicidio”.

  Y de suicidas, en efecto, va el libro de Ordovás, con el humor desesperado por bandera y el espíritu felliniano bien entendido, la historia de un hombre que ayuda a morir a los suicidas, esto es, un tipo con quien charlar antes de callar para siempre. Porque escribir es exponerse. Cualquiera que no pretenda exponerse debería recoger sus bártulos y largarse. El pudor, para el autor de ‘El Anticuerpo’, no es una opción. Si se tiene miedo a exponerse es que no quiere exponerse en realidad. Lo único que desea el escritor, y Ordovás lo es, es contarse. El paisaje, para él, siempre va asociado al acontecer humano. Es un caminante de los campos, de los territorios alejados de la civilización. Y aunque la naturaleza no nos ame, porque es salvaje, e incluso nos deteste, volvemos a ella, aunque solo sea para morir. La muerte es parte indisociable del paisaje. Los suicidas del libro de Ordovás llegan al pueblo abandonado de Paraíso Alto para consumir sus últimos días. Las penúltimas soledades.

  Y si los libros, como los hijos, una vez publicados, deberían vivir solos (Borges, otra vez), la literatura debería ser un compendio del vivir, del leer y del escribir, entre el entusiasmo por la vanguardia y el gusto irrenunciable por lo clásico. Me asombra la cantidad de literatura decorativa que se genera. Desde hace mucho tiempo, las editoriales de tonelaje comercial han optado por la literatura fácil, por lo cómodo. La cosa viene de atrás, de cuando algunos autores comenzaron una cruzada contra la literatura experimental que representaban Benet, Juan Goytisolo, Julián Ríos y algún otro. Entonces decretaron “manu militari” y todo aquello debía acabar en beneficio de una escritura de legibilidad absoluta. Los autores de esa “cruzada” fueron los Javier Marías, Savater, Dragó y unos cuantos más que de literatura saben lo que yo de botánica. Una literatura facilona, primer peldaño de la literatura de usar y tirar que abunda hoy. Algunas editoriales grandes mantienen en sus catálogos alguna perla suelta como estrategia, acaso para aliviar sus malas conciencias, pero es igual que los bancos con sus fundaciones culturales. La mejor literatura de hoy, la más desobediente, la ofrecen las pequeñas editoriales, la que para muchos es una “literatura de la sospecha”, la única válida en el tiempo.

  Muchos escritores admiten que pueden llegar a ponerse de muy mal humor cuando sienten que les faltan las horas o el acierto para escribir. Les va mal una página y creen que está mal todo. Le dan la vuelta y piensan todo lo contrario, que está todo muy bien, que manejan una obra maestra. Si no, les es imposible continuar. Eso se llama vanidad, cuando los autores creen que no escriben libros sueltos, que persiguen escribir una obra, una destilación. La memoria, la imaginación y el humor hacen que las vidas parezcan novelas y las novelas vidas. Nada somos sin la memoria que siempre inventa. Es preocupante en la literatura actual la dificultad para soltar las riendas y dejar que el lenguaje se desboque sin perder el sentido, sin titubear, sin tropezar con las dificultades del aliento largo. Cada novela, no ya cada escritor, está sola y perdida en las tendencias y generaciones. Y lo que leo me hace comprobar que no me gusta mucha de la literatura que se escribe hoy en España –y no digamos en Zaragoza, aunque tampoco es plan de ponerme estupendo-. Lo que no me gusta, maldita sea, es la cursilería –que algunos, ay, confunden con sensibilidad-, la falsa intelectualidad, lo confortable, la literatura que no asume ningún riesgo y trata al lector como a un cliente.

  Y lo que leo, además, me hace comprobar que cada vez es mayor la falta de compromiso del escritor, su no implicación en lo real, en el presente. Hay un cierto vicio social en eso de permitir a los escritores permanecer en un púlpito pontificando. La literatura no es un producto, sino una acción. La novela puede ser emocionante o ejemplar, pero no debe sentar cátedra. Hoy se hace hincapié en lo moral que puede tener la literatura, pero no en lo ético. El mundo de la cultura está basado en simplificaciones cómodas. Y la carga referencial que se apoya sobre lo cultural es una estrategia que le viene muy bien al político (para la foto), a la sociedad (a la que, en verdad, no le importa mucho ni las artes ni las letras) y al propio escritor (por su ego). Cuando, encima, sabes que lo que has hecho es una pifia, un bodrio, te refugias en el trabajo, en lo costoso de todo el proyecto. Acaso tenía razón Scott Fitgerald cuando le dijo a su editor: “Las buenas historias se escriben solas; las malas hay que escribirlas”.

  La mayor parte de los escritores contemporáneos están muy adocenados. Ya casi nadie se juega el tipo. Se escribe aquello que no crea conflicto. Muchos escritores hacen sus obras según las exigencias del mercado. El caldo de cultivo de todo esto es la indecencia. Esos escritores quejumbrosos que van por ahí llorando cuando les quitan las becas resultan muy pesados. Al carro de las ayudas se han subido encantados. Ahora que la bola de espejos ya no lanza destellos, damos por bueno que si la cultura, en cierto modo la conciencia de una época, es capaz de atravesar una pista para cruzarnos la cara, estaríamos ante la supervivencia de la utopía.

  Los espejos, como la cópula y los libros, son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Borges, dueño de la reflexión precedente, también decía (lo apuntaba al principio) que “uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”.

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