El cielo amenazante 2


Por Liberata

   Es una tarde gris, destemplada, casi borrascosa. La cúpula celeste no se muestra precisamente amigable, sino más bien, como en tantos días pasados, ceñuda como el semblante de una madre contrariada.

   ¿Dónde quedaron esos mayos -y junios- de interminables días en los que, entre nube y nube revoltosas lucía el espléndido sol que madurara los frutos en los alegres campos? Su añoranza casi me ha arrancado unas lágrimas. ¡Cómo pasan los años a estas edades, y qué de nostalgias se despiertan en nuestros ánimos! Las propias de unas legiones -¿de honor?- que invaden las calles, las plazas, y ocupan los bancos de las avenidas. Rostros arrugados, dificultosas movilidades, toques de hábiles peluqueras repartiendo el cabello aquí y allá entre el elemento femenino y todavía erguidas siluetas y elásticos pasos entre aquéllos que salen a caminar o montar en bici todas las mañanas -siempre que el tiempo lo permita- negándose a sucumbir a la inercia. Buena receta para seguir adelante. ¿Cómo unas y otros hemos llegado hasta aquí manteniendo el tipo, con lo que, en general, nos ha tocado bregar? Quizá por eso, precisamente. Dilatadas vidas laborales en las que cabían las jornadas fijas y las esporádicas, que permitieran -entre otras cosas- a tanto retoño adquirir unas formaciones de las que hoy se sientan más o menos satisfechos. Las siguientes generaciones, las de los viajes a Disneylandia, los juguetes motorizados, los ordenadores personales y los posteriores móviles más personales todavía, corresponden a las de los desconcertados. De los que pertenecen a familias que cuentan con dos coches en los garajes porque sus mayores tienen que usar ambos para acudir a los respectivos trabajos, y, sin embargo, carecen de otras materias -o efectos inmateriales más bien- necesarios para crecer destinados a ser individuos de primera clase, sean cual sean sus ocupaciones en el futuro. Con una mirada aguda, perceptiva, una loable mesura en sus ambiciones y un receptivo corazón como al que  San Agustín le espetara, tal vez hallándolo en un momento de duda:  “En tanto palpites, tu primordial obligación, es la de amar”.  Porque la verdadera tragedia del ser humano, la cárcel  más espantosa en que uno puede sentirse prisionero, es la consciente  incapacidad de amar.  Quién sabe qué sería de mí ahora mismo, sentada ante mi paciente Serafín -al que también amo como elemento necesario- si no amara a estos hijos lejanos, ocupadísimos, víctimas del estrés, abrumados por las propias rutinas…Tan ajenos a las veleidades literarias y los tormentos derivados del moderno móvil que todavía fustigan y aquejan respectivamente a su madre, que sigue peleando a contratiempo por lograr un objetivo tal vez imposible…  No lo sé. Pero, por el momento, aquí sigo. Aunque ellos ya se hallen inmersos en ese tremendo caos en medio del cual comenzamos a interrogarnos seriamente sobre qué demonios hacemos aquí y si merece la pena semejante tráfago para acabar como y cuando nos toque. Tanto discurso y tanta responsabilidad nos impiden mirar atrás, es lo corriente. Así que habré desaparecido sin que tengan ni repajolera idea de cuánto he padecido a causa de sus fatigas. De cuánto les quiero.

    Por cierto, hemos cambiado de gobierno, como quien no quiere la cosa –ya  ha dimitido un ministro, incluso- y la vida sigue. Hoy ha amanecido un sábado soleado, aunque ventoso. Está la feria medieval montada por aquí cerca, de modo que el sector -aunque no esta calle, precisamente- se halla animado. La temperatura va ascendiendo, aunque sin prisa. El río baja más caudaloso que otros años por estas fechas. De cualquier modo, se aproxima el solsticio de verano. Y, quien más quien menos, piensa  en las próximas vacaciones, aunque sea  “en el pueblo”. Algunos, hasta se  toman ya un merecido anticipo. ¡Qué más quisiera una que tener un pueblo al que huir de la capital de vez en cuando! Pero, el lugar en que nací es demasiado grande, algo caluroso también, y no me quedan en él otras raíces que las del paisanaje con una legendaria figura de las Letras.

   El verano está por llegar. Ojalá nos traiga la fortaleza y la templanza necesaria para no desmoronarnos, ni a causa de la bulla propia de los festejos, ni a la de las nostalgias y los bajones consiguientes, ni a las de las inclemencias del estío. Y que nos encontremos de nuevo el próximo otoño.

Artículos relacionados :