Las ferias de las vanidades (I)


Por Don Quiterio

     Es una de las frases más repetidas del genial escritor Jorge Luis Borges: “Uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Así, en un viaje por la fiesta de la literatura en la feria del libro viejo y antiguo que se celebra estos días en Zaragoza, hemos visto personas que son de una manera u otra en función del libro que llevaban entre las manos.

 

    Fiel a su cita anual en la plaza de Aragón, e inaugurada por el periodista y escritor José Antonio Martín Otín –más conocido como ‘Petón’ por su faceta de comentarista deportivo-, esta feria cumple ahora su octava edición, y participan trece librerías con una caseta cada una de ellas: cuatro de Zaragoza, cinco de Valencia, tres de Madrid y una de Pamplona. Existe el libro ideal,  pero no es el mismo para todos. Cada uno tiene que encontrar el suyo. Leer, más allá del mero entretenimiento, nos ayuda a ejercitar la imaginación y a desarrollar los sueños. Es una herramienta fundamental para interrogar al mundo y enfrentarnos críticamente a él. A comprender, en definitiva, quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes podríamos llegar a ser.

     Y si los libros, como los hijos, una vez publicados, deberían vivir solos (Borges, otra vez), la literatura debería ser un compendio del vivir, del leer y del escribir, entre el entusiasmo por la vanguardia y el gusto irrenunciable por lo clásico. Me asombra la cantidad de literatura decorativa que se genera. Desde hace mucho tiempo, las editoriales de tonelaje comercial han optado por la literatura fácil, por lo cómodo. La cosa viene de atrás, de cuando algunos autores comenzaron una cruzada contra la literatura experimental que representaban Benet, Juan Goytisolo, Julián Ríos y algún otro. Entonces decretaron “manu militari” que todo aquello debía acabar en beneficio de una escritura de legilibidad absoluta. Los autores de esa “cruzada” fueron los Javier Marías, Savater, Dragó y unos cuantos más que de literatura saben lo que yo de botánica. Una literatura facilona, primer peldaño de la literatura de usar y tirar que abunda hoy. Algunas editoriales grandes mantienen en sus catálogos alguna perla suelta como estrategia, acaso para aliviar sus malas conciencias, pero es igual que los bancos con sus fundaciones culturales. La mejor literatura de hoy, la más desobediente, la ofrecen las pequeñas editoriales, la que para muchos es una “literatura de la sospecha”, la única válida en el tiempo.

   Muchos escritores admiten que pueden llegar a ponerse de muy mal humor cuando sienten que les faltan las horas o el acierto para escribir. Les va mal una página y creen que está mal todo. Le dan la vuelta y piensan todo lo contrario, que está todo muy bien, que manejan una obra maestra. Si no, les es imposible continuar. Eso se llama vanidad, cuando los autores creen que no escriben libros sueltos, que persiguen escribir una obra, una destilación. La memoria, la imaginación y el humor hacen que las vidas parezcan novelas y las novelas vidas. Nada somos sin la memoria que siempre inventa. Es preocupante en la literatura actual la dificultad para soltar las riendas y dejar que el lenguaje se desboque sin perder el sentido, sin titubear, sin tropezar con las dificultades del aliento largo. Cada novela, no ya cada escritor, está sola y perdida en las tendencias y generaciones. Y lo que leo me hace comprobar que no me gusta mucha de la literatura que se escribe hoy en España –y no digamos en Zaragoza, que tampoco es cuestión de señalar-. Lo que no me gusta es la cursilería –que algunos, ay, confunden con sensibilidad-, la falsa intelectualidad, lo confortable, la literatura que no asume ningún riesgo y trata al lector como a un cliente.

    Y lo que leo, además, me hace comprobar que cada vez es mayor la falta de compromiso del escritor, su no implicación en lo real, en el presente. Hay un cierto vicio social en eso de permitir a los escritores permanecer en un púlpito pontificando. La literatura no es un producto, sino una acción. La novela puede ser emocionante o ejemplar, pero no debe sentar cátedra. Hoy se hace hincapié en lo moral que puede tener la literatura, pero no en lo ético. El mundo de la cultura está basado en simplificaciones cómodas. Y la carga referencial que se apoya sobre lo cultural es una estrategia que le viene muy bien al político (para la foto), a la sociedad (a la que, en verdad, no le importa ni las letras ni las artes) y al propio escritor (por su ego). La mayor parte de los escritores contemporáneos están muy adocenados. Ya casi nadie se juega el tipo. Se escribe aquello que no crea conflicto. Muchos escritores hacen sus obras según las exigencias del mercado. El caldo de cultivo de todo esto es la indecencia. Esos escritores quejumbrosos que van por ahí llorando cuando les quitan las becas resultan muy pesados. Al carro de las ayudas se han subido encantados. Ahora que la bola de espejos ya no lanza destellos, damos por bueno que si la cultura, en cierto modo la conciencia de una época, es capaz de atravesar una pista para cruzarnos la cara, estaríamos ante la supervivencia de la utopía.

     Los espejos, como la cópula y los libros, son abominables, porque multiplican el número de los hombres. Borges, dueño de la reflexión precedente, también decía (lo apuntaba al principio) que “uno no es por lo que escribe, sino por lo que ha leído”. Sea como fuere, el equipo de investigación de “El Pollo Urbano” sabe de la importancia de los sondeos, que, como los libros, cuando copulan (con perdón), se multiplican, y ha formulado a ilustres entrevistados de la cultura local, que se han dejado caer por esta feria del libro viejo y antiguo, la tradicional pregunta: “A ver, piense y díganos: ¿Qué libro está leyendo?”. Allá vamos.

CARLOS CALVO:

   “Con la literatura de Félix Romeo Pescador uno siempre acaba acordándose de Baudelaire y de Schopenhauer. Con la póstuma, ‘Noche de los enamorados’, hasta de Conan Doyle. En este caso sobre el asesinato de una prostituta –una borracha que, al parecer, ‘se merecía lo que terminaría pasándole’- a manos de su compañero. Menudo soberbio, dirás tú, y cuánta razón, mi querido Watson, pero como en sus novelas (o lo que sean) parece imposible centrarse, la cabeza acaba haciendo de las suyas, como un combate para ver quién resulta más pretencioso. Comienza uno por aquel tedio baudelairiano, monstruo que sin grandes gritos ni grandes gestos convertía la tierra en un despojo y tragaría el mundo en un solo bostezo, y, previo paso por la lista del supermercado, se llega hasta la teoría de Schopenhauer sobre la existencia que oscila como un péndulo entre el dolor y el hastío. Despojo, bostezo, dolor, tedio, hastío… En fin, Romeo en estado puro, el Sherlock Holmes zaragozano que siempre utiliza el dolor ajeno para sus ideas literarias. El novelista (o lo que sea) declara que su texto no es un juicio porque no se puede juzgar a los muertos, en referencia al protagonista del libro. Con su muerte, sin embargo, Romeo imprime un excelente giro a su carrera”.

ALBERTO CALVO:

  “Entre la incredulidad y la fe, como leproso del Evangelio, me enfrenté a la lectura de ‘El andar del borracho: cómo el azar gobierna nuestras vidas’. Pura ciencia (sin escrutinio)”.

LUIS ALEGRE:

   “Acabo de terminar un ensayo de Hilario J. Rodríguez sobre los monos en la historia del cine. Se titula ‘Monos como tú’. El capítulo dedicado a la mona Chita me ha conmovido. Era gran amiga mía y su desaparición me ha dejado en un estado de desolación”.

HILARIO J. RODRÍGUEZ:

    “No hace falta recordar que las películas de la Hammer son una referencia casi legendaria para todos los aficionados al cine terrorífico y fantástico. Pero ¿cuál fue la mejor de todas? Si le preguntamos  al eterno Christopher Lee –que algo debe saber del asunto, porque apareció en las más distinguidas- nos dirá que su favorita es ‘La novia del diablo’, de Terence Fisher. Puede que este favoritismo se deba no solo a que él la protagonizó, sino a que por una vez su papel fue de héroe y no de espectral villano. El filme se basa, con notable fidelidad, en la novela ‘The devil rides out”, cuyo autor fue gran amigo del actor, un novelista muy popular en su época y totalmente olvidado hoy salvo por viciosos del género como un servidor: Dennis Wheatley. Lo recomiendo y lo reivindico”.

IRENE VALLEJO:

    “No entiendo nada. Chulear a los clásicos es una constante de los contemporáneos. El proxenetismo literario es una de las cosas más feas que practican algunos críticos y escritores. Lo hacen, además, sin pudor, y, como diría Bordieu, de forma tan descontextualizada que caen en estupro. Y lo hacen por delante, por detrás. En privado y en público. De forma individual, copulativa e interdisciplinar. Y sin vergüenza alguna. Tratándose, a veces, de textos de más de mil años, el gesto no puede resultar más ridículo. Lo que realmente interesa a estos saqueadores no es ni siquiera lo que realmente saquean, sino demostrar lo bien que saber exorcizar el tiempo presente con textos de la época de Lao Tsé. Lo dicho, no entiendo nada”.

ISMAEL GRASA:

   “Leo mucho. A veces, demasiado. En un mismo día puedo leer una hoja parroquial, un prospecto de aspirinas, el pasquín de un vidente, la frase guarra en los aseos de una taberna, un SMS que me desconcierta o incluso un libro. Leo tanto, eso sí, que, en ocasiones, lo esencial se me escapa”. 

ANTONIO PÉREZ LASHERAS:

    “Quienes me conocen saben de mis profundos estudios sobre Góngora y Quevedo. Para mí, Góngora es la cima de la literatura, la belleza formal personificada en su obra. Sin embargo, Quevedo es un soez, un maleducado, y su legado lo pongo en cuestión”. (Será porque, a lo mejor, se siente aludido por lo de “era feo pero viejo”, pero a mí me encanta cuando escribe aquello de “a partir de las diez de la noche, hay más pichas en el coño que pucheros en la lumbre…”).

FERNANDO JIMÉNEZ OCAÑA:

   “Estupendo el libro del profesor Esteban Torre publicado en Renacimiento ‘Veinte sonetos de Quevedo con comentarios’. Los grandes clásicos no son monumentos de mármol intocable o solo manejables por especialistas, como quería el viejo academicismo. Los grandes clásicos de una lengua son un tesoro espléndido de vitalidad y calidad que hemos de conocer, por cultura –hay que saber de raíces para entender de hojas- y, naturalmente, por placer. De Quevedo ya dijo Borges que él solo era toda una literatura, con un alarde del idioma y del concepto apabullantes. A Góngora lo trató de naipe, de homosexual y de judío. Aparte de estos turbios pensamientos, Góngora no le llega al madrileño ni a la suela del zapato. Y me da igual que se enfande el gongorino Lasheras…”.

JERÓNIMO BLASCO:

   “A mí leer, lo que se dice leer… Bueno, sí, algún tebeo. De hecho, el programa que he diseñado, ‘Actuando por el medio ambiente y la sostenibilidad de Zaragoza’, se centra en un tebeo para concienciar a los jóvenes sobre el ahorro del agua. ¿Sabía usted que en cada baño se consumen doscientos litros de agua mientras que con una ducha solo la mitad? ¿O que el treinta por ciento del agua que se consume en un hogar se va por el retrete? Para dar ejemplo, en mi casa de Zaragoza, que tiene cinco baños, ya está el fontanero trabajando”.

AGAPITO IGLESIAS:

   “Pues me encuentro por estos lares a ver si localizo un viejo número de una añeja revista, casualmente el único que me falta para completar la colección. Un empleado mío tenía ese ejemplar y se negó a vendérmelo, el muy cabrón. Por dignidad y principios morales, tuve que echarle”.

GONZALO BORRÁS:

   “Yo solo leo tebeos del Oeste. Mis preferidos eran ‘Tom Mix’ y ‘Buffalo Bill’. ¡¡¡Yiiihaaa!!!

HUMBERTO VADILLO:

   “Recomiendo el ensayo del profesor Nicolás Agudo titulado “De títeres y titiriteros”. Cuando empecé en mi departamento, expuse las ideas de este libro y se armó un follón de la hostia. Vamos a ver si nos entendemos. Los titiriteros son los que organizan la cosa pública y los títeres son los instrumentos en los que se apoyan aquellos. Hay que leer más, querido vulgo”.

SALVADOR DASTIS:

    “Mi libro de cabecera siempre ha sido ‘El arte de insultar’, de Schopoenhauer. El insulto es uno de mis géneros favoritos y requiere enormes dosis de tacto y refinamiento intelectual. La ofensa es un arte literario en sí mismo. Recuerda las letrillas satíricas de Quevedo contra Góngora y de este contra Lope y viceversa. El afilado Wilde dictaminó: ‘Monsieur Zola está decidido a mostrar que, si carece de ingenio, al menos puede ser aburrido’. La temible Virginia Woolf sentenció sobre el ‘Ulises’ de Joyce: ‘Es el esfuerzo de un estudiante asqueroso reventándose los granos’. Céline, a propósito de la famosa novela erótica de D.H. Lawrence, sentenció: ‘Seiscientas páginas para la polla de un guardabosques son demasiadas páginas’. La sutileza venenosa de H.G. Wells dijo: ‘Henry James es un hipopótamo tratando de coger un guisante’. George Sand fue definida por Flaubert como ‘una gran vaca rellena de tinta’. Y yo, humildemente, digo de una gran mayoría de los actuales narradores aragoneses: ‘La sola omisión de estos libros convertiría en bastante buena una biblioteca sin un solo libro’. Pues eso”.

MIGUEL ÁNGEL ORDOVÁS:

    “La última novela de Manuel Vilas, ‘Los inmortales’, es una obra de personajes monocordes en sus diálogos simples y frases artificiales. Tampoco acompaña el estilo narrativo, que parece en muchos momentos la mala traducción de una novela americana, con continuas repeticiones y adjetivaciones torpes que lo hinchan como si hubiera tenido que llegar a un mínimo exigido de páginas. Y en cuanto al contenido, cuando el autor intenta ponerse trascendente, resulta hueco; cuando provocador, ridículo; y cuando innovador, manido. Todo esto podría defenderse diciendo que hay que tomarse la novela desde el punto de vista irónico, con sentido del humor. Si es este el caso, solo cabe felicitar a Manuel Vilas por haber perpetrado una tomadura de pelo de más de doscientas páginas, y conseguir que Alfaguara se la publique”.

EMILIO LACAMBRA:

   “Acabo de leer ‘Comer hoy’, un libro con mucho sentido común para sacar el mejor partido al tiempo y a tu despensa. Para mí, el congelador ha sido un invento crucial, y la olla a presión, y la batidora. Pero también ha habido chorradas, como las picadoras multifunciones, que solo sirven para fregar muchas piezas. O la Termonix, que eso no es cocinar, que eso es poner cosas en un recipiente y darle a un botón, joder”. (Vale, vale, no se me acalore, hostias).

PEPE CERDÁ:

   “Estoy leyendo el catálogo ‘Arco 2012’. Estos críticos son la hostia: ponen a todos por las nubes. Estuve en la feria de Madrid y casi salgo por piernas. Hay que decir que en Arco hay incluso obras de arte, no crea usted. Por momentos se aparece todo tan chic que nos figuramos en un restaurante del ensanche barcelonés. Arco es el día de la marmota, pero sin marmota, un jardín de infancia para niños con más años que una bandada de loros. Casi ¡cien años! después de que Duchamp elevase un meadero a pieza museística, hemos de tolerar que alguien titule ‘Se jodió el columpio’ y presenta un mecano roto con un muñeco, o una rana disecada de pie en un coctelera de cristal. O un niño y una cabeza de cerdo girando en un tocadiscos dentro de una caja como de microondas. O una cadena que cuelga hacia arriba. O una batería derretida, que haría sonreír a Dalí (sí, el de los relojes blandos). O un ordenador portátil de alabastro iluminado, como iluminado estaba el chorro de un vulgar gripo Roca. O un Franco en una nevera. O un pupitre empotrado en la pared con silla y todo. Y todo, en general, puesto perdido de metacrilato. ¿Y los extintores, quién se atreve a echar mano de ellos se se declara un incendio, por miedo a que se trate de unos extintores de Barceló y acabemos profanando una obra para apagar el fuego de otra? Sale uno de allí viendo arte por todos lados y en casa, tras calentarme una fabada en el micro, me tortura la duda de si tirar o no la lata vacía de Litoral. ¡Qué no haría Warhol con eso!”.

VICKY CALAVIA:

   “Acabo de leer ‘La pasión de rodar’, un libro de Jesús Angulo y Antonio Santamaría sobre el cineasta Álex de la Iglesia. Un libro interesante, aunque no sea uno de mis directores preferidos, que yo soy más de Pedro Almodóvar, Pedro Lazaga o Antonio Ozores. Ahora estoy con otro libro sobre los orígenes del cine español, editado por la filmoteca nacional. Ahora resulta que la primera película española no se hizo en Zaragoza. Esto es un insulto a las profesionales del audiovisual como yo, que defendemos los escritos teóricos de Manuel Rotellar, a quien le hice un documental y todo. Los de la filmoteca nacional no tienen ni idea. Tanto leer, para nada. Después de tanto todo, todo para nada”.

ALFREDO ROMERO:

   “Yo solo leo tebeos. El que más me gustaba era ‘Jaimito’ y los confesionales con doctrina católica como ‘Trampolín’. Los de ahora, salvo los pornográficos, no me gustan mucho, la verdad”.

LUIS GARCÍA-NIETO:

   “Para una vez que salgo, me tienen que inoportunar con `preguntas. ¿A usted qué le importa lo que yo esté leyendo? Mi elegante manera de vivir está a medio camino entre la soledad y el aislamiento, recluido con cuadros y libros en mi silencioso cautiverio casi abacial, rehén de esos lentos y refinados modales submarinos en los que me desperezo, como una hidra de lino. A veces al levantarme de mi sillón de piel se produce en la sala un sonido cóncavo, erudito y deshuesado, como si al eminente cirujano le bostezase en latín el culo. Y le reitero: ¿A usted qué le importa lo que yo esté leyendo?”.

MARÍA DOLORES SERRAT:

   “He leído los últimos escritos de mi admirado Julián Casanova, el historiador turolense. Nos habla sobre el valor de la educación, acerca de la cuestión de dónde está el pensamiento crítico y cómo lo tratan la política y los poderes públicos. He reflexionado y me he planteado abandonar mi cargo de consejera de educación, cultura, universidad, cultura y deportes de Aragón”.

ALEJANDRO MOLINA:

   “Yo solo leo a Arturo Pérez-Reverte y su saga de Alatriste, voto a bríos. Hace literatura de evasión sin renunciar a ciertos mínimos culturales y estéticos, en la persecución folletinesca de su maestro Dumas. Mezclar a Galdós con Slaughter o Morris West, más o menos. Homero y Dostoievski con Tintín y la novela ‘pulp’. La prosa de Reverte será olvidada, pero él ha vivido, combinación muy superior a la de no vivir pero echártelas de Faulkner español sin ser otra cosa que Javier Marías, el hijo de su padre. Nenazas, que sois unas nenazas…”.

CARLOS PÉREZ ANADÓN:

   “Yo solo leo novelas que traten de impostores. Por eso me interesan tanto Chéjov, que llena sus ficciones de hombres embusteros que no se atreven a enfrentarse a la vida con la verdad por delante y terminan engañando a la mujer, a la amante y a sí mismos. Ya no digamos el catálogo de mentirosos que abundan en el universo simenoniano, embusteros compulsivos que necesitan creerse su mentira para que no les coma la ansiedad. O los textos de Patricia Highsmit, con un Tom Ripley que construye su existencia a partir de una mentira de juventud, cambia de personalidad según le conviene y elimina a quien no esté dispuesto a entrar en su juego”.

LUISA FERNANDA RUDI:

    “Uno de los síntomas incuestionables que indican que en Aragón está gobernando la derecha es que, cuando eso ocurre, ruge la marabunta. Espero que nadie se me moleste con la metáfora pero es que yo soy muy cinéfila y tiendo a buscar paralelismos entre la vida real y la ficción del séptimo arte, que a veces se acerca tanto a nuestra historia personal que acaba por confundirnos. Para no confundirnos, pues, recomiendo el relato de Phillip Yordan que sirve de inspiración a ese título tan apropiado en estos momentos”.

PEDRO CALVO:

   “Acabo de leer una biografía sobre Tàpies y no lo tengo nada claro. La verdad es que los cuadros abstractos de Tàpies cambian de significado según el lugar del marco en el que se coloque la escarpia para colgarlo. En otras ocasiones, la apreciación de la obra resulta muy beneficiada en el caso de que se exponga al público sin sacarla de su embalaje, del mismo modo que hay cuadros que donde merecen ser colgados es en el interior de un cajón. Yo no tengo nada que reprocharle a Tàpies, por supuesto. Al menos tuvo el acierto de enriquecerse haciendo cosas por las que a mí me cobrarían en cualquier tintorería”.

ISABEL SORIA:

  “Acabo de leer las cartas de amor firmadas por Nixon, ese que protagonizó uno de los mayores abusos de poder en Estados Unidos. El hombre al que lo biógrafos han retratado como un manipulador sin escrúpulos refleja unos tiernos sentimientos en las cartas, escritas entre 1938 y 1940. A mí me conmueve una que dice: “Cada día y cada noche quiero estar contigo. Y aun así no albergo el sentimiento de posesión egoísta o celosa. Vayamos a dar un largo paseo el domingo; vayamos a las montañas; leamos libros frente a la chimenea; sobre todo, maduremos juntos para encontrar la felicidad que nos pertenece”. (Será verdad aquello de que Dios escribe recto con renglones torcidos…).

UNA PROSTITUTA QUE PASABA POR AHÍ:

  “Que yo por la mitad del precio del libro que llevas bajo el brazo te hago un francés…”. (Porque es fea pero vieja, que si no le digo la verdad, que me lo han regalado…).

RAMÓN MIRANDA:

“Estoy leyendo a Moratín, ese que escribió: ‘Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños de Francia / supieran hablar francés’. Je, je”.

LOLA CAMPOS:

   “He vuelto a leer los tebeos para niñas que eran los más leídos durante la postguerra: ‘Florita’, ‘Merche’… ¡Qué tiempos! ¡Cuánta añoranza!”.

MANUEL MARTÍNEZ FOREGA:

   “Soy alérgico. La jodida primavera es el lugar común más sobrevalorado de la historia de la lírica. Machado silabeaba: ‘La primavera ha venido. / Nadie sabe cómo ha sido. / La primavera ha venido. / ¡Aleluyas blancas / de los zarzales floridos!’. Ya me gustaría ver hoy en una terraza de la plaza San Miguel a Machado, con los ojos hinchados como zepelines por las urbanas poluciones, a ver si le entraban ganas de hacer rimas sobre la primavera o más bien cagarse en sus muertos”.

PEPE QUÍLEZ:

   “Oiga, mireusté, lo que yo lea o deje de leer es problema mío. ¡Lo que faltaba, que le tuviera que decir que qué libro estoy leyendo ni qué niño muerto! Oh, sí, sí, ya sé quién es usted, el del ‘Pollo Urbano’. Le quiero a cincuenta metros míos. ¡A tomar por culo!”. (Jo, cómo se ha puesto el gachó, y eso que lleva entre las manos una ‘Guía de los buenos modales’…).

 

    Cuando me dispongo a cerrar la caza del entrevistado, pasa a mi lado un grupo de ancianos que acaban de comprar un lote, al peso, de antiguas novelas de bolsillo del Oeste, de ediciones Bruguera. Me acerco a ellos y, eufóricos, me las enseñan. Entre la cincuentena de títulos,  diviso ‘Raza mexicana’, ‘Espuelas de plata’, ‘Cumbres nevadas’, ‘La tranquila ciudad de Concordia’, ‘Encerrona para un valiente’ o ‘El rancho de la condenada’. Y los autores, que parecen pseudónimos, son, entre otros, Marcial Lafuente Estefanía, Keith Luger, Silver Kane, Clark Carrados, Donald Curtis, Lou Carrigan, Joss Tanner y Ray Lester. Los abuelos se aceleran y me dicen que les ha tocado la lotería, que son unos fanáticos de estas historias y que hace tiempo, mucho tiempo, dejaron de publicarlas. Y, en una erudición asombrosa, empiezan a detallar diferentes diálogos que se saben de memoria. Al que le ha tocado la lotería es a mí. A saber:

Pistolero: “No he venido a buscar camorra, señor Lonnegan”. Ganadero: “Llámeme Bart, los amigos me llaman Bart”. Pistolero: “Como usted quiera, señor Lonnegan”.

Ranchero: “No he tenido suerte con las mujeres, excepto con aquella chica de Wisconsin que me dijo que quería casarse conmigo. Pero resultó que se lo dijo también a todo el mundo, menos a su marido, que después quería levantarme la tapa de los sesos. Desde entonces compruebo siempre la marca del ganado antes de meterme en otro corral”.

Pistolero: “¿Por qué no se fía de los hombres?”. Cantinera: “Porque una vez me fié de uno”.

Sheriff: “¿Tiene rifles su gente?”. Forastero: “Sí”. Sheriff: “¿Saben usarlos?”. Forastero: “No”. Sheriff: “¿Con qué piensan, en ese caso, atravesar Wisconsin?”. Forastero: “Con suerte”.

Fiscal: “¿Sabe usted quién es Ramírez?”. Pistolero: “No”. Fiscal: “¿No recuerda al hombre que mandó ahorcar?”. Pistolero: “No le pregunté cómo se llamaba”.

Sheriff: “Busco a Rick Belden, ¿le conoces?”. Cantinero: “No. Tal vez se ha equivocado usted de ciudad?”. Sheriff: “No me he equivocado de ciudad, sino de informador”. Cantinero: “Aquí todos somos iguales, sheriff”. Sheriff: “En ese caso será un alivio suprimir a unos cuantos”. Cantinero: “Yo no le diría a usted dónde está Rick Belden ni aunque estuviera a su espalda”. Sheriff: “Ya veo que Belder tiene buenos amigos aquí”. Cantinero: “Los tiene”. Sheriff: “¿Y ningún enemigo?”. Cantinero: “Sí, muchos”. Sheriff: “¿Dónde están?”. Cantinero: “A las afueras del pueblo. En el cementerio”.

Cantinero: “¿Qué busca aquí, forastero?”. Pistolero: “Nada, forastero”. Cantinero: “Yo no soy forastero”. Pistolero: “Para mí, sí”. Cantinero: “¿De dónde viene?”. Pistolero: “Lo he olvidado”. Cantinero: ¿Adónde va?”. Pistolero: “¿Quién sabe?”. Cantinero: “Un bonito lugar, lo conozco”. Pistolero: “Yo todavía no, paisano”.

Juez: “¡Contesta, perro! ¿Mataste al chino?”. Granjero: “Sí”. Juez: “Tienes algo que alegar antes de que te ahorque?”. Granjero: “Ninguna ley del territorio dice que esté prohibido matar un chino?”.

Sheriff: “¿Por qué vuelves a esta carnicería?”. Pistolero: “Por dinero”. Sheriff: “Ese dinero te traerá remordimientos”. Pistolero: “Remordimientos ya tengo. Lo que no tengo es dinero”.

Cuatrero: “¡Baxter! ¡Eh, Baxter! ¡Por fin has llegado, Baxter! Llevo dos días seguidos esperándote. Esto es un mal comienzo”. Pistolero: “Efectivamente, amigo, es un mal comienzo. Yo no me llamo Baxter”.

Ayudante: “Sheriff, la viuda de Gómez va a tener un hijo”. Sheriff: “Dele mi enhorabuena a Gómez”. Ayudante: “Pero, sheriff, Gómez murió hace más de un año”. Sheriff: “Siempre dije que Gómez es uno de esos tipos que siguen dando guerra después de muerto”.

     Después de tanto forajido de leyenda en forma de abuelos, políticos gorrones y escritores vanidosos, me tomo un respiro y, aprovechando el inmediato cierre de las casetas de la feria, voy a buscar a mi amigo Fernando Jiménez Ocaña, el de Onagro, para cenar algo y tomar unas copas. Nos dieron las tantas y prácticamente nos echaron del último lugar. Como no había ningún garito abierto, nos metimos en un bar de putas. Una camarera bizca, a la que costaba moverse, con las tetas al aire, se acerca hacia nosotros y con un gesto nos pregunta qué queremos. No se inmuta y nos trae lo que le hemos pedido: dos chupitos de ‘white label’ con dos piedras en cada vaso. A los pocos minutos entra un tipo al bar. Es viejo. Tiene una barriga de la hostia. Su nariz es como una patata roja. Va mal vestido. Con una mano sostiene una máquina de escribir cutre y con la otra una maleta de cartón. Se sienta a nuestro lado. “Soy Charles Bukowski, el escritor más grande de todos los tiempos. Invitadme a una cerveza”, nos dice. “No nos jodas, tío, Bukowski la palmó hace tiempo”, le decimos. “¿Y qué?”, pregunta. “Que tú eres un colgao, joder”, le contesto. Saca su carnet de conducir. Nos enseña unos cuantos folios. Un libro de relatos. Evidentemente, se trata de Bukowski…

    “No entendemos nada”, le decimos, “y además llevas una pinta de pringao que te cagas. Si fueras Bukowski estarías lleno de pasta y con una rubia al lado”. “Sois unos mamones”, nos dice. “Todo es pura rutina. Sentarte ante la máquina y escribir. Follarte jovencitas. Salir en los periódicos. Dar conferencias. Las apariencias engañan”. Mira a su alrededor. No hay ninguna puta. Se toca las pelotas. “Voy a cascármela”, afirma. Dicho y hecho: se abre la bragueta, saca una cosa roja, se escupe la mano derecha y empieza a pelársela. Nos apartamos. Se corre enseguida y nos mira con cara de aburrido. Nos pregunta que a qué nos dedicamos. Fernando dice que intenta abrirse camino en la literatura y yo le respondo que tengo una tienda de juguetes y caramelos. Bebe un trago de cerveza y, al rato, comenta: “Vosotros tendríais que tener un estanco”. “Y tu puta madre”, le suelta, cabreado, Fernando. “No había otra que la mamara como ella”, le dice. “¿Cómo lo sabes?”, le pregunta mi amigo. “Me lo contó mi padre”, responde.

    Salimos los tres del tugurio, me despido de mi amigo Ocaña e invito a mi casa al gran Bukowski, para que coma algo, se dé un baño y descanse. Entretanto, hablamos de literatura, de lo divino y de lo humano. Me dice que escribir no da para comer, al menos bien, y mucho menos para sacar adelante una familia o una vida con exigencias normales, algo que han sabido buena parte de los mejores escritores que han estampado su nombre con letras de molde en la República de las Letras. Sin ir más lejos, me comenta que él ha acumulado en su vida una interminable lista de oficios, aunque en el que más ha perdurado es el de cartero. Con la fama de escritor ya bien labrada, me confiesa el miedo atroz que le atenaza en las promociones literarias y en las conferencias, y que en una ocasión, incluso, los nervios le hicieron vomitar una, dos, tres veces. “Es más fácil trabajar en una fábrica. Por allí no hay tanta presión”. Después de un silencio prolongado, preparamos dos chupitos de whisky, con dos piedras en cada vaso, y encendemos el televisor. Y aparece en la pantalla, oh, un filme del Oeste sobre Pat Garrett y Billy el Niño, en el momento en el que el primero intenta avisar del desastre al segundo y justificar en nombre de la supervivencia su cambio de chaqueta con un desolador: “Los tiempos están cambiando, Billy”. Y el kamikaze le responde: “Pues yo no”.

 

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