IGNACIO MAYAYO (1986-2022)


Por Perico Liso

      El 6 de octubre de 2022 se inaugura en las salas Goya y Saura del Paraninfo zaragozano, la exposición «Ignacio Mayayo (1986-2022)», que hace un recorrido por la producción pictórica del artista aragonés. Organizada por el Vicerrectorado de Cultura y Proyección Social, la muestra se acompaña de un completo catálogo con textos de Antón Castro, Francisco Javier Pérez Rojas y Fernando Castro Flórez.

   Fue fundador de la revista «El pollo Urbano» en 1977,  nació en Layana, provincia de Zaragoza, el 21 de diciembre de 1953. Su infancia y adolescencia transcurren en dicho pueblo, cursando estudios de bachiller en Sádaba y Ejea de los Caballeros. Entre los años 1970 y 1973 estudia Arquitectura Técnica en Burgos, profesión en la que trabajará esporádicamente. De inclinación temprana por el arte, expondrá por primera vez en 1975. Sus primeras obras son de clara influencia surrealista. Profesor de la Escuela de Artes de Zaragoza desde 1979 a 2019. Su obra plástica evoluciona a partir de 1983, momento en el que abandona el surrealismo. Se encamina desde entonces hacia un realismo naturalista, utilizando como técnica principal el óleo sobre lienzo, sin olvidar su interés por el dibujo y la obra gráfica.

 IGNACIO MAYAYO: UNA AVENTURA DE LA LUZ

Por AntónCastro

    Ignacio Mayayo (Layana, Zaragoza, 1953) siempre ha ido a su ritmo: como si viviese sin ansiedad y tuviera el don de la invisibilidad. Es el pintor de Zaragoza (como lo fueron o lo son Francisco Marín Bagüés, Rafael Aguado Arnal, Eduardo Salavera, Eduardo Laborda, Jesús Monge y Pepe Cerdá, entre otros), o al menos uno de ellos, y a la vez es un pintor rural, alguien apasionado y tranquilo, de esos sujetos que parecen no perder la calma ni asomarse a un vértigo malicioso, que se reconoce en la tierra, en el paisaje, en los recuerdos de su niñez en Layana donde nació, en sus viajes y paseos por Sádaba y en aquella Ejea de los Caballeros donde hizo el bachillerato, bastante menos populosa que hoy. Allí, en esa atmósfera de vastas extensiones planas, descubrió muchas cosas: la belleza cambiante de las nubes, los campos abiertos al horizonte y al cereal, algunos prados, parajes montañosos y también una arquitectura que le impactó. La sombra de su abuelo Celestino, que tenía alma de artista y le compraba recortables y le ayudaba a montarlos, fue decisiva: casi tanto como su curiosidad, algunas iglesias como la del Salvador, en el centro de Ejea, y el mudéjar imponente de la torre Tauste. Junto a todo eso, el niño, el adolescente y el joven que fue Ignacio Mayayo disfrutó de una vida sencilla, con frutales, calzadas escarpadas, humedales y arboledas, y aquellas carreras con otros chiquillos que parecían perseguir al mismo cierzo.

    La pasión por el arte no tardó en llegar. Y el joven, antes de marchar a estudiar a Burgos Arquitectura Técnica, hizo sus pinitos con varios cursos de Agfa: paso a paso, con el carboncillo, la paciencia y la épica pertinaz del sombreado, iría descubriendo el virtuosismo del lápiz, y no tardaría en demostrarlo y perfeccionarlo. En Burgos, con diversos amigos, a la par que ensuciaba papeles, descubrió la catedral y sus gárgolas imponentes y a muchos artistas clásicos: Leonardo da Vinci, Rafael de Urbino y Sandro Botticelli, con quien va a compartir una afición y una vocación: el amor a la belleza femenina, la pasión suave por la mujer que se revela como el despertar de Venus.

   La vida de Ignacio Mayayo es muy literaria. Accidentada de matices, de aventuras y de una mitología personal, edificada por él mismo con sus silencios y su gran capacidad de trabajo y por su amigo del alma, Pepe Cerdá, que le ha dedicado muchos de sus relatos orales. Ambos se necesitan, se ayudan y se complementan: se glosan y a veces Cerdá, que tiene alma de narrador de ‘Las mil y una noches’ con humor e ironía aragoneses, un poco de sarcasmo y algo de somardería, habla de Mayayo -para Cerdá es Mayayo a secas; para Mayayo, Cerdá es Pepito- como si tuviera algo fabuloso en su comportamiento, en sus registros pictóricos o en sus manías. Una de las primeras aventuras de Mayayo se produjo durante el servicio militar en Zaragoza: en el cuartel, como han contado algunas veces escritores o pintores, Ignacio realizó un sinfín de retratos y colmó de fantasía, y aún de caligrafía, la imaginación de familias, novias, amores ocultos y madres. Pintó a otros, escribió para otros, y así como quien no quiere la cosa mostró que se puede vivir en el filo, que se puede avanzar de modo imperceptible atrapando los regates del vivir. El joven que salió del servicio militar era otro: quizá más pícaro, quizá más sabio y, sin duda, enfermo de garabatos. Había ahondado en la condición humana a través de sus compañeros que le pedían un poco de todo. Más de uno le dijo: “Píntame mis quimeras, mis fantasías; píntame a la mujer de mis sueños”.

    Por entonces, descubrió a los primeros maestros: Paul Klee, René Magritte, El Bosco y Max Ernst, y decidió abrazar un surrealismo cotidiano, también con ecos de la pintura de vanguardia y del realismo mágico. El surrealismo no dejaba de ser cotidiano y a veces con muchos matices de colorido, ambientación e intimidad, y desarrolló esa poética un tiempo con estupendos logros que afirmaron, sobre todo, su pulsión de pintor, su evolución, su instinto de perfección, su diálogo con la luz y esa búsqueda pertinaz que no ha cesado todavía.

   En la Zaragoza de los años 70 sucedían muchas cosas. Antes y después de la muerte de Franco. Entre las compañías teatrales había una especialmente crítica o irreverente, capaz de formalizar un ‘happening’ incómodo. Era El Grifo de Dioniso Sánchez, de Félix Zapatero, de Chema Mazo, de Ana Marquesán,  y otros. Ahí, en ese grupo, encontró acomodo Ignacio Mayayo, que, a su modo (también fue músico y cantante de un grupo), parecía ir un poco por libre. El Grifo tendía a la bronca y a la desmesura, a la desacralización, y era un estandarte de rebeldías y de provocación. En sus ensayos, en sus tertulias, en la vida en los sótanos y en los bares umbríos, Mayayo halló temas, motivos, una gran inspiración que le permitió dar un salto: dejó atrás el surrealismo, quizá tuviese la sensación de que se había amanerado un poco o que ya no hallaba la espiral de los estímulos incesantes, y abrazó el mundo del teatro, donde también atisbó algo capital: la pintura es materia, color, textura, representación clásica; la pintura es un intento de atrapar una realidad mental y trasvasarla al lienzo; la pintura es gesto, pausa, temblor de luz, trampantojo del brusco trazo, pero también puede contener historias, escenas con personajes y tal vez con drama. En esa deriva, Ignacio Mayayo entendió que en sus cuadros buscaría también el relato, el misterio, la persuasión de las criaturas. Y eso será una constante, ya no solo en esta parte capital de su producción, que llega hasta los 80, sino en todo lo que hace: en sus cuadros de ‘Pozas’, que suele decir él, que son su visión de un paisaje idílico donde todos los seres están confiados y viven sin saberlo dentro de la mirada romántica del pintor, en el interior de una caracola de hechizos, pero también en sus paisajes, ya sean en Osia y alrededores, en el Prepirineo o, por supuesto, en sus figuras en acción o desmayadas, en la hora de la siesta o de la conversación apacible.

   Ignacio Mayayo ha sido toda su vida un gran trabajador. En todos los órdenes de la pintura y el dibujo. O en sus clases en la Escuelas de Artes y Oficios, donde ha intentado ser permeable y feliz. Es un hombre de cuaderno y de lápices. Durante muchos años se afanó en hacer y en inmortalizar la línea de los tejados de Zaragoza con un dibujo preciso y preciosista, impecable de estructura y de dominio de las líneas y las perspectivas, y a la vez decidió pintar, con colores más bien tamizados, casi a pastel, el río Ebro. Ignacio Mayayo, como los citados Salavera, Aguado Arnal, Laborda, y pocos más, se ha sentido conmovido y atraído por el Ebro, y le ha dedicado dibujos, arabescos, y no solo eso, y se puede ver en esta exposición: le ha dedicado algunos de los cuadros más lujosos, de cromatismo, de bellezas intemporal o eterna, al río Ebro. Al Ebro que se cuela entre los puentes, el que espejea el Pilar, el que copia las instalaciones de Helios, el que parece transformar sus riberas en una plataforma para soltar sus piraguas a la superficie. En esta serie, fabulosa de detalles, de primor, de veladuras y transparencias, Ignacio Mayayo alcanza una maestría que siempre ha perseguido y que le hace sentirse más afín a Turner, que es su dios desde hace algunos años (como Marc Chagall, Egon Schiele o Pierre Bonnard, entre otros) más que el Francisco Marín Bagüés de ‘Los placeres del Ebro’, un cuadro genial realizado desde 1934 a 1938 que habla de un oasis de paz y de esperanza, de culto al cuerpo, interrumpido bruscamente por la Guerra Civil, que Mayayo lleva grabado en su adn. Turner y sus fuegos (o más bien, “mezclas de luz”) están en su retina y su pincel, en el arte de componer, en su tentativa de crear una realidad pictórica personalísima, cristal en el aire y en la noche, azul en el azul constelado, lumbre por los aires. No sé si da lo mejor de sí mismo o no, no es fácil decirlo, pero sí se ve que el pintor intenta ofrecernos un Ebro que pertenece al hontanar de su imaginación, al territorio exuberante de sus sueños, y que la pintura para él es afán, inconformismo, beldad, atmósfera y latido de alucinación. Escribió John Ruskin: “Turner es el artista que más conmovedoramente y acertadamente puede medir el temperamento de la naturaleza”. Mayayo sigue su estela. Podría decir con Monet: “Mis ojos se abrieron finalmente y comprendí la naturaleza. Aprendí al mismo tiempo que me encantó”.Y me definió así su admiración por Turner en una entrevista: “El pintor de paisaje que más me ha fascinado siempre es Joseph William Turner. Además de su gran técnica y su memoria fotográfica, manejaba los trucos como un auténtico prestidigitador, de tal manera que a veces un cielo tormentoso parece un ‘turner’”.

   Está claro que, como su amigo Pepito Cerdá, Ignacio Mayayo es un retratista y un pintor de paisajes. Un pintor de escenas y figuras y, por supuesto, un metódico y obsesivo artista de la naturaleza. Ante el río Ebro, se siente objeto de un deslumbramiento inefable. Pero también es un pintor narrativo de escenas y personajes que ha logrado alguna de sus mejores piezas en lo que antes llamábamos ‘Pozas’, término que acuña el propio Mayayo. Podíamos decir que atrapa instantáneas que están llenas de complicidad y de cotidianeidad: el pintor sabe mirar entre las rocas, la fronda y el agua, y capta a sus amigos, a sus amores, con una templanza suave, con una serenidad incomparable. En esa serie, que se prolonga en el tiempo y que quizá nazca de una atracción constante por la vida al aire libre, Mayayo se siente plenamente feliz, y realiza cuadros del placer de existir, cuadros de la calma, de una voluptuosidad tranquila pero siempre hermosa. Un mundo dentro del mundo, un paraíso propio que es vergel, arcadia, afirmación del tiempo y de la mirada, de la luz, de la carne y de los cuerpos.

   Aficionado a los detalles, a los gestos casi invisibles, Mayayo multiplica su aguda percepción y en cierto modo su idea de fijar para siempre sensaciones y un aire permanente de complicidad y confianza, algo que también logra en sus magníficos desnudos. Las mujeres se abandonan sin temor a ser vistas por el pintor, en la travesía del descanso, en la pura intimidad del gozo y de la sensualidad. Ignacio Mayayo tiene un sexto sentido: es afable, es respetuoso, se siente cómodo y quizá sea un ‘voyeur’ apacible, lírico y exacto a la vez, desprovisto de afectación y de obscenidad. Siempre va más allá, quizá sin pretenderlo del todo: mira, siente, palpita, se toma tiempo y desarrolla, con suavidad, ámbitos propicios, mágicos y acaso irrefutables en un período de concentración y de soledad. Es un cazador de instantes y a lo mejor de distracciones: todo se le ofrece con una pureza extrema, y él, como Balthus o como Egon Schiele, artistas que admira y que están en su mano y en su cabeza, capta un universo sin heridas, huérfano de fricciones, pero también abisal y probablemente enigmático.

   Ignacio Mayayo ha logrado, al fin, ser Ignacio Mayayo. Su trayectoria, sus exposiciones -Luzán, Fundación Caja Rural, Colegio de Arquitectos, Centro de Arte Contemporáneo de Ejea…, entre muchas otras-, su eco y su maestría lo demuestran: sus cuadros están en museos, fondos públicos y colecciones privadas, y se reconocen de inmediato. Mayayo ha logrado ser Mayayo: el dibujante que encierra el mundo exterior en sus cuadernos, en pequeños trazos que son como bocetos de todo y de nada: de la obra definitiva, desde luego, pero también fantasías, acercamientos, grabados, juegos de pintor que despliega su entorno a través de leves gestos, de manchas, de perspectivas, de arquitecturas y de delirios.

    Ignacio Mayayo lo tiene claro y lo precisa: “Lo que más me ocupa es representar la luz”. Es una forma sincrética de decirlo: la luz es la claridad, es la forma, es la composición, es la piel que se eriza del paisaje o de la carne de esos personajes que encarnan una forma de respirar, de sentir y de estremecerse sin vehemencia. He aquí su autorretrato, su método de trabajo y, en cierto modo, como habría dicho Jorge Luis Borges, el tamaño de su esperanza: “En la pintura se busca, y a veces se encuentra, y al fin acaba siendo una forma de estar en la vida. En mi caso, creo que haría lo mismo en una isla desierta. En este intento de comprensión de lo que te rodea todo puede ser trasladado a pintura. Cuando pinto de alguna manera busco la obra maestra, ya sé que esto suena un poco pedante, pero allí está mi atracción por los maestros del pasado, pintores muy grandes a los que solo rascarles la suela del zapato ya resulta difícilmente accesible. Yo intento seguir aprendiendo y me divierto”. He aquí tres frases o tres conceptos que definen a un artista que no se detiene: la pintura como una forma de estar en la vida, la búsqueda de la obra maestra y el aprendizaje con alegría.

 

PERFILES Y PERSPECTIVAS DE ZARAGOZA EN LA OBRA DE IGNACIO MAYAYO

Fco. Javier Pérez Rojas
Universidad de Valencia

    La Vista de Zaragoza de Juan Bautista Martínez del Mazo (1647) es un cuadro que en el Museo del Prado me agrada buscar para detenerme a contemplar la maravillosa y amplia panorámica que el artista captó de «la ciudad del Ebro» desde una galería del antiguo convento de San Lázaro, al otro lado del río, cuando estaba allí alojada la familia real durante su estancia en la ciudad. La silueta monumental de Zaragoza, definida por la esbeltez de sus torres mudéjares, se muestra majestuosa, despertando en el espectador el deseo de adentrarse en ella para recorrer sus calles y contemplar los monumentos que la jalonan. Es el perfil de la que era una de las ciudades más bellas de España, hoy maltratada, como tantas otras, por la pretenciosa arquitectura contemporánea. Cómo lamentamos que no se realizasen más panorámicas de este tipo. Se sabe que Martínez del Mazo había pintado otra vista de Pamplona, por encargo del príncipe Baltasar Carlos, de la cual no hay rastro. En el cuadro de Martínez del Mazo las riberas del río aparecen como puntos de encuentro e intercambio, con un trasiego quizás acentuado por la visita real en ese momento.[1] Diríase que la vida cotidiana desborda los límites del recinto y busca el aire libre en los márgenes del río, que funciona como gran plaza. Engrandece la composición el majestuoso Puente de Piedra, con la parte central caída a causa de la devastadora riada de 1643. La ciudad en panorama y el río son los dos grandes protagonistas de la pintura. El caudaloso Ebro viene a ser como un Nilo aragonés, fuente de prosperidad y riqueza de la ciudad, el dios que la favorece y en ocasiones también la castiga con sus crecidas. El protagonista del cuadro diríase que es en realidad el río.

    Si damos un gran salto en el tiempo, tropezamos con otro cuadro por el que siento también predilección, se trata de Los placeres del Ebro de Francisco Marín Bagüés (1934-1938, Museo de Zaragoza).[2] El título de esta obra es indicativo sobre cómo el río sigue siendo protagonista principal, pero el Ebro ahora se descubre como un espacio potencial de ocio en el que la vida moderna se desarrolla plena y libremente; el club naturista Helios, que existía desde 1925, aparece en la composición. Los encorsetados personajes de Martínez del Mazo se despojan por completo de sus vestiduras y se zambullen en las refrescantes aguas exhibiendo unos cuerpos modelados por la vida sana y el deporte. La vida ha dado un giro radical. La ciudad se hace más placentera y el hedonismo se manifiesta sin cortapisa. La época en la que el cuadro está pintado ha avanzado hacia un concepto más amplio de libertad individual. Los bañistas de Marín Bagüés parecen, en cierto sentido, herederos de los de Cézanne o lo homenajean. He querido recordar estas dos pinturas del pasado para arrancar estas páginas sobre el artista aragonés Ignacio Mayayo, porque permiten esbozar un cierto recorrido donde el perfil de la ciudad y el río son protagonistas.

LA ZARAGOZA INTERIOR COMO PANORAMA

    El cuadro de Martínez del Mazo sólo mostraba la silueta de la ciudad desde el exterior, pero cómo nos hubiese gustado introducirnos en ella para curiosear lo que esconde ese perfil. Si el viaje en el tiempo nos dejara descubrir lo que había al otro lado de la Zaragoza de Mazo, quizás nos sorprenderían sus deficiencias y seguramente también su olor, pero maravillaría la magia de su arquitectura. Este salto hacia el interior desde una perspectiva presente es el que realiza Ignacio Mayayo, mostrando una ciudad que ciertamente ya es muy otra.

   Mayayo es un artista que reside en el centro histórico de Zaragoza y lo conoce bien. Con la rehabilitación de su residencia y estudio ha apostado por mantener vivo el patrimonio aragonés en un espacio emblemático. Qué mejor ejemplo de ser un artista enraizado a un territorio y una cultura que esta elección, rechazando la funcionalidad pretenciosa de una arquitectura depredadora, que infecta la ciudad con el beneplácito de todos los entes oficiales. Gracias a Mayayo hay un derribo menos en el casco histórico de Zaragoza. Se ha escrito en este sentido que: «El pintor va arreglando poco a poco este edificio viejo y noble –desescombra un patio, tira una pared–, a un tiempo que lo habita. El que ha visto su pintura tiene la impresión de que también hay un poco de todo esto en sus cuadros: aprovechar algo que ya estaba ahí, cualquier presencia honesta –la vista de tejados desde una ventana, una caseta de huerto, una amiga sentada, la pila de un lavabo–, dejando tan solo una constancia humana. Se podría decir que Mayayo es un ocupador que construye, una presencia laboriosa, igual que retoca mucho sus obras o no acaba nunca con la casa».[3]

   Ignacio Mayayo es un artista autodidacta, no viene de una Escuela de Bellas Artes, es arquitecto técnico, lo cual le confiere también una solidez técnica a su trabajo.

     La pintura de Mayayo se inserta, en líneas generales, dentro de lo que de manera amplia se denomina realismo español contemporáneo, pero ser un pintor realista puede implicar muchas acepciones y variantes. Hay un arco casi infinito de ejemplos de toda índole en la forma de aproximarse a lo real, de ver y reflejar la realidad haciendo su propia selección, de procesar los estímulos y descubrimientos de la mirada. Pero está además la emoción de cada cual, la mirada crítica, la capacidad poética, las formas, el color, las sobras, las texturas, la linealidad, los ritmos, el movimiento, el estatismo, el dinamismo, la fidelidad óptica, la captación de la vida interior, el alma de lo representado… De lo que no cabe duda es que un pintor naturalista, como él, precisa de la solidez y el dominio del dibujo. En este sentido Mayayo lo es, en su autoaprendizaje el dibujo ha sido un arma decisiva en la conquista de un oficio y un estilo. Sus dibujos presentan una gran riqueza de matices, de contrastes, de variaciones en las formas de representación. El artista tiene también una especial habilidad para combinar los lápices de colores experimentando con técnicas que dan mayor vida a sus creaciones, como ha enseñado en este sentido David Hockney. Personas que conocen bien al artista han subrayado el carácter decisivo de su faceta de dibujante: «Cualquiera que conozca al maestro-profesor sabe que siempre va con un cuaderno de dibujo y que dibuja, paciente y desapasionadamente, cualquier persona o cosa que a su alrededor tenga. Más que dibujar levanta acta, sin aliviarse, sin eludir dificultades. (…) Del mismo modo que los monjes tibetanos entonan mantras, o los cistercienses gregorianos, igual que las abuelas hacen ganchillo, Mayayo dibuja. Con humildad, sistemática y pacientemente, espera trabajando que la obra magistral se produzca por sí misma, sin forzar, del único modo posible».[4]

     Dibujo y panorámica urbana concretizan uno de los trabajos más especiales de Mayayo. Me refiero a la gran panorámica de Zaragoza vista desde el barrio de San Pablo. Una minuciosa y exhaustiva descripción del perfil de la ciudad que va más allá de lo que podía ser la visión fotográfica impersonal. El artista traslada al espectador, en esta amplia panorámica, al interior de la ciudad y lo adentra en el alma de la misma, descubriendo lo que en cierto sentido podrían ser los jirones o el breve muestrario de aquella urbe que pintara Martínez del Mazo, invitando a la identificación de aquello que ha sobrevivido tras el paso de los siglos, apenas la torre de San Pablo y la de la Seo. Cuando Martínez del Mazo hace su Vista de Zaragoza faltaba mucho tiempo aún para que se levantase la actual Basílica del Pilar. Hoy es la silueta torreada simétrica de la basílica la que determina las visiones monumentales más emblemáticas de la ciudad. Cuántas veces el Pilar y el río, con el reflejo del edificio en las aguas, se han erigido en la imagen más recurrente de la ciudad, tanto para carteles y postales como para pinturas. No es este el caso del dibujo de Mayayo, donde el Pilar es una realidad algo distante que se hace visible por su inconfundible perfil. De la ciudad torreada de Martínez del Mazo hemos pasado a esta otra menos vertical y espiritual. El recinto histórico, con sus edificios desconchados y abandonados, es un enfermo que necesita tratamiento. En el primer plano domina la imagen del barrio que languidece por el abandono sufrido durante décadas; es uno de esos espacios que especuladores, políticos y arquitectos gustan presentar como cadáveres a los que hay que sepultar. Zonas donde lo antiguo sobrevive pendiente de un hilo. Los primeros planos de la panorámica son estas casas un poco anárquicas y asimétricas, ajenas a una idea de regularidad enquistada como norma de actuación preferente. Sobre los tejados de las viviendas crece algo que también es ya casi otro resto del pasado, cual es el escuálido y anárquico bosque de las antenas de televisión. A la derecha, un tanto distante, está el núcleo principal del corazón del centro histórico presidido por el Pilar y, en el extremo, el edificio de los Escolapios. En el segundo plano se divisan los bloques impersonales de las nuevas arquitecturas. Pero el tiempo hace milagros y la mirada del artista puede hacer que simplemente veamos ya todas esas nuevas construcciones anodinas, sin la pátina del tiempo, como masas emergentes de un nuevo mundo que obligan a dejar de lado la sentimentalidad y la nostalgia sin romper la visión poética o melancólica del artista.

    Zaragoza se muestra en esta creación como un paisaje urbano que invita a la contemplación y reflexión de la ciudad del presente, una ciudad que sigue manteniendo zonas que imantan nuestra mirada, y en las cuales se descubren los fragmentos rutilantes de un pasado brillante. Mayayo ha revivido, quizás de manera casi inconsciente, la gran tradición de las vistas panorámicas. Esas composiciones casi circulares y pre-cinematográficas que permitían a los ciudadanos del XIX descubrir su propia ciudad y vivir experiencias de inmersiones que los convertían en espectadores de acontecimientos de todo tipo. Este gran dibujo es, probablemente, la obra donde mejor se funden el artista y el arquitecto técnico. No es un dibujo realizado con la ayuda de la proyección de una diapositiva para ser dibujada y coloreada, como sucede con tantos cuadros hiperrealistas, ni una composición que traslada la imagen de una fotografía. En este artista nada es improvisado, «hay muchas horas de investigación compositiva detrás, como también en las vistas de paisajes, que en absoluto hay que confundir con imágenes tomadas al azar, pues este artista es un trabajador paciente, a partir de apuntes, dibujos, bocetos u otros estudios preparatorios».[5] Es el resultado de un constante y laborioso trabajo de meses en una terraza del barrio de San Pablo. El dibujo gana aquí a la fotografía, o tiene la misma efectividad, para hacer sentir el latido de una realidad. Es la Zaragoza desde dentro que Martínez del Mazo no presentaba. Pero ahora no se trata de una panorámica que busque destacar la grandeza de la ciudad al modo del Antiguo Régimen, sino presentar la cruda realidad de la urbe y sus contrastes, la lucha por la supervivencia, su belleza y su decadencia.

    Coetánea de la gran perspectiva del casco viejo es la Vista de la Plaza de España de Zaragoza (1986), un dibujo igualmente elaborado y minucioso que ahora traslada a una de las principales encrucijadas de la Zaragoza contemporánea. A pesar de la relativa proximidad existente entre ambas zonas, diríase que estamos en otro mundo. La fachada envolvente del recinto es un muestrario de arquitecturas de diversos períodos o estilos, un collage moderno donde la banca y los edificios empresariales se erigen como nuevas referencias monumentales. La capacidad descriptiva y el virtuosismo del artista se exhiben también aquí sin cortapisa. Este muestrario urbano se complementa con el óleo de la calle Conde de Aranda (2020), vista desde una perspectiva en picado. Los trabajos de Mayayo se insertan en este sentido en un capítulo decisivo de la iconografía de los realismos modernos, cual es la representación de la ciudad contemporánea desde diferentes ángulos y perspectivas, buscando no tanto la exaltación de lo monumental como las vivencias de esa ciudad. Estas vistas metropolitanas no cierran la ventana a otros ámbitos más humildes y rurales. Nuevas visiones de la ciudad contemporánea que tienen un referente ineludible en la creación de Antonio López, quien con sus panorámicas de la Gran Vía de Madrid vacía ha marcado las pautas a un gran número de artistas de toda España. Muchos artistas aragoneses han seguido esta estela de ciudades pintadas, entre ellos Mayayo.[6] Antonio López ha sido un maestro que ha sabido retratar con similar eficacia tanto los ejes centrales de la urbe como los periféricos y suburbiales. Pero estos acercamientos al paisaje urbano tienen ya un largo recorrido, y los nombres de artistas tan diferentes como Edward Hopper son cita obligada. Pero si de las perspectivas diagonales hablamos, imposible no retroceder a Camille Pissarro como maestro indiscutible e iniciador del tema.

    Las panorámicas de Mayayo se hermanan con otras composiciones en las cuales desciende a detalles más concretos. Tales son los lienzos Ruinas de la Iglesia de los Agustinos (1996) y Tejados de la calle Prudencio (1995), que retratan fragmentos de la morfología urbana. La luz incide con fuerza en estas composiciones acentuando el contraste entre arquitecturas de diferente signo y épocas que se entrelazan o emergen en las manzanas visibilizando su realidad. Son los contrastes de volúmenes de las diferentes unidades arquitectónicas que no se perciben ni descubren desde la vía pública, el paisaje urbano que se visibiliza desde terrazas y ventanas como otra realidad ajena al trasiego de la calle.

DE LAS RIBERAS DEL EBRO A LAS POZAS PIRENAICAS

     Otra importante serie de trabajos de Mayayo reconducen al espectador hacia las riberas del Ebro. Las ciudades con río suelen ofrecer sus mejores perspectivas de conjunto desde el otro frente, han de ser obligatoriamente contempladas desde la otra orilla, máxime aquellas viejas ciudades que se desarrollaron amuralladas y compactas en un lado del río. El río funcionaba como una frontera, el otro lado fue durante mucho tiempo un horizonte no ocupado, una frontera o espacio de transición hacia un mundo más agreste y rural, que se conquistan plenamente cuando las ciudades se ven obligadas a rebasar sus propios límites. Es en el otro lado donde fueron progresivamente levantándose nuevos monasterios y agrupaciones de viviendas que serán el germen de futuras barriadas. La vista que el pintor de Felipe II, Anton van den Wyngaerde, realizó de Zaragoza, evidencia cómo la ciudad había comenzado a proyectarse al otro lado del Puente de Piedra ya un siglo antes que Martínez del Mazo inmortalizase su silueta. El yerno de Velázquez no lo representa, pero las personas concentradas en esa orilla de algún modo lo evidenciaban.

    Decía que hay otros cuadros de Mayayo que nos devuelven al entorno del río, buscando diferentes vistas, ángulos y situaciones. Paisajes en los cuales ahora se impone la realidad de una ciudad que ya ha superado con mucho sus límites, que ha crecido y cambiado su fisonomía. Los bloques modernos hablan de una nueva ocupación espacial, de la dilatación y expansión de la urbe, pero el río sigue ahí con su continuo fluir, cual espejo donde la visión se fragmenta y quiebra. Una serie de vistas en diagonal de Zaragoza registran la realidad de esa nueva ciudad, a las que la visión apacible y sosegada de Mayayo dota de una cierta intemporalidad; la ciudad moderna se muestra como un lugar donde el paseante se abstrae y disfruta de la contemplación de espacios más dilatados. En el cuadro Nocturno de Zaragoza (1998) la luz artificial tiene unos destellos no exentos de lirismo. Decir que la luz es un elemento clave en la obra de Mayayo puede ser una obviedad, pero así es, y no hay más que enfrentarse a su pintura para constatarlo. Este nocturno obliga a subrayar de nuevo, como aspectos muy determinantes y definidores, las sensaciones de silencio y sosiego que emanan de las creaciones del artista. Lo que podía ser la sugerencia del fragor del tráfico o el aceleramiento de los automóviles, se esfuman en esta composición, ni siquiera el posible resplandor del faro de un coche en la noche lo sugiere. Es el retrato de la ciudad dormida, que entrevista en la noche se torna más humana y serena.

    Deslumbramiento y reverberación priman en otro lienzo que puede completar el ciclo, cual es el titulado Amanecer (2009), que muestra una nueva perspectiva diagonal de la ciudad y el río en una fase siguiente del día. Todas estas vistas del entorno urbano van dibujando una secuencia donde la luz y los efectos meteorológicos hacen cambiar las percepciones de la ciudad. Puente de Piedra nevado (2021), es una reciente y atractiva creación en este sentido. A las figuras de los paisajes de Mayayo las embarga un ensimismamiento que las emparenta en cierta forma con visiones de paisajistas románticos. La obra de Mayayo está recorrida por un flujo romántico que aflora en muy diversas ocasiones. La sensación no cambia mucho ante el lienzo Pescadores en el río (1999), donde el río es el elemento aglutinante de una escena atravesada por la diagonal divisoria del moderno puente de la Almozara; al otro lado de él se alzan los bloques de un barrio moderno, y ajenos a todo, como el perro que olfatea el suelo, los pescadores que esperan pacientemente que algo tense el hilo de sus cañas. La sensación de un tiempo detenido y de silencio se impone a pesar de que por ese antiguo puente ferroviario ahora se canaliza parte del tráfico de la ciudad moderna.

    No sin motivo se ha escrito que Mayayo: «Se ha convertido en el pintor del río, en su centinela, en su acompañante, y el Ebro es algo más que un tema: es una obsesión estética emparentada con la vida íntima del hombre y del creador. Jamás se cansa. Ha captado los puentes, viejos y nuevos, las puestas de sol, las líneas del horizonte, las márgenes, el temblor de la arboleda, el tránsito huidizo de las piraguas en el atardecer, las luces. Ha realizado mil y un bocetos y dibujos a lápiz. Podría haber escrito un dietario abrumador e ilustrado de su relación con el Ebro».[7]

    Las secuencias de puentes pintados invitan a seguir el curso del río. A través de estos recorridos se acentúa el distanciamiento y desvanecimiento de la imagen de la ciudad que se había ido descubriendo desde diferentes ángulos y perspectivas; desde estos recorridos, el espectador se ve inmerso de manera casi súbita en paisajes donde la ciudad apenas es ya un espejismo o un referente fantasmagórico en el horizonte. Eso es lo que sugieren los óleos Zaragoza desde Juslibol (1998), Huertos de Julisbol (1998) o Galachos de Julisbol (1997). Los recorridos por la periferia conducen a lugares de distinto tipo, más o menos agrestes: caminos, arboledas, cobertizos o incluso restos fabriles. El retrato de una Antigua fábrica azucarera (1998) reivindica la belleza y monumentalidad de las antiguas construcciones industriales en desuso; atisbos de ruinas en trance de desaparición que el pintor documenta e inmortaliza. De hecho, ese espacio representado hoy ha sido completamente transformado y engullido por nuevas edificaciones, sólo las chimeneas y alguna nave lo recuerdan. El valor documental de este tipo de pinturas alcanza en este caso toda su relevancia.

    Pero tornemos de nuevo al agua. Se recordaba al inicio Los placeres del Ebro de Marín Bagüés como uno de los primeros cuadros de la modernidad aragonesa donde las figuras se funden gozosamente con la naturaleza. Como una cita y reinterpretación de las barcas con bañistas del club Helios de Marín Bagüés se ha visto el lienzo Orilla del Ebro, que Ignacio Mayayo pintó en 1989 del mismo embarcadero desde otro punto, ahora desierto por el rigor invernal.[8] Efectivamente, Mayayo pinta sus remeros junto al río, pero este caudal ya no es el más idóneo para la natación y las zambullidas, ahora lo son en las refrescantes pozas prepirenaicas que le han inspirado una de sus series recientes más especiales. El motivo de los bañistas no es nuevo, tiene un amplio registro durante el XIX y el XX, el caso más conocido para todos nosotros es el de Sorolla con sus nadadores. Mayayo seguramente admira al pintor valenciano, con el cual comparte la fascinación por la luz, pero no mucho más a simple vista. En realidad, poco tienen que ver los bañistas de uno y otro, salvo el hecho de manifestar el placer del agua: nadan, se mueven o retozan dentro de ella. Algunos cuadros presentan las pozas como un lugar edénico recién descubierto, pero la gran mayoría de los óleos las muestran como un lugar de disfrute y fusión con la naturaleza de las gentes, que momentáneamente las ocupan o invaden. El fenómeno de la masificación llega hoy a cualquier rincón y las pozas del Prepirineo no son una excepción. Las pozas y nacimientos que el artista muestra son las de más difícil acceso, aquellas que exigen un esfuerzo por parte de quienes a ellas se asoman. Los paisajes y las limpias aguas cristalinas están pintados en estos lienzos con un trazo limpio y suave. No es preciso ponderar la innegable belleza del entorno, pero sí el hecho de cómo estos lugares profanados por excursionistas y visitantes de domingo, no transmiten ni suscitan en los cuadros el sentimiento de rechazo por la posible impertinencia de su ocupación. Los felices y alegres bañistas se han convertido en un elemento más del paisaje, son simplemente el peaje que la naturaleza ha de pagar por su pureza incontaminada. Uno de los desafíos que seguramente más interesa al artista es el nada fácil ejercicio de la inserción de la figura en el entorno natural, su fusión con el mismo. Hablaba antes de Sorolla, pero aquí Mayayo nos hace pensar más en composiciones y fotografías del pintor americano Thomas Eakins (1844 -1916), quien con tanta frecuencia muestra agrupaciones de bañistas en ríos o piragüistas surcando aguas fluviales con los modernos puentes de hierro al fondo. Las miradas se repiten a lo largo del tiempo, pero el mundo representado es indudablemente otro y otras las formas de visualizarlo.

    Mayayo conoce bien la historia del arte y ese bagaje pesa en sus creaciones, hay toda una serie de pinturas en las que los homenajes y guiños a los maestros del pasado (Ribera, Gentileschi, Caravaggio, David, Hopper o Ernst) se hacen patentes. Mayayo tuvo en sus inicios una vertiente surrealista que puede ser para muchos opuesta a la evolución seguida. Pero el camino trazado por Mayayo, que va del surrealismo al hiperrealismo, evidencia que son derivaciones no exentas de lógica. Quizás sean el conjunto de sus collages el punto donde esa convergencia muestra su evidencia. Mayayo es un artista de amplia y variada producción, las composiciones inspiradas en el mundo del teatro, los retratos y los desnudos dibujan otros apartados decisivos del relato que el artista hace del mundo que le rodea.  

[1] Antes de que el lienzo estuviera acabado ya fue ponderado en un capítulo del libro del cronista del Reino de Aragón, Juan Francisco Andrés de Uztárroz: Obelisco histórico, i honorario, que la imperial ciudad de Zaragoza erigió a la inmortal memoria del Serenísimo Señor, Don Balthasar Carlos de Austria, Zaragoza, Hospital R. i G. De Nuestra Señora de Gracia, 1646.

Para una recopilación de la bibliografía del cuadro y análisis más reciente consultar: J. Portús Pérez, J. García Márquez y Mª Álvarez-Garcillán, «La Vista de Zaragoza, de Juan Bautista Martínez del Mazo. Notas al hilo de su restauración», Boletín del Museo del Prado, n.º 33, 2015, p.60-77.

[2] M. García Guatas, Francisco Marín Bagüés, su tiempo y su ciudad (1879-1961), Zaragoza, Caja de Ahorros de la Inmaculada, 2004.

El tema de la Zaragoza pintada ha sido abordado en otras publicaciones: J. P. Lorente, Zaragoza como tema pictórico, 1908-2008, Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 2009, pp. 169-190; J. P. Lorente, «Zaragoza como motivo de inspiración para los pintores, 1877-2008», Asociación Aragonesa de Críticos de Arte, n.º 5, 30 de diciembre de 2008 <http://www.aacadigital.com/contenido.php?idarticulo=143> (fecha de consulta: 14/06/2022); M. García Guatas, «Zaragoza, desde el ojo de sus pintores», en J. P. Lorente (com.), Zaragoza vista por los artistas, 1808-2008, Zaragoza, Fundación Zaragoza 2008, 2009, pp. 21-28 y 29-36.

[3] I. Grasa, «Pintar la pintura», en C. Coleman e I. Grasa, Ignacio Mayayo, Zaragoza, Fundación SIF, Caja Rural del Jalón y Colegio Oficial de Arquitectos de Aragón. Demarcación de Zaragoza, 2000, p. 9.

[4] P. Cerda, Ignacio Mayayo. Diez años de dibujos, 1994-2004, Zaragoza, Ayuntamiento de Zaragoza, 2004, pp. 10-11.

[5] J. P. Lorente, «Una selecta antológica de obras de Ignacio Mayayo. El ojo atónito, Fundación Caja Rural de Aragón», Revista de la Asociación Aragonesa de Críticos de Arte, n.º 52, 27 de septiembre de 2020. <http://www.aacadigital.com/contenido.php?idarticulo=1733> (fecha de consulta: 14/06/2022)

[6] «En el último lustro del siglo XX y los primeros años del XXI, casi podría hablarse de una moda generalizada por pintar paisajes de Zaragoza. Hasta el punto de que resulta imposible citar a todos los artistas o intentar resumir el fenómeno con algunos rasgos generales. Quizá no sea ajeno a esto el triunfo mediático por entonces de Antonio López y sus vistas madrileñas siempre desiertas de gente, que en 1997 recreó Alejandro Amenábar en su película Abre los ojos». Lorente, Zaragoza como tema pictórico, 2009.

[7] A. Castro, «Mayayo, el Ebro y las mujeres», <https://antoncastro.blogia.com/2007/112401-mayayo-el-ebro-y-las-mujeres-.php> (fecha de consulta: 1/06/2022).

[8] Lorente, Zaragoza como tema pictórico, 2009.

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