Goya en la Roma del Grand Tour, ‘Cuestión de palabras’


Por Malena Manrique
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    Decía Bécquer que en amor no sirven diccionarios: “es cuestión de palabras, y, no obstante…”. Con Goya pasa algo parecido, su figura sigue ejerciendo…

…una gran atracción y genera sin parar nuevas lecturas, no siempre aceptables. Ahora se trata del joven Goya, hijo de un dorador de retablos que abandona patria y familia para triunfar en Roma, “a donde se condujo y existió a sus expensas”, según escribió él mismo a Carlos III cuando le pidió una plaza de pintor de cámara en 1779.

   Fue en lItalia, cuando despuntaba la edad de oro del Grand Tour, donde quiso lanzar su carrera de pintor. Ya otros artistas le habían precedido en Aragón, donde era costumbre asentada desde el siglo anterior. Por ejemplo, el turiasonense Francisco Jiménez Maza (1598-1670) y Juan Galván (1598-1658), oriundo de Luesia, que estudió en Roma diez años, como cuenta el zaragozano Jusepe Martínez (1600-1682) en sus Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura.

      Martínez, pintor de Felipe IV, no ahorró elogios para los grandes maestros italianos, cuyas obras vio y estudió de primera mano: el “escelentísimo Corezo” (Correggio), Rafael, “que fue el mismo acierto”, “el magno Leonardo de Vinci”, “Andrea Mantenan (Mantegna), de fecundísimo ingenio”, “Michael Angelo de Carabacho (Caravaggio), grande naturalista”…

   Y al contrario, también vinieron artistas italianos a Zaragoza, a veces de camino hacia la Corte madrileña, como Orazio Borgianni (1574-1616), “que como esta ciudad es paso de Italia siempre acuden a ver lo notable de ella”. Basten, pues, los Discursos para certificar una “familiaridad” aragonesa con el arte italiano más reputado, y que dotaba de sólidos argumentos a Goya para emprender esa aventura.

   [Fig. 1: Giovanni Paolo Panini, Capricho arquitectónico del Foro romano, 1745-50]

¿Se podría considerar al maestro aragonés “viajero y artista del Grand Tour”, como propone la exposición del Museo de Zaragoza que se podrá ver hasta el 3 de abril de este año? Cuando partió a Roma hacia 1769, decíamos, esta práctica turística avant la lettre estaba en auge. Bautizada en 1670 con aquel neologismo de sabor francés por el canónigo inglés Richard Lassels en su libro The voyage of Italy or a compleat journey through Italy, se refería sobre todo al viaje de iniciación que los jóvenes lords realizaban por Europa y cuya meta privilegiada era Italia, polo del Clasicismo y de la antigua grandeza del imperio romano. Artes y letras confluían entonces en un sofisticado entramado cultural con el objeto de rememorar aquel pasado glorioso.

  Hoy es habitual en reseñas de prensa y medios varios comparar con nuestras populares becas “Erasmus” este viaje, preceptivo para la flor y nata de la juventud británica que debía regir los destinos de una potencia colonial en plena expansión. Ambos fueron y son viajes de formación en el entorno europeo: hasta ahí las similitudes. En ámbito científico, como recuerdan los estudios sobre historia y cultura del viaje en la Edad Moderna de Francesca De Caprio, no pueden encasillarse dentro del Grand Tour todos los viajes a Roma de carácter no penitencial (otra gran “modalidad” de viaje a Roma eran las peregrinaciones), ni tampoco todos los realizados durante el periodo de máxima expansión de dicho fenómeno, en el último tercio del siglo XVIII.

   Además, hay que distinguir de los granturistas a aquellos viajeros que, movidos también  por razones culturales, no pertenecían sin embargo a las clases aristocráticas o a la alta burguesía.

   Los modos, los tiempos más largos y fatigosos y, en definitiva, la misma concepción del acto de viajar establecían una neta diferencia, ligada a las limitadas disponibilidades económicas de la mayoría, su menor representatividad social y la dificultad para acceder a los círculos influyentes. Viajar a pie era la única opción para muchos, al menos hasta que el desarrollo del servicio colectivo de transporte y de las infraestructuras necesarias no rebajó los tremendos costes materiales de los viajes al extranjero. Hacia finales del siglo XVIII y principios del XIX las mejoras y mantenimiento de los itinerarios de postas, recorridos en diligencia tirada por caballos y publicados en guías de la época que, además, informaban de estructuras receptivas en las que descansar o pernoctar, fueron decisivos. De gestión pública o privada pero siempre de pago, a diferencia de los antiguos hospitales de peregrinos, fueron cada vez más usados por las clases pudientes.

[Fig. 2: Giulio Carlini, La familia Tolstoj en Venecia, 1855]

    En cuanto a las motivaciones del viaje, las culturales se superponían y entretejían con otras más pragmáticas en función de la multiplicidad de intereses que planteaba la estratificación histórica de la propia Roma. Esta peculiaridad hacía de ella una metrópoli en la que los naturales eran minoría, mientras que los recién llegados se podían adscribir a su comunidad nacional de origen, sin que ello les impidiera participar activamente, sobre todo los granturistas, en la vida social de la ciudad: salones, teatros, talleres de escultores y pintores, lugares públicos de encuentro. No sólo los aristócratas ingleses, por supuesto; también viajeros cultos y ávidos de antigüedades, diplomáticos, literatos y artistas de proyección internacional, como Goethe, Stendhal, Azara, Winckelmann, Mengs o Canova, recorrían la península italiana desde Venecia, pasando por Florencia y Nápoles hasta Sicilia. Fueron estos ilustres viajeros los que nos legaron ese “sueño de Italia” sobre el que reflexiona la exposición que, desde el pasado 19 de noviembre y hasta el 27 de marzo de este año, puede verse en la sede milanesa de Gallerie d’Italia (Banca Intesa San Paolo, https://www.gallerieditalia.com/multimedia/grand-tour/)

    Con estas premisas resulta harto problemático adjudicar las etiquetas de “viajero y artista del Grand Tour” al completo desconocido que era entonces Goya. La exposición comisariada por Joan Sureda en 2008 ya dio idea de la complejidad del contexto multicultural en que se inserta su experiencia formativa fuera de España. Por otro lado la singularidad del Cuaderno italiano, libreta personal donde además de dibujos de muy diversa índole consignó algunos datos de su viaje y estancia —sobre los que se detiene más precisamente esta nueva muestra—, sigue representando un desafío crítico a la hora de valorar las expectativas del artista aragonés en Roma, su gusto artístico y afinidades electivas. Muchas son todavía las hipótesis en juego. ¿Cuál fue su clientela en Roma? ¿Cuáles fueron sus cenáculos intelectuales, si es que frecuentó alguno? Mientras no se profundice en estas cuestiones, el rutilante marchamo “Grand Tour” no puede usarse como un comodín historiográfico que pase por alto la tradición del viaje de perfeccionamiento a Italia, bien arraigada y documentada en “Aragón, tierra de Goya”. Algo más que una cuestión de palabras.

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