Por Javier López Clemente
El pasado sábado 25 de mayo visité La Casa del Circo de Zaragoza y la primera impresión fue sensacional gracias a una preciosa taquilla de material reciclado, tras la que se situaba la sonrisa de una amable taquillera con su chaqueta de jefe de pista y que nos atendió a las mil maravillas.
El espacio teatral que se abrió a nuestros ojos llegaba hasta el cielo de un trapecio y hasta la tierra de un perchero, dos bancos y una mesa con seis madalenas. El espectáculo se retrasó el tiempo suficiente para que tarareáramos en voz bajita aquello de que empiece ya que el público se va, la gente se cabrea y el público se mea. Pero justo entonces se atenuaron las luces, apareció Jano con un plumero y los átomos de mi cuerpo modificaron su condición hasta dejarme sentado bajo la carpa del primer circo que visitó mi pueblo cuando un payaso de nariz colorada me disparó con una pistola de agua, golpeó mi cabeza con una escoba y me hizo reír hasta tener agujetas en las tripas.
La compañía Kenser representaba “Entre recuerdos y ternura”, un espectáculo desternillante que cumplió con el objetivo de unir dos universos: El formado por los abuelos, los padres, los tíos o en definitiva los que ahora somos adultos y nacimos en la era analógica de cuando la vida, las costumbres y hasta la música era y se percibía de una manera muy diferente a ese otro universo formado por los niños digitales del siglo XXI que, aunque a veces nos parezcan extraterrestres, en realidad siguen siendo cachorrillos humanos porque , aunque es cierto todo ha cambiado…, bueno…, todo no ha cambiado: Los payasos Jano, Kiny y Serrucho siguen entre nosotros como siempre fueron los payasos. Kiny y Serrucho, el cara blanca y el bufón, el Clown y el Augusto, la racionalidad frente la imaginación, el orden frente a la transgresión, las confusiones del lenguaje o la más bella coreografía de danza clásica. Jano brillante en las pantomimas, lo malabares y las mil maneras de ponerse un sombrero Sin embargo, lo más interesante de este espectáculo es sentir con el corazón que, más allá de la imprescindible diversión y carcajada, existe un hilo que une el mundo de los adultos y de los niños, caminos y sentimientos que van de la nostalgia de un acordeón a la alegría de unas campanillas, de la tristeza de un abrigo ajado a la esperanza de colorida de una flor.