Por María Dubón
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Cuesta creerlo a pesar de las evidencias, pero es tristemente cierto, nos hemos olvidado por completo de las mujeres afganas.
En septiembre de 1996, los talibanes entraban victoriosos en la capital de Afganistán, Kabul, y acabaron así los seis años de guerra civil que siguieron a los doce de guerra con Rusia. Entonces, las mujeres perdieron todos sus derechos: no podían trabajar, no podían estudiar, no podían salir a la calle si no iban acompañadas de algún miembro masculino de su familia… Pero casi fue peor la implantación del uso obligatorio del burka: un manto que cubre la totalidad de su cuerpo, con una única abertura a la altura de los ojos que está protegida por una reja de hilos entretejidos, y que condenaba a la mujer a ser un fantasma sin identidad.
En el verano de 1997, un nuevo reglamento prohibió a las mujeres usar maquillaje, aunque nadie pudiera percatarse de este detalle bajo tan siniestro atuendo. La educación de niños y jóvenes se paralizó, porque las niñas no podían asistir a la escuela, pero los niños se quedaron sin maestras al ser mujeres la mayoría de docentes. Miles de mujeres murieron porque, como ya he mencionado, se les prohibió salir a la calle sin la compañía de un familiar varón, algo muy difícil de conseguir, pues dos décadas de guerra habían dejado más de dos millones de muertos entre los hombres que combatieron en el frente. Así que las mujeres fueron condenadas a muerte, murieron de inanición tras los muros de adobe de sus casas, sin poder salir a la calle para comprar, sin poder trabajar para ganar un jornal.
Los hombres también se vieron afectados por el régimen talibán, se prohibió el cine, la televisión, la música y el baile. Su única diversión era salir a pasear por un país en ruinas y sumido en la miseria o asistir a la madrasa: escuela coránica.
La vida de una mujer afgana vale menos que la de una gallina y a nadie parece importarle. Hemos perdido la dignidad y nos hemos convertido en culpables por omisión de un delito vergonzoso. Aceptamos vivir en un mundo donde la barbarie cotidiana aplicada a las mujeres no nos importa. Aceptamos sin rubor que la palabra machista sea algo más que un adjetivo y que el machismo se convierta en una forma delirante de ver la vida.
Cuesta imaginar que situaciones tan inhumanas se vivan a un tiro de piedra de nosotros, hoy. Cuesta hacerse a la idea de que un régimen como el talibán recibiera el apoyo militar y económico de los Estados Unidos, que consideró a estos individuos «luchadores por la libertad». Luego la situación cambió, y después de años en los que la sociedad internacional calló y miró hacia otro lado para no ver el exterminio sistemático por hambre, las violaciones o la pena de muerte que acabaron con centenares de miles de mujeres afganas, el mundo tomó conciencia de lo que ocurría en Afganistán tras los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York.
En 2021 los talibanes volvieron a tomar el control de Afganistán con el compromiso de que ahora serían moderados. Tremendo engaño. El gobierno talibán, decreto tras decreto, ha ido arrebatando a las mujeres sus derechos básicos: la educación, el empleo, la justicia, la libertad de expresión y de movimiento… El mes pasado, el Emirato Islámico de Afganistán ratificó la Ley para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, que obliga al uso del velo para cubrir el rostro y condena el sonido en público de la voz en alto de las mujeres, esto incluye cantar, recitar o hablar ante micrófonos, pues se considera una falta contra la modestia. La comunidad internacional manifestó su indignación por estas medidas, y con eso ya ha cumplido.
Según datos de la ONU, las mujeres afganas sufren uno de los índices de violencia de género más elevados del mundo, las mujeres afganas no tenían rostro, ya no tienen ni voz.