Por Fernando Gracia
Viendo el otro día la excelente película que han hecho los británicos sobre el gordo y el flaco es difícil sustraerse al bello ejercicio de la nostalgia. No forzosamente porque se piense que todo lo pasado fue mejor, sino simplemente porque la mente nos retrotrae a la infancia o la juventud, y cada uno tiene la suya propia, ni mejor ni peor: la suya.
Y puestos a recordar uno recuerda dónde vio películas de Laurel y Hardy y no solo eso, sino dónde y en qué condiciones las vio. Y vuelven a la mente aquellas cines de sesión continua, que ahora serían difíciles de entender por las generaciones actuales.
Debo decir de entrada que nunca fui partidario de ver cine así, pero forzado por las circunstancias alguna vez me aproveché del sistema. No muchas, tan pocas que hasta podría recordar cada una de ellas.
Mucha gente entraba a la sala cuando se llevaba media película o incluso cuando estaba a punto de acabar, lo que me parecía anatema, ya que eso de conocer de antemano cuál era la resolución final me parecía una barbaridad. Pero ese tipo de espectadores existía.
Como aquellos que entraban a la sala a las cinco –recuérdese: sesiones de cinco, siete, nueve y once, lo habitual- y no salían hasta la hora de cenar. O sea después de haber visto la misma película dos veces y media, por ejemplo.
El trasiego de personas en aquellos cines era constante: podía ser que al empezar la función fuerais veinte y al encenderse las luces hubiera el doble. Que abandonaras la sala mientras veías que un par de docenas continuaban sentadas. Cuando me hice mayor me enteré que algunos movimientos de personal estaban motivados por otras prácticas menos santas y entonces comprendí algunas cosas que mi absoluta ignorancia ni había vislumbrado.
Una de mis experiencias más negativas con esta práctica de la sesión continua la viví en el viejo cine Delicias, que ya me parecía muy viejo y desastrado entonces. Vimos con mi padre “Los últimos días de Pompeya”, un péplum con Steve Reeves de protagonista –famoso por películas de Hércules y Maciste, antaño Mister Universo-. Un chaval que estaba tras nosotros la había visto al parecer en la sesión anterior, se había quedado y se la estaba anticipando a su nuevo acompañante con unos segundos de antelación a cada secuencia.
O sea algo así como “ahora va y le pega una leche”, “ya verás, ya verás, qué bueno lo de ahora”, “tranquilo, que no le pasa nada”, “ya verás, ya, cuando se escapa”… Y así casi dos horas. Para haberle partido la cara.
Los cines que no eran de estreno, o sea los de los barrios, salvo en honrosas excepciones de fines de semana con expectativa de buena taquilla, admitían la sesión continua. Menos mal que generalmente contaban con acomodadores que, mal que bien, te situaban. Y algunos hasta les dábamos alguna perra gorda de propina.
El entrar tarde a los cines era por otra parte un deporte muy practicado. Lo era en muchos casos para saltarse el NODO. Y no solo por razones políticas. Es que uno que frecuentara las salas se podía encontrar con los mismos noticiarios en muchas ocasiones. Había ocasiones en las que hasta se apreciaba en la sala alguna rechifla sobre el particular, modesta forma de protesta en una sociedad donde el asunto ese de protestar no solo estaba mal visto sino que podía acarrear problemas.
Qué lejos quedan aquellas salas, y sobre todo aquellos tiempos. Ni nos quejábamos de las evidentes carencias de aquellos cines, sin aire acondicionado, con butacas de madera, con suelos llenos de cáscaras de pipas y toda clase de papel de envolver. Con sus copias llenas de fallos por el uso de aquellas bobinas, con sus cortes y empalmes.
Eran los tiempos y los cines donde a veces nos encontramos con las viejas películas del gordo y el flaco, generalmente corto o mediometrajes, de las que nuestros padres nos habían hablado y que ya nos parecían algo viejas. Eran los tiempos de la sesión continua, de un continuismo equivalente al que se apreciaba en la calle. Tiempos también con sus cosas buenas porque fueron aquellos en los que aprendimos a vivir y esos aprendizajes conforman nuestra patria.