«Justi&Cia», largometraje de Ignacio Estaregui

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Por Don Quiterio

     En el crecer desarbolado, cada cual picotea por donde puede y quiere, y asienta las bases de su futuro rincón en el gallinero. Así, con el paso de los años, echamos cresta y saciamos sed en unas barras, pero jamás en otras, por muy próximas que estén.

     El gallinero del zaragozano Ignacio Estaregui (añada del 78) siempre ha sido la pantalla, bebe de ella y finalmente plasma su cinefilia en un conjunto de cortometrajes (‘¡Al quinto!’, ‘Spiderboy’, ‘A cuatros pasos del cielo’, ‘Reveal’), documentales (‘La ruta de las estrellas: el camino de Santiago en Aragón’) y videoclips (para solistas y grupos musicales como El factor humano, Pattinettes, Rapsus Klei, Mallacán o Dani Ro). Estaregui, a lo largo de estos trabajos (a los que hay que añadir los realizados con Videar, en programas televisivos como ‘Festivalia’, ‘Por amor al arte’ o ‘Bajo cero’), picotea de aquí y de allí, se deja llevar por sus gustos y homenajea, explícitamente o no, a un grupo de cineastas que determinan su estética y narrativa, desde Donen a Spielberg, desde Hitchcock a Ramis, desde Penn a Avildsen, desde Lumet a De Palma.

    Para ‘Justi&Cia’ (2014), su debut en el largometraje de ficción, el realizador aragonés parece inspirarse en ciertos relatos fílmicos de Ridley Scott y Alfonso Cuarón, de Joel Schumacher y James McTeigue, o del más cercano León de Aranoa o no tan cercano Kean Loach –los máximos abanderados del cine social, hispano o británico-, e imagina un cine comprometido con su tiempo, un cine consciente de su lugar en el mundo, un cine social de acción y entretenimiento. No puede uno dedicarse alegremente a hacer comedias cuando todo alrededor es desolación, caos y caras sucias. Hasta que, obviamente, cae en la cuenta de que en esta vida se puede ser de todo, menos un pesado. Hay una línea sutil que separa el arte comprometido del arte pelmazo.

     ¿A qué lado de la frontera se encuentra Ignacio Estaregui y su cine? ¿Puede el cine cambiar algo? Probablemente, no. O sí. Basta con que dé que hablar. El zaragozano hace cine probablemente por muy diversas razones, incluida la de hacer cine. Hacer cine es una razón en sí misma. Lo que ocurre en una situación como la crisis española es que te obliga a observarla porque es demasiado ruidosa y resulta muy difícil mirar para otro lado. La crisis ha acabado por ser combustible para el cine, para el arte en general. Y Estaregui carga contra la crisis que azota España para contarnos la historia de una amistad, de unas motivaciones personales, fuertes y humanas, la de un ingeniero en paro que acompaña a un minero, interpretados respectivamente por Álex Angulo y Horik Keuchkerian, en su particular batalla contra los políticos corruptos, empleando métodos poco ortodoxos para desenmascarar a los que causan sufrimiento.

     Orgullosos e indomables, nuestros protagonistas ya no aguantan lo que les echen, incompetencia, tropelía, latrocinio, corrupción, a cambio de una de calamares, y no les viene mal un mucho de ira para luchar contra el pasteleo que les ha conducido a esa mierda, con el hormiguero consentido de los arrimados, los colocados, los asesores, los asistentes, los chivatos, los expertos en nada, los titulares de cargos gaseosos, los emboscados en gabinetes superfluos o directamente imaginarios. En fin, los titiriteros y sus títeres, que tanto monta, monta tanto, pues muchos de los que beben del poder establecido tienen su grado de responsabilidad, como esas bandas culturales que operan a su amparo. Esto es, al amparo de un poder que alimenta a un absurdo coro de creadorcillos orgánicos, el resentimiento ágrafo y la mediocridad justiciera. Al fin y al cabo, es difícil saber si es el gobernante quien tiene el poder o si es el poder el que lo tiene a él. Se acabó aquel pensamiento de don Quijote según el cual estamos todos obligados a tener respeto a los ‘vejotes’ aunque no sean caballeros.

     ¿Debe el cine, por fuerza, referirse a la realidad que pisa? El cine, para qué engañarnos, no tiene la obligación de nada y sí, en efecto, la libertad de todo. La experiencia artística consiste, en parte, en convertir la energía negativa que nos rodea en algo valioso. Del mismo modo, el cine no solo tiene la función de entretener, sino la de reflejar la sociedad en que vivimos para entenderla mejor. El cine, por tanto, forma parte de la vida y puede ser la herramienta idónea para ser testigo de una sociedad y un tiempo. Cine y política, pues, se unen en ‘Justi&Cía’ con unos protagonistas a los que la vida ha maltratado y, con la despreocupación tranquila de unos sonámbulos, comienzan a andar. E imparten justicia de la forma que creen.

     Justicia es dar a cada uno lo suyo. A la España de antaño, la comunión de los santos. A la España de hogaño, el chapoteo en su vómito. Más allá de simples manzanas podridas, la corrupción es el engranaje mediante el cual unos pocos meten a su bolsillo la riqueza generada por la mayoría, a la que siempre excluyen de la gestión y los beneficios y nunca de los errores. Para acabar con ella es necesario bloquear ese mecanismo y dejar de echar aceite. Los sindicatos hace falta que sean independientes de instituciones, partidos y élites económicas. Y para que las instituciones sirvan al bien común es necesario imponer mecanismos de transparencia y control popular que nos protejan de los intereses de minorías privilegiadas. Hace falta un pueblo organizado y en continuo proceso de empoderamiento, es decir, que sea capaz de tomar las cuestiones sociales en sus propias manos superando la cultura individualista que nos atenaza como personas y como comunidad.

    Estamos, en esencia, ante una ‘road movie’ cañí que combina el drama, el humor y la aventura, a través de la historia de un exminero leonés que decide convertirse en un justiciero social harto de las corruptelas, los apaños, los desvíos, los tejemanejes. Es un superviviente de un accidente que le costó la vida a varios de sus compañeros, entre ellos su padre y su hermano, por culpa de la mala gestión de los responsables, y en su sed de justicia se vestirá con su mono de trabajo, cual superhéroe, para sacudir las conciencias de la gente. Como Alonso Quijano, el protagonista se inventa una vida de héroe. Es heroico y ridículo, está como una cabra y es el más sensato del mundo. Y en su camino se encontrará con un jubilado con problemas de alcoholismo que decide unirse en ese salto adelante. Los dos, cual caballero y escudero, deciden tomarse la justicia por su mano, y juntos compartirán peripecias, penas y alegrías, mientras empiezan a ser perseguidos por la policía.

 

    Y es que este par de vencidos emprende un viaje con postas para dar rienda suelta a la rabia contenida. Rabia y orgullo. Pero… ¿qué han hecho? Secuestrar a políticos, empresarios o banqueros corruptos a lo largo del país, devolverles la ‘bofetada’, grabarlo y enviarlo a las televisiones o redes sociales. Acaso nada de lo que nos pasa es fruto del azar ni una maldición del destino. Nos lo hemos ganado a pulso. Los fantasmas que nos agitan son lo que hemos creado y alimentado en un espacio en el que solo importa el envoltorio y se desprecia la esencia de las cosas. Estaregui es quien tiene la certeza de que a través de la forma se llega a una verdad a la que no se puede acceder de otra manera.

     ¿Es solo la política un medio de robar a escondidas? Todos los políticos, sospechosos de trinconeo mediante el manejo de capitales, deberían ser desechados al lugar donde depositan sus robos. Sin excepción. ¿Nos dejaron con los más tontos y los menos hábiles? La situación en que vivimos, la de puño de hierro con los débiles y guante de terciopelo con los fuertes, solo daría trabajo a los basureros, siempre que quisieran sustituir a los ladrones. La desvergüenza se ha adueñado de todo. Los propios políticos se reconocen en aquella sentencia de Kissinger: “No sé si es cierto que es el 90% de políticos corruptos el que da mala reputación al 10% restante”. Por extensión, la película de Estaregui habla de estos estragos, de este momento de convulsión, de encabronamiento popular, de ansia de la calle ante la respuesta del país a quienes lo han esquilmado. Un país en el que la cueva de Alí Babá se ha quedado pequeña, porque los ladrones son muchos más de cuarenta y parecen seguir, al pie de la letra, el estribillo quevediano: “Este mundo es juego de bazas, /que solo el que roba triunfa y manda”.

     La realidad, en fin, se hizo ficción, y fragmentos de la ficción, realidad. Más que una película de denuncia, ‘Justi&Cía’ increpa al espectador sobre los grados de responsabilidad en la podredumbre del tejido social que permite el éxito de las mafias. La corrupción se ha convertido en el ambiente de la sociedad. Es tan viejo como la misma prostitución que hoy encuentra un caldo de cultivo en una sociedad que premia el cinismo y el éxito rápido. Es parte de la cultura globalizante que arrasa con el desplome de los códigos morales como consecuencia de las exigencias sociales. Y el horizonte parece más resquebrajado. Alerta Estaregui de las alianzas entre las mafias, de la sincronización del lado oscuro, y ajusta cuentas sobre lo que sucede entre las bambalinas del poder. Todo ello para una historia que describe un tejido social que tiende a pudrirse, pero con unos hilos sentimentales y amorosos esenciales para el devenir de la narración y sus personajes.

     Los personajes, al fin y al cabo, son parte de sí y su historia, la de todos aquellos que alguna vez hemos sido (somos) niños asustados en la oscuridad. Todos llevamos dentro un superhéroe o un villano. Acaso la cuestión es saber elegir, saber ser uno mismo.  Y la película se ofrece, finalmente, como una mirada a través del espejo de la imaginación, un empujón a ver más allá del reflejo superficial para encontrar lo que de verdad llevamos dentro. La cuestión, insisto, es saber elegir a pesar del miedo y sacarlo. Y los protagonistas se cobijan el uno en el otro y se convierten en hermanos para siempre. Estamos, en realidad, ante una historia de amistad. Una historia de amistad, también de violencia y humor, sobre la dignidad y los miedos, los sueños y los imposibles, a la manera del wéstern hawksiano, con esos personajes cansados y heridos, asfixiados pero solidarios, que solo quieren sobrevivir, dignamente, fieles a sus principios, enfrentados a un fin común.

     Detrás de ‘Justi&Cia’ hay varios autores, y entre ellos está, de manera muy consciente, la influencia de la pluma cervantina -aunque la España de Rinconete y Cortadillo no es el origen genético de la corrupción-, más allá de que el zaragozano beba de fuentes cinematográficas diversas, desde ‘Thelma y Louise’ hasta ‘El día de la furia’ o ‘Los lunes al sol’. O ‘Taxi driver’, con aquel insomne que halla en la violencia justiciera un motivo de realización personal. O ‘El nadador’, con aquel hombre que atraviesa las piscinas de todas las fincas de sus adinerados amigos. O ‘Dos cabalgan juntos’, con aquel larguísimo plano único que recoge a los dos protagonistas dialogando en el río. Pero ‘Justi&Cia’ no llega a analizar los entresijos del poder, ni tampoco llega a la conclusión de que el poder corrompe y que cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto. La película quiere hurgar en nuestras conciencias, las quiere remover, las quiere incomodar, las quiere volver del revés. Los espejos no mienten, por eso escuece tanto la verdad, aunque el realizador, me parece, no termina de ponernos el espejo delante.

     Con todo y con eso, Estaregui pretende dar verosimilitud y humanizar los personajes con sus matices para mostrar cómo el presente ha hecho casi anacrónica la sinceridad y la honestidad. Y por eso, a la vista de lo que ocurre en este país que vio nacer a un Justino o a un Ramón cualesquiera, de los tentáculos que se descubren extendidos por todas las capas de una sociedad podrida e incapaz de reaccionar como debería hacerlo, esto es, cortando de raíz esa gangrena que amenaza ya a la supervivencia de los partidos políticos y, más allá de estos, a la de la democracia  misma, los protagonistas del relato fílmico, digo, deciden tomarse la justicia por su mano, hastiados, trufados de repugnancia y aderezados de ira. Hartazgo ante una clase política devenida en parasitaria, donde el talento constituye la excepción y los méritos brillan por su ausencia, un ‘statu quo’ de política envilecida y de moral pública degradada.

     La película de Estaregui quiere funcionar por su ingenio verbal, sus divertidas escenas de comedia física y sus afectuosos retratos de personajes secundarios excéntricos que roban escenas a los principales, a esos emuladores de don Quijote y Sancho Panza. Pero este filme también muestra un interés por estudiar las posibilidades y las perspectivas del ascenso –y el descenso- en sociedad, y mezcla el humor de sal gorda con agudos comentarios culturales para revelar que la identidad social es sumamente inestable y susceptible de una transformación hiperbólica por medios como el disfraz, la confusión y el autoengaño. La corrupción, ya saben, lleva infinitos disfraces. La moraleja es que la seriedad y la profundidad forzadas benefician mucho menos a las masas que el buen humor de siempre, que ayuda a la gente a olvidar sus preocupaciones, aunque sea solo durante un rato.

    Un político al que misteriosamente siempre le toca la lotería, una manifestación de mineros, una madre en lista de espera para ser atendida en la sanidad pública o la desesperación en forma de suicidios son algunas de las alusiones a la realidad política y social más inmediata que contiene el guion escrito al alimón por Enrique León y Borja Monclús a raíz de una idea autobiográfica del propio Estaregui , nacida de su desesperación tras quedarse en el paro. Un guion, pese a ciertos agujeros, altamente satírico y con buenos momentos dramáticos, de evidente riqueza tonal y expresiva, a la manera de una atmósfera quijotesca para desembocar en la crítica a la situación política y social española, la podredumbre que ha salido a flote con la crisis, con humor y desesperación, ternura y humanidad.

     Y en este viaje humano de dos personajes que cruzan España de norte a sur castigando a los políticos, a los banqueros, a los empresarios, y sus relaciones clientelares, complicidades y redes de intereses, ayuda un reparto completado por Antonio Dechent –el ‘malo’ de la película- y Marta Larralde –siempre eficaz-, junto a un puñado de actores aragoneses en estado de gracia (Gabriel Latorre, María José Moreno, Jorge Asín, Santiago Meléndez, Laura Gómez Lacueva, Alfonso Pablo, Jaime Ocaña, Jorge Usón, Rufino Ródenas, Antonio Majén, Rubén Martínez, Marcel Alba, Eva Magaña, Javier Aranda). También ayuda el nervioso montaje de Iván Castell, la acertada fotografía de Beltrán García o la música original de Luis Giménez con las canciones del gran Cuti.

 

    En el fondo, Estaregui no persigue resucitar al ingenioso hidalgo ni a su fiel escudero, pero sí constata la vigencia de la obra de Cervantes como un gran conocedor del alma de los españoles, sus miedos, sus alegrías y también sus penas. Tanta es la popularidad de estos dos personajes en el ideario de los españoles que hoy en día tienen más entidad ontológica que el propio Cervantes. Es una pena, sin embargo, que Estaregui no haya ido más allá y elija vehicular la rabia y el descontento a través de una comedia negra que toma como referente el subgénero de los justicieros, los vengadores, sin implicarse moralmente en su apelación última al humanismo del espectador.

     A fin de cuentas,‘Justi&Cia’ se antoja como una producción discreta, modesta, endeble a ratos, en exceso anecdótica, de personajes que avanzan a trompicones y diálogos demasiado blandengues, también  entrañable como las patatas a lo pobre, con algunas escenas antológicas que remiten a esos perros encerrados tarantinianos y ciertas simplificaciones que delatan que no había dinero para más. Y aunque el resultado final del filme no esté a la altura de las buenas intenciones, con sus incongruencias, estereotipos y un inicio titubeante, la historia de estos dos antihéroes de barrio es valiente y oportuna, digna y funcional, posee intensidad y carga emocional, no cae en el fácil maniqueísmo y presume de una esmerada puesta en escena, pese a ciertas situaciones demasiado alargadas y algunas lagunas de guion.

     Estamos, por otra parte, ante la última aparición en pantalla de Álex Angulo, fallecido sin ver terminado el filme.  Estaregui, a la postre, se erige en el último director con el que trabaja el actor. Valgan, pues, sus palabras como despedida: “Antes de conocerle ya me advirtieron que Álex era un gran tío, una persona muy cercana. Yo estaba prácticamente temblando porque, como tantos otros de mi generación, lo tenía en un pedestal desde que lo vi vestido del cura pegando tiros en ‘El día de la bestia’, de Álex de la Iglesia. Efectivamente, tardé muy poco tiempo en darme cuenta de lo agradable que era y del trato tan cercano que dispensaba. La nuestra era, y es, una película pequeña, independiente, hecha completamente fuera del sistema, así que no sabía cómo reaccionaría cuando le propusiera participar en ella. Lo entendió desde el primer momento. Él era uno más en el rodaje y, de hecho, más de un día se puso manos a la obra si intuía que el equipo que había detrás de las cámaras era inexperto y la cosa se podía ir a pique. Se echaba todo el trabajo a la espalda si hacía falta. Todavía no consigo creer que la nuestra vaya a ser la última película en la que trabaje Álex Angulo. Pensarlo, ahora mismo, me llena de una tristeza infinita. Sin embargo, también sé que quienes hemos tenido la enorme suerte de haberlo conocido podemos estar tremendamente agradecidos por haber podido vivir algunas de nuestras experiencias, tanto cinematográficas como vitales, junto a una persona tan grande. Porque sí, Álex Angulo era muy, muy grande. Tan grande como dicen”.

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