Por Gonzalo del Campo
Dos semanas cumplidas de este encierro. Dicen que vuelve el frío. Quizás, de esa manera, no echaremos tanto de menos salir fuera. Ni nos pesarán tanto las rutinas.
Leo “La Peste”, de Albert Camus. Hay en ella cantidad de situaciones que son muy parecidas a lo que ahora se vive a escala planetaria.
“Ya no había destinos individuales, sino un historia colectiva, que era la peste y sentimientos compartidos por todo el mundo”, escribe Camus. Ahora ocurre lo mismo en docenas de países. Aquí en España, sobre todo en las ciudades, se está descubriendo a los vecinos. Se ha pasado del silencio incómodo del ascensor, a compartir aplausos, canciones, caceroladas y a interesarse por su salud, que también es la de todos.
Se comparten sentimientos porque ¿Quién no tiene una abuela o abuelo en su familia al que hay que proteger sin poder visitarlo? ¿Qué familia no tiene a alguien viviendo fuera, en Francia, en Estados Unidos o en Australia? A estos últimos nos acercan las redes. Ahora, que unos y otros disponemos de tiempo, hasta nos vemos y conversamos más que hace unas semanas. Con los mayores es ya otra cosa. La gran mayoría solo saben manejar el teléfono y en pocas ocasiones el móvil. En el mejor de los casos se han de acostumbrar a no ver a sus hijos y nietos y conformarse con oír su voz durante un rato.
Sigue el escritor “El más importante –de los sentimientos– era la separación y el exilio con lo que eso significaba de miedo y rebeldía”. Hoy, la separación, con los medios a nuestro alcance, no resulta inquietante, salvo que algún ser querido se encuentre en situación de aislamiento absoluto o en peligro de muerte y no podamos socorrerle, ni siquiera tener la oportunidad de verle, tal vez por última vez. Nos sentimos todos exiliados del exterior, enclaustrados contra nuestra voluntad, pero eso lo podemos llevar razonablemente bien si disponemos del espacio suficiente y adecuado. El miedo es un sentimiento más difuso, si no se manifiesta de manera obsesiva. Miedo al contagio, miedo a que a uno le paren por la calle y le multen y le detengan si no tiene una razón para pisarla. Temor a que alguien grite y reprenda desde su casa a quien piensa que abandona el rebaño y se rebela insolidariamente, paseando sin motivo aparente. Miedo a lo que vendrá, que podría ser peor aún que afrontar el propio virus, si se pierde el trabajo o se arruina el negocio. El miedo produce más monstruos que los de la razón del grabado de Goya. Esperemos que no sea ese el sentimiento que prevalezca cuando todo esto se dé por concluido.
En cuanto a la rebeldía también está confinada, en la mayoría de los casos por responsabilidad. Sin embargo hay quien siente la necesidad de redoblar su insumisión y se dedica a intentar dinamitar cada decisión, acertada o no, que se adopta desde el gobierno. ¿Por qué no dejar de una puñetera vez enterrada el hacha de guerra por el tiempo suficiente para aunar esfuerzos en frenar la expansión de los contagios? Cuando esto acabe, al parecer, la justicia va a colapsar con tanta querella que se anuncia a cara de perro. ¿No podemos aparcar la lucha a garrotazos, ni cuando de nuestros actos y nuestras decisiones puede depender la muerte de miles de personas? Es lo que tiene el ejercicio de la política en este país. Algunos políticos solo se interesan por las cifras cuando se trata de ganar elecciones. Lo demás parece siempre circunstancial y se aprovecha cualquier resquicio, por sangrante y rastrero que resulte, para sumar adeptos de esos que solo saben de palabras gruesas y grandes titulares y no cuestionan ni por asomo las mentiras.
Como en la novela que nos ocupa, también esta pandemia y su mortalidad “se encarnizará más con todos los que viven en grupo”. Ya han ocurrido intentos de motines en algunas cárceles. Lo de las residencias de mayores parece inenarrable. Hoy mismo se ha tratado el tema en el programa de radio “Carne Cruda”. Comenzaba el programa con el testimonio de un hijo que ha perdido a su padre de ochenta años por no poder entrar en una UCI, al haber priorizado la atención a los pacientes por su edad. La falta de medios y de espacio obliga a decisiones que provocan dolor, además de estupor. ¿Qué está pasando en residencias de mayores en las que los infectados y muertos por coronavirus se multiplican? Personas que trabajan en ellas y portavoces de sindicatos denuncian la falta de elementos esenciales, como test, mascarillas, respiradores, personal, medidas suficientes de higiene y control de los pacientes…
La ministra de Defensa hizo público el hecho de que la UME había encontrado cadáveres de ancianos en sus habitaciones de algunas residencias y anunció que se investigarían y se depurarían las responsabilidades en su caso. Un responsable de las residencias afirma que son las restricciones de movilidad impuestas y la tardanza de las funerarias en recoger a los muertos lo que ha provocado que ocurriera eso. Además considera alarmistas y desproporcionadas las palabras de la ministra. En todo caso quedan planteadas muchas dudas sobre el funcionamiento de las residencias y la verdadera atención que se presta a los ancianos en muchas de ellas en nuestro país.
¿Qué sabemos de los Centros de Internamiento de Emigrantes, que si son opacos de por sí, ahora vivirán un paréntesis más excluyente e incógnito que nunca? ¿Y los campos de refugiados? Se habla de la necesidad de desmantelarlos, pero ¿Qué suerte van a correr los que los habitan?
Sabíamos que la Unión Europea, hace tiempo, había iniciado un camino de regreso a la insolidaridad para con los que reclamaban refugio, contraviniendo sus principios fundacionales y los Derechos Humanos. Hoy descubrimos también esa misma insolidaridad entre sus propios países miembros. De “repugnante” calificó el primer ministro portugués, las palabras del ministro de Finanzas holandés, que se negó junto a otros a otorgar ayudas a Italia y España, afirmando que “habría que investigar a esta última por no tener margen presupuestario para luchar contra el coronavirus”, haciendo al país responsable de la expansión del virus.
Realmente es difícil expresarse de forma más miserable, pero a las palabras gruesas y desmedidas, debería suceder la acción inmediata para atajar el avance de la pandemia. La continuidad de la Unión Europea dependerá de cómo se responda ante esta puesta a prueba de solidaridad entre sus socios. Como dice el eurodiputado Javier Couso en un twit “la UE es como el sistema solar, el sol es Alemania y los demás orbitamos a su alrededor”. A España, ya sabemos, le tocó hace tiempo, ya antes de convertirse en miembro de la Unión Europea, ser patio de recreo y a sus habitantes trabajar masivamente de hosteleros y camareros, al servicio de un turismo netamente centroeuropeo y nórdico. Si se sigue en la postura de obligar al país a aumentar más aún su deuda pública, exigiendo mayores recortes y sacrificios, sus habitantes seremos no solo los parientes pobres de esta extraña familia, sino los sirvientes, más aún, que ya llevamos siendo décadas en los masificados centros turísticos costeros. ¿Cada país seguirá actuando por su cuenta y guardará exclusivamente para sí los medios de que disponga para atajar esta crisis?
Necesitamos más que nunca la cordura frente al sálvese quien pueda y no actuar como pollos sin cabeza cada situación delicada en la que se pone a prueba la solidez y credibilidad del proyecto europeo.
Otra vez Cuba, la diminuta (comparativamente) y denostada Cuba, nos da ejemplo de solidaridad. Debería caérsenos la cara de vergüenza.
Volviendo al libro que nos ocupa, escribe Albert Camus “La única medida que pareció impresionar a todos los habitantes fue la institución del toque de queda”.
En España y en cualquier país que viva en democracia, nos cuidaremos mucho de emplear ese término, porque no sería justa comparación si se nos vienen a la cabeza los toques de queda de dictaduras militares o regímenes claramente autoritarios. La situación actual, que se deriva de las restricciones impuestas al tránsito sería semejante, en cuanto al control y el tiempo que se nos permite pisar la calle, pero nadie espera, ni teme, en principio, que le vayan a encañonar con un arma, como ocurre en un toque de queda. La palabra confinamiento es un término más apropiado y la verdad que lo estamos cumpliendo, en general, sin muchas quejas. Pero, legítimamente, puede surgir la duda y el temor a que ciertas formas de control que ahora se pueden estar ensayando y nos pueden parecer adecuadas en esta situación, se prolonguen más allá del confinamiento y se quiera mantenerlas como algo permanente en el futuro. Y no me refiero solamente a la vigilancia y control policial callejero, sino al que nosotros mismos propiciamos con el uso excesivo de las redes e internet. La eficacia, al parecer, demostrada en China puede ser una tentación muy golosa para que se intente usar el control cibernético de la población no para el beneficio de la misma, sino para la represión más efectiva.
Dice Camus en su libro “se había sacrificado todo a la eficiencia”. Eso es lo que estamos intentando los ciudadanos de este país quedándonos en casa, ser eficaces en no propagar el virus. Claro que poco podemos hacer por los que corren el peligro de contagio. Y aún así se está haciendo, tejiendo mascarillas, elaborando respiradores…La gran mayoría solo podemos aplaudirles, elogiar su labor y su entrega, respetarlos y más que nada, cuando esto toque a su fin, recordar para siempre quiénes son y lo que vale su trabajo. La desmemoria, por desgracia, es un virus demasiado común por estos pagos. Es muy importante recordar quienes fueron y se hicieron necesarios. No para ofrecerles homenajes hueros, sino para facilitar su vida cotidiana, con salarios dignos, horarios razonables, condiciones laborales totalmente decentes y seguras. También deberíamos recordar y reconocer a aquellos que aprovechan la situación de crisis para seguir lucrándose. La eficiencia, a partir de ahora, debería ser todo aquello que beneficie nuestra salud física y mental, atajar la contaminación, exigir como y donde haga falta tener, todos, un techo en el que cobijarse, pelear por salarios dignos para todos los trabajadores y contratos que no sean basura. Asegurarse de que los ancianos, que han dejado su vida trabajando, no sean dejados a su suerte y se conviertan, como ahora, en la primera línea de posibles víctimas. Dedicar el dinero público, que se otorga a una institución como la Iglesia y el que se debería recaudar de las grandes empresas que apenas pagan impuestos, a mejorar la atención sanitaria, los servicios sociales de atención a la dependencia y a la violencia de género, a una educación bien financiada, que no propicie el éxodo masivo de nuestros investigadores y profesionales. Valorar en su justa medida el trabajo de las gentes del campo que nos dan a todos de comer y comprometernos entre todos a que se pague justamente aquello que producen.
Ahora estamos comprobando que la globalización no nos garantiza nada cuando vienen mal dadas. Depender enteramente de otros para cubrir necesidades tan esenciales como las que, hoy, sentimos que nos faltan, no puede seguir siendo la meta como sociedad. Tampoco podemos seguir nuestro ritmo desaforado de consumo, ni fiar nuestra vida a empresas que nos quieren tan solo como víctimas de su publicidad y su afán de lucro. No deberíamos callar cada vez que los bancos imponen comisiones o suprimen servicios de atención a sus clientes, sin haber siquiera pagado sus deudas con el erario público. No deberíamos tampoco dejarnos embaucar por políticos que sólo saben envolverse en banderas y ser la voz de sus amos, los magnates que nos quieren convertir en rebaño.
Escribe también Camus en la Peste “el hábito de la desesperación es peor que la desesperación misma”
Sin saber, aún, lo que nos viene por delante, no es la desesperación lo que nos caracteriza a la gran mayoría. Nuestros padres salieron adelante en duras circunstancias y emigraron por cientos de miles cuando así hizo falta. Construyeron un mundo, hasta ahora, seguro. Su determinación contribuyó a crear el estado del bienestar que, pensábamos, nos iba a proteger toda la vida. Esta crisis está poniendo en claro los agujeros que tiene este sistema de bienestar que si ya se estaba menoscabando seriamente desde 2008, hoy amenaza con sufrir un nuevo golpe, si no permanecemos tan unidos y unánimes como muestra esta solidaridad que mueve a no dejar atrás a nadie de nuestro entorno y a aplaudir a aquellos que se arriesgan para que la gran mayoría no vivamos con miedo y al abrigo de la desesperanza. Solo entre todos podremos cambiar el rumbo de nuestro futuro, sin permitir que la desesperación pueda convertirse en hábito muy cerca de nosotros y pueda contagiarnos. Habrá que estar despiertos, muy despiertos para que eso no llegue a ocurrir.