El gallinero de los desengaños / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

    “Acabas de morirte de una vida, ¿no es así? ¿Y qué vas a hacer con la otra, la que empieza?”, pregunta a otro un personaje de Juan Carlos Onetti en ‘La vida breve’.

    Y del oficio de periodista ¿qué hemos hecho con él?, se podría preguntar Gabriel García Márquez en estos tiempos llorosos. Es lo que más le gustaba. Y, sin embargo, estamos dejándolo sin alma, sin la nobleza con que otros tiempos lo dotaron, otras gentes. Nadie se cree nada. El poder ya es único. El de la prensa –aquel que alimentaba la curiosidad, la necesidad de saber, las conciencias- se lo ha tragado el dinero de los poderosos. En soledad de amor herido, el periodista de raza se remansa en el tiempo sin tiempo y se pregunta, atónito y desolado, cuántas horas necesita el pasado para hacerse pájaro y huir.

    Acaso habría que echar la vista atrás y recordar los textos de García Márquez, y de Elena Poniatowska, y de Tomás Eloy Martínez, y de Carlos Monsiváis, y de Rodolfo Walsh, y de César Vallejo, y de Salvador Novo, y de Roberto Artl, y de tantos otros, solo por ceñirnos a la enorme lista de autores latinoamericanos del siglo veinte antes de la eclosión del nuevo periodismo, cuyos textos se siguen leyendo con asombro, placer y reverencia. Equivocarse lo menos posible es el verdadero éxito. También el tiempo es un personaje y hay que esperar a que las cosas caigan por su propio peso. Si alguien nos pidiera hoy sangre, sudor y lágrimas, tal vez las piernas nos temblarían demasiado.

    No va a ser fácil recuperar el buen nombre perdido. Lo pienso cada vez que abro uno de esos grandes medios de comunicación que hoy diseñan el supuesto criterio de lo que, además, llaman “opinión pública”. El periodismo escrito está condenado por el sometimiento al poder del dinero, la obsesión de agradar a cualquier precio, la mutilación de la verdad con un pretexto comercial o ideológico, el halago de los peores instintos, el ‘gancho’ sensacionalista, el desprecio, en fin, a sus lectores. El periodismo debe contar historias, no simple noticias rápidas: un periodismo con mirada y voz de autor, más allá del producto impersonal de la factoría informativa. Un periodismo bien contado, pero no por pura habilidad narrativa, que también, sino por la necesaria fundamentación en la investigación y el trabajo de campo, la depuración creativa de un buen proceso de edición. Un periodismo que aspire a enganchar, pero apostando a temas duros, al conocimiento, al respeto por la audiencia y no a la engañosa banalidad mediática.

    La clave del oficio está en el precio de la información de calidad. Basta con abrir un periódico para darse cuenta de que una buena parte de las noticias del día, las novedades, no lo son en absoluto. Una gran parte de estas noticias llegan propiamente manufacturadas o precocinadas. La pérdida de credibilidad y de confianza en los periodistas se debe a la masiva presencia de estos valores tóxicos perfectamente conocidos por el público, al que tratan de tonto y no lo es. Tontos los hay en todos los sitios –hasta en el periodismo, que los hay, y muchos-, pero no todos somos tontos. La cuestión no es un periódico analógico o digital, en papel o en la red. La cuestión es cómo hacer buen periodismo, respetado y valorado, útil e interesante. Aquí no vale la sentencia de McLuhan de que “el medio es el mensaje”. El mensaje es el mensaje. Lo que cuenta es el contenido. La práctica de la rectificación, por añadidura, es deplorable, es un cáncer de la profesión. Debería ser el punto de partida y algo permanente, definitorio del ejercicio profesional que tiene muchos riesgos.

    Los medios periodísticos están politizados, son previsibles, obvios. La reputación se ha perdido por ese camino. Lo curioso es que los políticos no se han beneficiado por esa captura, se han desprestigiado en paralelo. Es un juego de perdedores. Hay que rectificar, revertir el proceso, porque las preferencias personales –inevitables, por otra parte- no interesan a los lectores, conviene dejarlas en el perchero antes de entrar en la sala de redacción. Sin embargo, casi todos los diarios sobreviven en la actualidad mediante subvenciones directas o indirectas de administraciones públicas o grandes grupos corporativos que los usan como plataforma para sus estrategias de negocio multimedia.

    Lo que le queda al periodismo profesional en un mundo inundado de información es la reputación y la calidad del análisis. Si el periodista no responde a estos dos criterios, mal lo tiene la profesión. Desviar la atención por otros derroteros es de un cinismo sin parangón, zarandajas que no llevan, ay, a ninguna parte, solo a la crónica de una muerte anunciada, a la ribera del servilismo para garantizarse una supervivencia vergonzosa. Ha pasado de moda eso de salir a la calle, o entrevistar a un comerciante, o acercarse a las cocheras del tranvía, o estudiarse un expediente urbanístico para obtener una información y con ella pergeñar una genuina noticia periodística. Y hay artículos que al arriba firmante le resulta difícil de creer que hayan sido escritos por personas adultas. Al menos, por adultos con un mínimo sentido de la vergüenza profesional.

    Sí, los diarios han dejado de ser una adicción tan poderosa como la heroína. Entre unos y otros, han conseguido que la información –que no es lo mismo que conocimiento, ojo- sea una pura mercancía en el sentido marxista del término. Hace años que los periodistas españoles –y en Aragón es para echarse a temblar- abandonaron la primera fila y hace demasiado tiempo que han perdido el interés por reivindicar su puesto en el complejo juego social. La prensa española –y la de Aragón, insisto, es un valle de lágrimas- ha perdido la iniciativa por sus propios errores, por no haber desempeñado el protagonismo que debía o no saber con exactitud el papel que tiene encomendado. El de, a fin de cuentas, fiscalizar con objetividad.

    El análisis de la prensa es una de las batallas que hay que librar todos días. Todos los días del mundo. Las empresas de comunicación despiertan cada vez mayor desconfianza. Basta rascar un poco, contrastar alguna noticia sospechosa para encontrar sus agujeros y sus acólitos. Las formas de manipularnos son inagotables, pero no invisibles. Silencios clamorosos, repeticiones obscenas (lo del periodismo cultural daría para otro artículo), tergiversaciones impúdicas y un sinfín de tropelías baratas, por no hablar de los periodistas ‘showman’ –aquí, en Aragón, somos expertos- y sus naderías narcisistas, redactores –que no escritores- oportunistas que siempre concuerdan con quien más les beneficia. Pero escribir de verdad es estar en la trinchera y haciendo equilibrios sobre la delgada línea, del color que sea. Y, por qué no, te puede posibilitar el decir cosas de las que no estás realmente seguro hasta el momento de verlas publicadas. Escribir sobre el poder, y sobre todo contra el poder, detentado por estados y por culturas, otorga capacidad de ejercer poder, el tan maltrecho cuarto poder, si en un tiempo reluciente ya desmoronado. Porque el periodismo o es crítico o no es. No deberíamos barajar más opciones que las del periodismo crítico. Todo lo demás es publicidad. O propaganda. O tráfico de influencias. O relaciones públicas. El periodismo crítico es aquello que es en tanto que es desde abajo. Y ese desde abajo tiene un montón de particularidades.

    El periodismo que se hace desde la incertidumbre y el principio es el que afronta mantener la cosa viva, haciendo que sea algo que atraviesa a la vida y no al revés, desde el reporterismo local y lo cotidiano. En su ensayo ‘Periodismo escrito’ (2002), el literato Federico Campbell dice que un periodista “es un cazador”, alguien que “establece conexiones, relaciona hechos e ideas, escoge datos con rigor y criterio, comprueba las fuentes, interpreta el acontecimiento y organiza por escrito lo mejor que puede su texto para disfrute del lector”. Más periodismo, pues. Más periodismo como diálogo. Sin ese diálogo no hay periodismo. A lo sumo, bienintencionadas columnas pero vacías, hueras, como esas tesis en las que no hay tesis. El producto de un periódico son las noticias y sus acompañantes, los análisis y las opiniones. De calidad, exclusivas, atractivas. Si se debilita sin cesar el producto, si se le deja como a la pata de un grillo, lo único que se creará es un círculo vicioso que acabará también en fracaso.

    Los periódicos deben ser polémicos, descriptivos, analíticos, críticos, socarrones, tocahuevos, satíricos, incisivos, divertidos y, ante todo y sobre todo, inteligentes. El buen periodismo no debe sustituir a los jueces, pero puede ir perfectamente delante de las investigaciones oficiales. El periodista de verdad, por decirlo con el gran Alvite, sería el que llega a los sitios antes incluso que la noticia. En los periódicos, sin embargo, se ha vuelto al agua de lo manso, que contenta brevemente al poder pero desconecta largamente a los lectores. El periodista incómodo y el medio valiente son hoy dos linajes remotos a los que se les pasa el cuchillo, antes o después, para generar periódicos mudos y periodistas ciegos. El periodismo no debería aceptar el lujo de las indecisiones. Aquí la bronca debe ser a puño descubierto. “El periodismo”, dijo Kapuscinski, “no consiste en pisar cucarachas, sino en prender la luz para que la gente vea cómo corren a ocultarse”. Si el periodismo de calidad muere, no será por asesinato, sino por suicidio. El suicidio por no saber reconstruir un proceso de búsqueda y un contraste de la información. Eso era, y no fabricar noticias como salchichas que nadie sabe con qué ingredientes se han elaborado.

     Cuando el periodismo se convierte en una rifa resulta, además de ridículo, cualquier cosa menos periodismo. Más bien son las putas tristes, unos cobardes que no dan la cara, que excluyen la crítica, el desprecio a los argumentos ‘ad hminem’ como herramientas dialécticas. La vergüenza de la prensa subvencionada y unos individuos incapaces de la menor autocrítica, y todavía más incapaces de cualquier ambición intelectual, dan la nota de una comunidad, un país, cualquier territorio, humillados por su propia falta de honor, ese honor siempre discreto y silencioso, como un gesto interior, que los cínicos dicen que es un adorno pero que es en lo que fundamentalmente se basa lo perdurable. Y lo trascendente. Ya dejó escrito Nietzche que cuando miras mucho tiempo un abismo, el abismo mira dentro de ti. Y así es. De repente, ya ven, la más perfecta representación del vacío.

  Menos mal que nos queda el quiosquero de la esquina. Su establecimiento es un chorro de pasado que aún da señal de vida. Una risa. Un cadáver. Un fantasma. Y es más que un mapa, más que un territorio. Es un organismo donde algo se abre en dirección a nuestros deseos, el de los más peques –por supuesto- o el de los mayores. Es un gallinero donde algo se cierra de frente a los desengaños.

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