El poético exorcismo del quiosquero / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

    El quiosquero de la esquina recuerda un mundo ya perdido, de más tinieblas en los escondrijos zaragozanos, porque una ciudad se cuenta mejor en su intimidad, en sus esquinas pequeñas, en su rara combinación de anarquía y rigor, de ingenuidad y hedonismo, de tabaco y hormonas, de excesos y bares, de amor y azoteas, de amistades feroces y síndromes de abstinencia.     El quiosquero, de jovencito, se adentraba en una Zaragoza de noche áspera, de navajas con tétano, de arponazos con jeringas, de brazos decorados con mil tintas, de motos gordas bramando en un entramado de calles con textura de orines. Y se mezclaba con los poetas, siempre en permanente conexión entre la mano, el brazo y el cerebro.

   El quiosquero de la esquina reflexiona de esto y de aquello, de aquí y de allá, de antaño y de hogaño, y aprende de la buena escritura, porque sabe que convoca un misterio, un enigma, una claridad que dice más de lo que dice, un saber que no lo es a tientas, que viene de lo hondo de las cosas, de aprender a mirar la vida sin exigir en aquello que se ve el caudal de una respuesta, la lección de estar en el mundo rozándose con él, con coraje, con franqueza. No se asocia, claro está, con el cliente impertinente, todos los días –de la semana, del mes, del año-, que ni atiende ni entiende, y habla de la corrupción y del honor, de guerras y abusos de poder, de la gente guapa y estúpida, del dopaje y la política, saltando de un tema a otro sin respirar, sin ton ni son, con el celular en la mano, en la otra el vendido periódico, enredado en una maraña que le guía hacia la verdad absoluta, sin silencios, sin escuchar ni detenerse. Todos los días.

   El quiosquero sabe, para qué negarlo, que la política zaragozana es de una oratoria ortopédica, como la del cliente impertinente, sujeta con artificios, mal construida, de discurso atropellado, zafio, sin ningún rigor de estilo. Y los detesta –no a todos, claro- por lo que dicen y por cómo lo dicen, una buena nómina de santurrones y tentetiesos, de aliagas y olivanes, de alonsos y barrenas, de vadillos y gímenos, de blascos y bonos, de rudis y lanzuelas, de bieles y lobones. Y comprende que un escritor nunca escribe lo que quiere ni tampoco lo que cree que debería escribir, sino lo que fatalmente, y a veces en contra de sí mismo, la sangre le pide que escriba. Sin poesía, el mundo se muere de frío, de cerrazón. Hay que confiar en el universo del amor, de la amistad, de la poesía. El resto es comercio.

    El quiosquero recuerda un reportaje sobre la segunda guerra mundial que relataba cómo en el cerco a Stalingrado la gente leía poesía para, en esa situación límite, darse ánimos. Porque la poesía es necesaria en todo momento, un salvaguarda para afrontar el día a día. La poesía, en efecto, se hace día a día, pero los mejores poemas están por escribirse. Y decirse. Escribir poesía, claro, es una forma creativa muy íntima y personal. Y es que el poeta habla consigo mismo de su propia intimidad y luego lanza ese pensamiento al mundo exterior. Al quiosquero le gustan, especialmente, las poesías azules y las poesías verdes. Al quiosquero le gusta mucho pintar con el rosa, el naranja y el morado. Le gusta verlos en todas partes. Al quiosquero le gusta mucho mirar el arco iris brillando en el cielo porque le gustan todos los colores. El sentido último de la poesía es enamorarse del mundo a pesar del peso de la historia.

   El verso, para el quiosquero, es el pensamiento del agua, el crepitar del silencio. Le gustaría dejar de ser, le gustaría no haber sido y, por eso, se le detiene el aliento en lo que no sucede. Del ser para la nada, del ser para la muerte, piedra rota de Sartre y su puta respetuosa. En el laberinto de la soledad escribió Octavio Paz: lo que no es piedra es luz. El quiosquero, como el poeta, busca la piedra escondida de la vida y solo encuentra, en el tiempo sin tiempo, en el tiempo sin espacio de Juan Ramón, la piedra quebrada sobre el silencio de la noche encendida. El verso se funde ya como una lágrima que busca la aniquilación. Es la llamada de la autodestrucción. La piedra rota, el alma rota, abre su vientre mineral y alumbra los pasos de quien duerme soñando.

    El quiosquero sabe que toda poesía es una profunda evocación y un exorcismo, y se salva si es escrita para ser escuchada, leída en un tono de voz cadencioso. En soledad y silencio.La poesía es solo una. La antítesis de la poesía es la especialización profesional. En la poesía no cabe el perdón ni el alivio. Para caminar de un punto a otro no vale la línea recta. La poética como una tundra de extrañezas que van hilvanando no solo las palabras, sino la vida. Una vocación autónoma, un rechazo al colectivo. Bien afirmaba Octavio Paz, apunta de nuevo el quiosquero, que los versos de un poeta son su biografía.

    “La poesía, /con su mezcla y sueño, de fantasma y fracaso, /con su oscura verdad que nunca se define”,
declama el quiosquero en honor de Juan Luis Panero, el mayor y más ignorado de los hermanos Panero, pero esencial, todo sombras en el tiempo. Como ese tiempo que es eternidad en cada verso En este tiempo de quincallería verbal, donde al hombre le roban la voz a cada momento, la poesía es un buen antídoto contra el molde del ciudadano dócil, contra los feos modales de quienes se empeñan en tratarnos como a menores de edad, por no decir como a subnormales. Al fin y al cabo, la poesía no es una forma de escapismo, ni una huida, ni un escaqueo, sino una manera de extraer tantas preguntas, de anclarse mejor a la tierra, a esta tierra nuestra maltratada por unos impresentables, tanto políticos como agitadores culturales. Tanto monta, monta tanto.

    “Las delicias” –dice el quiosquero de la esquina que escribió el poeta- “de este mundo ya he gozado. Los días de mi juventud se desvanecieron”. Al quiosquero le estremecen los poemas de la locura de Hölderlin. Al final, el teólogo pastoril se olvidó de su nombre, pero no se olvidó de la luz de la nieve y de las flores, ni de la palidez de los días otoñales: “Al hogar regreso pleno / en busca del dorado vino”. Y acabó zumbado, nos ilustra el quiosquero. Los niños se burlaban de él porque se comía la carne dulce de las flores. Y permaneció loco de remate durante décadas en casa de un ebanista que había leído ‘Hisperión’, observando los alegres viñedos ebrios, cargados de racimos de púrpura.

    El quiosquero de la esquina, sin altivez, ha aprendido que la poesía es un desafío muy atento, y por eso pertenece a la cofradía de los que creen que la poesía no exige galantes caballeros sino amantes que quieran violarla, por decirlo con André Breton, el ‘zaratrusta’ del surrealismo. Y por ahí, todo derecho. Que dentro de un poeta cabe la historia (sin mayúscula, por favor), con su crimen y sus destellos, su desmesura y sus extrañezas. El poema, a fin de cuentas, no es un ala postiza, sino una escuela superior de formación de seres libres. En ella cabe todo lo que a los hombres se les puede proporcionar para serlo. Y el quiosquero lo sabe. Y el poeta lo hace: “Déjame / decirte que, a pesar / de tanta vida deplorable, sí, / a pesar y aun ahora, / estaremos en derrota pero nunca en doma”.

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