De profesión incierta / Eugenio Mateo

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Por Eugenio Mateo

     No hace mucho coincidí con un artista reconocido y prestigioso en el ámbito cultural de la ciudad y fuera de ella; al término de nuestra conversación me dio su tarjeta de visita para posteriores contactos. En ella, junto con sus datos, una simple definición llena de humildad y de sabiduría: “Fulanito de tal, de profesión incierta”.
   Me trajo una reconfortante empatía y me gustó tanto la sencillez del título que no he dudado en volcar en estas líneas las reflexiones que me produjo la altura moral de un maestro que asume su itinerancia por el mundo de las artes y las letras con la provisionalidad del aspirante a seguir ejerciendo una actividad que vive en el día a día.

    Dedicarse de una u otra manera a este mundo inhóspito de la cultura ya presupone de entrada una marcada deficiencia en el código genético. No es una tara, porque crear es una de las cosas más gratificantes para el individuo y exige de una mínima aptitud para abstraerse en medio de tanta metralla acechando los flancos físicos del intelecto, sino una minusvalía que priva del derecho a ser considerado profesionalmente como un fontanero, un doctor en biología o un echador de cartas televisivo, pongamos por caso, actividades que en la más pura lógica son remuneradas. El grupo de escribidores y poetas es uno de los que sufren esta minusvalía, quizá el único, salvando a los filántropos. Es verdad que corre la leyenda que estos sujetos son adictos a la noche y que sufren delirium literario Son por tanto dados a la juerga y a la fantasía. – ¿Para qué querrán el dinero pues?- En el supuesto que todos fueran un Bukowsky al menos los bodegueros y destiladores se frotarían las manos, pero no, no es el caso; existen escritores que de aburridos hacen dormir simplemente por pasar sus páginas; otros son tan enrevesados que hay que buscarlos en la sección de anuncios por palabras; algunos disparan directamente al corazón de sus lectores en un arranque de narcisismo; unos pocos aspiran a caber por el ojo de una aguja y los menos alcanzan la gloria pírrica de saberse en buenas manos. En realidad cada vez se pone más difícil ser bohemio, lo que se lleva es ser amateur y a ser posible tenedor de otra soldada, a la vista de lo visto.

     Juntos pero no revueltos, los escribidores se propagan en el vértigo de la estadística dejando en entredicho la serena pauta de la conveniencia, o dicho de otro modo, que la inflación afecta a lo intelectual. Nunca antes se escribió tanto y de tanto. -¿Se leía antes tanto de algo?- Es la consecuencia normal de la evolución: más ilustración, ergo más necesidad de entenderla. La trampa de escribir es hacerlo simplemente porque guste. Se somete así el autor a un juego que se retroalimenta en una espiral que arrastra por delante todo lo demás y convierte la vida en una paradoja. El tiempo deja de tener tarifa detrás de cada coma, en una renuncia a lo práctico, como un mercenario sin botín. Son muchos los que escriben sin saber si alguien les leerá algún día y aún así avivan el estallido de sus neuronas en un intento inútil de darse razones. Todos deberíamos poder escribir alguna vez un libro. Deslizar por las palabras los auténticos secretos ocultos en el vademécum de la memoria y convertir la vida en literatura. Una historia de mentira sobre un caso real. Puede que se vendiera bien entre los familiares, aunque eso es mucho especular. En todo caso, escribir nunca fue tan fácil ni tan duro, no porque cueste sino porque no se valora.

    El término “por el amor al arte” ha sufrido una elipsis semántica para desembocar en el “gratis total”. Es fácil encontrarse con esforzados directores que invitan a escribir desde el aprecio; corren cada día correos de portales literarios que animan a enviar un escrito a cambio de la gloria de la lectura onanista; oportunas invitaciones a editar un libro a cargo del bolsillo propio; proponen colaboraciones para lo desconocido que barruntan tormenta de ideas. Toda una profesión incierta, tan incierta que no da de comer y encima sujeta a la opinión de los demás que ni siquiera han dejado propina. Que alguno de los que pueden vivir de la pluma no son precisamente unos lumbreras es sólo la constancia de lo irremediable. Que muchos emborronen cuartillas carentes de interés da otra prueba de que cantidad y calidad no siempre se solapan. En este magma hierven demasiadas apetencias para que la erupción sea preocupante, es más bien un destello de fuegos fatuos, un escaparate provisional condenado al olvido sin solución de continuidad. Escribir es barato desde el momento que la inspiración no cotiza en bolsa, es una práctica voluntaria que escapa a las leyes del mercado, las mismas que deciden sobre el rendimiento del trabajo aunque lamentablemente éste no entienda de la pelea con el folio en blanco. Y sin embargo… la inmensa mayoría de los que escriben lo hacen porque quieren, quizá porque no les quepa en la cabeza tanta fabulación y necesiten contarlo a quien les lea; al final convierten el precio en intercambio.
Nos están cambiando las tendencias – neo eufemismo del dirigismo- tanto para el formato como para los contenidos. Desde un despacho que da a Central Park se decide que las cincuenta sombras que rodean a Grey son a pesar de todo insuficientes para redondear la cuenta de resultados y ya piensan en otro pelotazo editorial; desde un edificio de enfrente se investiga sobre un nuevo prototipo de libro electrónico que sea capaz de leer por nosotros.. En ese escenario, la incierta profesión de escribidor es una víctima colateral, como lo son también lectores y libreros; víctimas propiciatorias del juego de intereses y no sería ajena al drama una puesta en escena con huelga de meninges y de libros cerrados. Nada más inútil que un libro cerrado, en la mano resulta engorroso y tiende a extraviarse con facilidad; en las estanterías almacena polvo y ocupa mucho espacio. Lo dicho, podría pasar por un ladrillo una vez envuelto sin finura. Unas meninges desconectadas con carácter selectivo son una buena herramienta, aunque no deje de ser una entelequia. –Me ha delatado mi espíritu escribidor incierto–

    Puede que los parias de la pluma no conquisten Berlín, ni siquiera una redacción poco céntrica; tampoco los libreros se mudaran a la Shakespeare and Company o a Strand Books; a los lectores siempre les quedarán historias para soñar despiertos. El libro nos sobrevivirá pese a todo.

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