Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
En 1983, año de la muerte de Buñuel, de la que ahora se cumplen treinta, la Universidad de Zaragoza llegó al cuarto siglo de actividad y le concedió el doctorado ‘honoris causa’. Lo aceptó, pero su salud no le permitió venir a España y eso me privó de ser su padrino ceremonial. Hubo quien rezongó por la concesión, ya que el calandino era hombre desazonador y tachado de irreligioso. Fue transgresor y escandalizó, sin duda; pero su relación con la religiosidad –más que con la religión- fue intensa y perdurable.
Fue prodigiosa la aptitud de Buñuel para desvelar lo asombroso que anida en la realidad diaria. Vio que los demás no percibían en fenómenos que estaban ante sus ojos y lo contó de forma tal que se atribuyó este don a una intención surrealista. Quizá no sea un término apropiado. Su filme ‘Simón del desierto’, estrambótico para muchos, subraya elementos literales de la tradición predicada durante siglos sobre el santo estilita, incluida la personificación del diablo en una mujer hermosa, típica de las hagiografías sobre anacoretas de la primera cristiandad. Y nada tienen de inventado los asombrosos diálogos que pueblan ‘La Voie Lactée’, su filme de 1969 sobre el Camino de Santiago. Buñuel pone en escena a dos personajes que se dirigen a Compostela, mientras discuten de lo divino y lo humano, en una especie de reconstrucción sui géneris, pero literal y documentada, de la historia del canon y de las herejías del cristianismo. Muchos han visto en ese deambular una muestra de irreverencia o impiedad. Sin embargo, el guión confeccionado por Jean-Claude Carrière, con anotaciones del aragonés, muestra que la película no es un alegato antirreligioso, sino más bien la sagaz condensación del asombro –a veces sarcástico y otras, sinceramente perplejo- de Buñuel ante algunos vericuetos de la teología.
A Buñuel le fascinaron siempre los heterodoxos, esos fieles cristianos y, sobre todo, católicos que se separaban del dogma, debatiendo asuntos sumamente abstrusos o que apenas podían preocupar al común de los mortales. Tenía culturalmente cerca los casos aragoneses de Servet y de Miguel de Molinos. ¿Cómo, parecía pensar el turolense, llegar a perder la vida o el alma por una discrepancia sobre cuestiones tan alambicadas e irrelevantes en la vida cotidiana?
La película sobre el Camino no se concibió de un día para otro, pues un asunto así hubiera soportado mal la improvisación. En 1967 comentó su inquietud con Carrière. Surtidos de libros y enciclopedias, se retiraron dos meses a un apartado hotel en la serranía andaluza y pergeñaron lo principal, que retocarían más tarde durante una nueva estancia conjunta en México.
La historia, como otras de Buñuel, tomó un tono que Carrière llamaba ‘irrealista’ –no surrealista-, donde todo es posible desde una lógica interna muy religiosa, porque admite, casi requiere, de modo natural los prodigios. Los protagonistas son dos pordioseros vagabundos, arquetipos de lo vulgar, que parten de París a vivir un caminar incierto, siempre en relación con lo que suelen llamarse misterios de la fe: en qué consitiría la esencia del Dios trinitario (negado por Servet); cómo puede ser Jesús Dios, si es hombre, salvo que no tenga de tal sino la figura; cómo la gracia divina puede combinarse con la existencia del mal y con la libertad del hombre si, además, Dios sabe de antemano lo que sucederá, lo que se escenifica en un combate dialéctico impenetrable entre un jesuita y un jansenista defensor de la predestinación. Buñuel no inventa nada: son debates textualmente documentados en siglos diferentes de la historia europea y española.
En su caminar desesperanzado por un misterio que cruza las edades, transmiten los viajeros un mundo espiritual enmarañado, confuso e irresoluble, orlado por prodigios que quedan más allá del raciocinio. Es un tormento anímico capaz de generar tragedia y risa al mismo tiempo, que burla las leyes del tiempo, del espacio y de la naturaleza y que vuela por encima de las pobres fronteras de la geografía y de la historia: las fronteras territoriales no les afectan y las cronológicas les permiten pasar sin alterarse del medievo al tiempo de Cristo, o al Barroco, y toparse con ángeles, celestes o infernales. No hay más arbitrariedad en ello que en el propio debate que se expone.
Buñuel nunca fue ajeno a la preocupación religiosa, que lleva aneja la inquietud por el misterio. Lo de menos es si el misterio existe objetivamente: se da en la mente del ser humano y lo trastorna, lo aplaca o lo exalta, lo tortura, lo parasita, lo redime. Y el Camino de Santiago –la Vía Láctea- fue el hispánico excipiente elegido por el aragonés para plasmar estas percepciones. Carrière, aun siendo el coautor, se asombró con el resultado como si no lo reconociera: “El final es prodigioso. Los cinco últimos minutos son extraordinarios, ya no sabe uno dónde está. Se encuentra como drogado. En estado de extrañeza”, dijo. Es la otra cara de la moneda que presenta la fe religiosa: junto a la certeza, el asombro, la perplejidad, la pregunta, el pasmo. El lado que eligió Buñuel.
Publicado en Heraldo de Aragón