Por Esmeralda Royo
En el siglo XVIII, cincuenta años antes de que las sufragistas se enfrentaran al escarnio en las calles e instituciones, hubo mujeres que se negaron a vivir la vida que otros querían para ellas.
El feminismo no existía como tal (el término se acuñó un siglo después) y tampoco reivindicaban el voto femenino, pero sentaron sus bases al defender que hombres y mujeres debían “estar sujetos a las mismas leyes morales”. Una de ellas fue la filósofa y escritora inglesa Mary Wollstonecraft, defensora de que si no te dejan entrar a un lugar, lo mejor es dar una patada a la puerta.
Mary, que más tarde escribiría “Desafortunada situación la de las mujeres moderadamente educadas que no tienen fortuna”, nació en una familia sin estrecheces económicas pero su padre, alcohólico y maltratador, se gastó lo suyo más una herencia que le hubiera correspondido a ella. Sólo le quedaba ser institutriz o cuidadora y optó por lo primero, educando a niños y niñas sin diferencias, libres de prejuicios, supersticiones y relatándoles historias que ella misma escribía.
Aquella situación acabó por asfixiarla y tomó una decisión radical para una mujer de su época: trasladarse a Londres y convertirse en escritora. No quería depender económicamente de un hombre así que, tras estudiar francés y alemán, se ganó la vida como traductora mientras escribía “Vindicación de los derechos del hombre” en respuesta a Edmund Burke, un liberal irlandés que pasó de defender la revolución americana a mostrarse transtornado por “la belleza y sensibilidad de Maria Antonieta padeciendo en el patíbulo”. Mary le respondió que le producían más congoja las mujeres francesas padeciendo miseria mientras su reina bebía en copas de oro. Hay personas que no saben callar a tiempo y cuando Burke, herido en su orgullo, escribió que la feminidad era sinónimo de debilidad frente a lo sublime de la fortaleza masculina, ella constestó: “¿No hemos de aspirar a tener derechos? Pues no tendremos obligaciones y ya veremos en qué queda lo sublime de la masculinidad”.
Escandalizó a la sociedad británica al defender la república como una forma de acabar con los privilegios de la aristocracia, lo que le llevó a apoyar la Revolución francesa y emprender el viaje a París para vivirla de cerca. Llegó un mes antes de que Luis XVI fuera guillotinado.
Su experiencia francesa fue agridulce. Era feliz porque se sentía libre trabajando incansablemente en una versión histórica de los primeros años de la Revolución y escribiendo “Vindicación de los derechos de la mujer”. Este tratado está considerado origen del movimiento feminista por exponer argumentos que, si ya resultaban incómodos dos siglos más tarde, eran imperdonables en el XVIII y agrandaron su fama de mujer fuera de la norma. Defendía que la razón ha de ser la base del orden social, no sólo para hombres sino también para las mujeres. “Es cierto que hay mujeres que son como un perro spaniel, pero esto es así por la costumbre y no por nacimiento. Si la mitad de la población tuviera acceso a la misma educación que la otra mitad, podría elegir cómo quiere ser y comportarse.”.
En Francia también vivió la experiencia más traumática de su vida. Se enamoró de Gilbert Imley, un aventurero americano del que se quedó embarazada de Fanny, su primera hija, sin estar casada. La única vez que trató de vivir dentro de la norma que se le suponía a una mujer de su tiempo, es decir, cuidadora de la familia, salió muy mal porque precisamente Imley no estaba interesado en una mujer convencional. A esto se unió el hecho de que algunos de sus amigos, entre los que se encontraba su admirada Olympe de Gouges (autora de la “Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana”), fueron señalados por Robespierre y condenados a la guillotina. Cuando Gran Bretaña declaró la guerra a Francia se vió obligada a regresar a Londres porque su vida y la de su hija estaban en peligro.
Fueron sus años más duros, con dos intentos de suicidio por el rechazo de Gilbert Imley que, sin embargo, la ayudó haciéndo creer a todos que se habían casado para ocultar su condición de madre soltera y enviándola a Escandinavia junto a su hija para confiarle la gestión de sus negocios. Allí escribió “Cartas escritas en Suecia, Noruega y Dinamarca”, un libro de viajes dedicado con amargura a su amante
No era fácil de doblegar y cuando se reencontró con un amigo de juventud, William Godwin (filósofo y uno de los precursores del anarquismo), decidió que tenía mucha vida por delante y era hora de curar las heridas. Se casaron al quedar Mary embarazada.
Curó las heridas pero no le quedaba mucha vida por delante. Murió a los 38 años al dar a luz a su segunda hija, Mary Shelley, la joven genio que escribió la primera novela de ciencia ficción de la historia: “Frankenstein”. Sin haber conocido a su madre, heredó su carácter y provocó con su forma de vivir el mismo rechazo social.
Cuando Mary Wollstonecraft falleció, William Godwin quiso rendirle homenaje escribiendo sus Memorias. Si bien la describía como lo que fué: una mujer que quiso ser libre en un mundo que no estaba preparado para ello, consiguió el efecto contrario, puesto que acabó de destrozar su reputación condenando su obra y vida al olvido. Los que la vilipendiaron cuando vivía (ya fuera por haberse quedado embarazada dos veces sin estar casada o por casarse después de haberse mostrado contraria al matrimonio) no la dejaron en paz tras su muerte, llegando a decir que cualquier prostituta de Whitechapel tenía más decencia y moral que ella.
Hubo que esperar un siglo para que Virginia Woolf escribiera sobre “el ejemplo de los experimentos de su vida” y dos siglos para que Betty Friedan y Gloria Steinem, históricas feministas norteamericanas con grandes diferencias entre ellas, recuperaran su legado, reconociéndola como una de las madres del feminismo porque en ella se encuentran los primeros pasos del movimiento.