Por Esmeralda Royo
A mediados del siglo XIX, un millón de irlandeses murieron de hambre como consecuencia de “la gran hambruna de la patata”.
Otro millón emigraron a EEUU y Canadá, solo para comprobar que, si bien no escaseaban las patatas, poco más iban a obtener en la tierra prometida. Margaret Sanger, la mujer más importante en la historia de la planificación familiar, era hija de ese gran éxodo.
Creció rodeada de mujeres que parían hijos a los que no podían mantener y solo tenían tres soluciones: seguir en la rueda interminable, el aborto autoinducido y el abortista callejero. Tras ver morir a su madre a los 50 años, consumida después de 18 embarazos, ingresó en el hospital White Planes Newyork, para estudiar y convertirse en enfermera. A la vez funda la revista “The Rebel Woman”, donde se informa sobre métodos anticonceptivos y se acuña por primera vez el término “control de natalidad”. Esto la llevó a enfrentarse al primer proceso judicial de los muchos por los que pasó, acusada de vulnerar la Ley Comstock, hecha para perseguir la pornografía.
Efectivamente, no hay nada nuevo. Los que en la actualidad consideran que la educación sexual en los colegios fomenta la pedofilia, son herederos e hijos de la misma confusión interesada que aquellos que equiparaban la información sobre anticonceptivos con la pornografía.
En los años previos a la Primera Guerra Mundial, abandona el catolicismo y se une al Partido Socialista, donde conoce a su primer marido y colaborador, el arquitecto William Sanger, encargándose de organizar a las mujeres socialistas en el movimiento por el derecho al voto.
Margaret, conocedora de que una mujer puede dedicarse a varios asuntos a la vez, busca el apoyo de las sufragistas para informar sobre educación sexual y métodos anticonceptivos. Éstas responden que su prioridad es el voto femenino. “Ninguna mujer puede ser libre hasta que decida cuántas veces debe ser madre”, responde frustrada. Solo tendrá el apoyo de la bióloga y rica heredera Katherine McCormick, que incluso participa en el contrabando de diafragmas, cosiendo cientos de ellos en los dobladillos de los vestidos cada vez que regresaba de sus múltiples viajes a Europa, donde era más sencillo conseguirlos.
En 1916, sin haber encontrado un solo médico que las apoyara, abre junto a su hermana Ethel Byrne y Fania Mandell (intérprete de yidis), la primera clínica de planificación familiar de EEUU. 150 mujeres esperaban en la puerta mientras las voluntarias repartían folletos informativos escritos en los tres idiomas hablados en Brooklyn (el barrio más pobre y densamente poblado de Nueva York): inglés, italiano y hebreo. La clínica fue clausurada a los nueve días, todo el material confiscado y las tres mujeres condenadas a 30 días por un juez que pronunció, antes de hacer sonar el mazo para confirmar su autoridad, las siguientes palabras: «No se debe permitir que las mujeres copulen sin miedo al embarazo”.
Su marido es encarcelado y ella se exilia a Inglaterra para no correr la misma suerte. Allí conoce al escritor H.G.Wells, creador de novelas futuristas que narraban viajes en el tiempo y donde existían grandiosas máquinas que guardaban toda la información conocida. Además de convertirse en su mentor, le ayuda a fundar La Liga Estadounidense para el Control de la Natalidad y a captar capital de hombres influyentes que le apoyaron para la apertura de una clínica legal (la primera de una larga lista en EEUU), dirigida, ahora sí, por un doctor que prescribía métodos anticonceptivos por razones médicas.
Sus viajes para conseguir apoyos no dan el resultado previsto. En India, Gandhi, un hombre al que admira profundamente, se despacha con la siguiente consideración: “los anticonceptivos conducen a la satisfacción inmoderada de los deseos”. Eso sí, lo dijo muy educadamente y sin necesidad de utilizar mazo alguno.
Tras entrevistarse con Hitler sabe que el viaje a Berlín no ha sido una buena idea. La defensa que Margaret Sanger hace del “bien nacer” es entendida por el nazi, como no podía ser de otra forma, al revés. Porque si bien ella estaba a favor de la esterilización de aquellos individuos con una discapacidad psiquica (el término utilizado entonces era “débiles mentales”) que les impidiera cuidar de sus hijos, a Hitler le pareció que coincidía con su idea de que ciertas personas “pertenecientes a determinadas etnias o grupos sociales” no debían transmitir su herencia genética.
Cada dolar necesario para desarrollar el anticonceptivo oral fue donado por su amiga Katherine McCormick, porque tras conseguir el sufragio femenino había que reconstruir el mundo tras dos guerras que lo habían dejado exhausto y ni el gobierno de EEUU, ni instituciones médicas, ni la industria farmaceútica querían involucrarse en algo que consideraban secundario. Hubo que esperar a 1951 para que Enovid (la pequeña pastilla) se probara en 50 mujeres y a 1965, cuando por fin llegó al mercado. Vivió para verlo, con 80 años y uno antes de su muerte.
Lo que ya no ha visto es que en julio de este 2022, su nombre ha sido retirado de una de las clínicas neoyorkinas que ella fundó. La memoria de Margaret Sanger, referente feminista y fundadora de la Liga Estadounidense para el Control de la Natalidad, está siendo víctima del avance de la extrema derecha en EEUU, de su cruzada contra el aborto y de aquellos que, autodenominándose “liberales” (en su acepción norteamericana), no saben distinguir las churras de las merinas, ni la gimnasia de la magnesia. Solo la zafiedad intelectual puede llegar a equiparar a aquellos que aspiran a la aniquilación de media humanidad para alcanzar la limpieza de sangre y raza, con la visión humanista y progresista, defensora del “bien nacer” y de que solo la habilidad, el desempeño y el mérito (no el color de la piel, la religión o la etnia), deberían determinar las oportunidades vitales de las personas.
Algunas mujeres limpian los caminos de piedras y ramas para que otras puedan andar por ellos, pero siempre hay interesados en volver a arrojar la maleza que se ha limpiado.