La capitana de barco


Por Esmeralda Royo

  A la niña Concha Méndez le preguntaron una vez qué quería ser de mayor.  Antes de saber que sería campeona de gimnasia y natación, poeta y dramaturga, lo tenía claro: capitana de barco.

   “Las niñas no son nada”, le dijo un amigo de su padre, el hombre más odiado a partir de ese momento. De alguna forma cumplió su sueño porque, además de cruzar el Atlántico como grumete, su vida fue un constante ir, volver,  partir de nuevo y regresar.

    Sus “Memorias Habladas, Memorias Armadas”, no son una sucesión cronólogica al uso, sino   recuerdos, anécdotas y conversaciones de una mujer que perteneció a la Generación con más talento, brillantez y audacia: la del 27.  El canon de la misma, ideado por Gerardo Diego, incluía en dicha generación a 8 escritores y era tan injusto y rígido que se añadieron sucesivamente 22  hombres y  mucho más tarde a 15 mujeres que, hasta hoy, algunos consideran meras “contemporáneas de la Generación”.  No es raro que se conociera como “Generación Sociedad Limitada.”  Mucho talento junto para una España tan mojigata, si, pero mucha misoginia dentro de ese talento.

   Se dio cuenta enseguida de que su familia, de la alta burguesía madrileña, no la iba a apoyar en nada, así que fue por libre.  Y qué mejor para ello que la Residencia de Señoritas y el Lyceum Club.  Allí fue donde se gestó uno de los acontecimientos más transgresores durante la dictadura de Primo de Rivera.  Su primera idea fue salir por La Castellana con unos globitos atados a los sombreros.  En un momento determinado volarían los globos y los sombreros.  Al final se decidió que lo mejor era, ante el estupor del personal, salir sin sombrero,  a las bravas, sabiendo lo que podía ocurrir: insultos e intentos de agresión. “Con las piedras que tú tiras hago yo un monumento”, le dijo a un transeúnte.  Las “Sinsombrero”, acompañadas de Lorca y Dalí (que eran dos más y no se perdían una), habían hecho historia.

   En 1929 rompe con su familia y la relación de siete años con Luis Buñuel,  para emprender sola su primer viaje que le llevará a Londres, Montevideo y Buenos Aires, donde conoce a Alfonsina Storni.  

   De vuelta a una España ya republicana, Lorca le presenta en el “Café Granja El Henar”, testigo  de tantas cosas entre cigarros y cervezas, a Manuel Altolaguirre, con el que se casa.  Ambos vestidos de verde, con un ramo de perejil y con Lorca, Aleixandre, Juan Ramón, Cernuda y Guillén de testigos.  La ceremonia acaba con un desatado Juan Ramón lanzando monedas a todo aquél que gritara: ¡Viva la poesía! ¡Viva el arte!.

  Él es tipógrafo, ella minervista (maravillosa palabra para referirse a quien hace girar la imprenta).  En una habitación del Hotel Aragón montan “La Verónica”, donde a través de la revista “Héroe”, difunden la mejor poesía del momento. Juan Ramón Jiménez relata cómo era frecuente ver a Concha Méndez descansando del trabajo y tomándose un café vestida con un mono azul y con las manos manchadas de tinta, aunque él todo lo describe mejor: “Concha, enrolada de buque, fogonera de tren, polizón de zepelín”.

   Como capitana de barco, la estancia no iba a durar mucho.  Esta vez para marchar a Londres donde dan a conocer lo mejor de aquella Generación española. 

  “No fue buena idea regresar a España pero, claro, quién se iba a imaginar lo que ocurriría”.  Efectivamente, estalló la guerra que se llevó a todos por delante.  Concha, consternada por el asesinato de Lorca, se va a Londres para proteger a su hija y, tras vivir un tiempo en Bélgica y Francia, regresa a Barcelona para reunirse con su marido.  El siguiente viaje será el exilio, destino París, donde los acoge Paul Elouard.

   “Un exiliado, para no parecer un paria, necesita establecerse en algun lado”, le decía Concha a su nieta en sus Memorias.  Y deciden hacerlo en La Habana, donde fundan de nuevo “La Verónica”.

    Convencidos de que serían olvidados, esa Generación se lanzó a escribir sin descanso y Concha Méndez, además, tenía la certeza de que las mujeres del 27 serían borradas de la historia.  Por ello, escribe una carta a Gerardo Diego reprochándole que en su “Antología” no incluyera a ninguna de ellas.  En un alarde de generosidad, el gran pope del canon incluye en una nueva edición a dos:  Josefina de la Torre y Ernestina de Champourcin.

   Su último viaje, México, el país en el que, gracias al presidente Lázaro Cárdenas, tantos exiliados españoles dejaron de ser parias.  Se reencuentra brevemente con Buñuel, se separa de Manuel Altolaguirre y acoge durante diez años  a su buen amigo Luis Cernuda, que fallecerá en su casa.

  La mujer que había escrito 10 libros de poemas, 9 obras de teatro y había dado a conocer en el extranjero lo más vanguardista de la poesía española, desea ser escuchada pero es requerida en entrevistas y tertulias para hablar de los demás.  De Lorca, de Cernuda o del noviazgo con Buñuel.  La melancolía y la tristeza, por el olvido que serán, la acompañan. Al exilio geográfico se suma el interior y en 1944 escribe su último libro: “Sombras y Sueños”.  Concha Méndez, a la que “la poesía le fluía sin necesidad de reflexión” estará 35 años sin publicar nada.

   A los 83 años, con la energía que nunca le abandonó pero incapacitada para escribir, que no para recordar, su nieta, Paloma Ulacia Altolaguirre, graba las cintas que darán lugar a sus Memorias. Tardó años en convencerla, pues consideraba que era como aceptar la vejez y el final del viaje.  Entre sorbos de jerez, los labios pintados y peinada al estilo de los años treinta, como si la guerra y el exilio sólo hubieran sido un mal sueño, pasa de largo por su familia y sus noviazgos porque, según sus palabras, “entorpecían la lectura”.

   Concha Méndez, poetisa y dramaturga de la Generación del 27 (con permiso de D. Gerardo Diego), falleció en Coyoacán en 1986.

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