Por Esmeralda Royo
La escritora, lingüista, poetisa y primera traductora hispánica de Rabindranath Tagore, Zenobia Camprubí, vivió dos vidas en sesenta y nueve años.
La primera de ellas comienza entre el Paseo de Gracia de Barcelona y la imponente mansión familiar de Malgrat de Mar. Su madre, con familia en EEUU y para evitar que el padre se jugara el patrimonio familiar, se traslada allí con sus hijos, haciendo posible que ella y sus hermanos estudien en las Universidades de Harvard y Columbia. Aprovechando esa inmensa oportunidad, se convierte en una mujer culta, enérgica, cosmopolita, moderna y comprometida.
Cuando en 1912 regresa a España y se instala en Madrid, el cambio de mentalidad y libertad es tal, que se relaciona casi exclusivamente con estadounidenses, hasta que conoce a Susan Huntington, pedagoga pionera de la educación moderna y directora del Instituto Internacional de Señoritas, asociado a la Residencia de Estudiantes. La norteamericana, más acostumbrada a España que Zenobia, le abrirá las puertas a otros ámbitos.
No sabemos si se arrepintió alguna vez de asistir a una conferencia de Cossío, organizada por la Residencia, en la que conoció al que sería su marido, un poeta extraordinario y un hombre que parecía sacado de un cuadro de El Greco, permanenetemente angustiado y con una neurosis depresiva que nunca lo abandonaría.
Si bien las referencias que le habían dado sobre él no resultaban muy halagüeñas, pues lo describían cómo “ese loco que se queja porque los ruidos de los vecinos no le dejan escribir”, cuando lo vió por primera vez le pareció soso y triste. Él, persistente hasta la extenuación y para ganar su afecto, se prestó a ayudarla en las traducciones de Tagore. La tenacidad surtió efecto.
Cuando la madre de Zenobia lo conoce, piensa que es un desequilibrado emocional, y arrastra a su hija de vuelta a Nueva York, con la esperanza de dejar atrás esa historia. El poeta la sigue y ella, entre enamorada y enternecida, accede a casarse en la iglesia católica de St. Stephen. Será la última vez que la católica Zenobia entre en una iglesia con su marido, para el que la única religión era “lo poético”.
Aquí comienza otra vida para Zenobia Camprubí. Dificil y angustiosa, pero en la que sobrevivió con la misma energía.
A su regreso a España, el poeta sigue escribiendo y Zenobia, que tampoco deja de hacerlo, abre una tienda de artículos de arte popular español, vende gabardinas importadas de Inglaterra y se dedica al alquiler y reforma de pisos (muchas veces limpiándolos ella misma), fundamentalmente para el cuerpo diplomático destinado en España.
“Allí anda con sus pisos”, decía él cuando alguien preguntaba por su mujer. Efectivamente, andaba en ellos, en sus conferencias, en la fundación, junto a María de Maeztu, de La Enfermera a Domicilio, dedicada al cuidado de niños y adultos enfermos de familias obreras, llevándolos a la consulta de prestigiosos médicos que les atendían gratuítamente. Andaba, junto a Rafaela Ortega y Gasset, en el Comité para la Concesión de Becas a Mujeres Españolas en el Extranjero. También andaba, con Victoria Kent, en la fundación del Lyceum Club Femenino Español, una de las primeras asociaciones de mujeres creadas en España.
Porque, lejos de dejarse arrastrar por la desesperación vital, Zenobia aprendió a vivir nadando contra corriente, sacando constantemente la cabeza del agua para tomar aire y poder seguir nadando.
No dejó de hacerlo, ni siquiera cuando la pareja conoce a Marga Gil Roesset, poetisa y primera escultora española en piedra, perteneciente a la generación del 27, que admiraba profundamente a Zenobia pero acabó enamorándose del poeta. Entre la admiración por aquélla y el amor por éste, Marga eligió lo primero y, sin poder ver otra salida (porque no todo el mundo sabe nadar en aguas turbulentas), se pegó un tiro tras haber destrozado y rasgado todas sus esculturas e ilustraciones.
Cuando se produce el golpe de estado de 1.936, Zenobia acoge en su casa a 12 niños huérfanos, labor que no abandonará, ni siquiera cuando la pareja marcha al exilio que les llevará a Cuba, EEUU, Argentina y Puerto Rico. Se encargará de dejarlos con personas de confianza, vendiendo las joyas familiares para atender a su manutención.
En el exilio, Zenobia escribe, allí por donde pasa, sus Diarios, siendo junto a Rosa Chacel la única mujer que dejó un diario escrito de la vida y la literatura de mitad del siglo XX. También es contratada como profesora permanente en la Universidad de Maryland y arrastra a su su marido a un trabajo sin descanso y a una producción frenética para alejarlo de los demonios que, cada vez con más frecuencia, lo visitaban y que incluso le impedían acometer la sencilla tarea de asearse. Porque lo quería mucho, si, pero nada más lejos de su intención acompañarlo al pozo.
– Zenobia, le decía a menudo, por qué no nos suicidamos juntos?
– De acuerdo, pero dejémoslo para el jueves que viene.
El cáncer de útero la sorprende emprendiendo los trámites para que concedan al poeta el Premio Nóbel. El Doctor Franceschi se cruza en su camino y, con un tratamiento digno de pasar a la historia de las negligencias médicas, le da tales sesiones de radiología que le queman parte del aparato digestivo.
Fallece en Puerto Rico el 28 de octubre de 1.956, tres días después de que a su marido le concedan el Premio Nóbel, que no fué a recoger. El alcalde de Moguer, localidad natal del escritor, llega a enviarle por la mañana un telegrama de felicitación por la concesión del premio, y otro por la tarde para mostrar sus condolencias por la muerte de Zenobia.
Porque, si bien he comenzado este artículo hablando de ella como: escritora, linguista, poeta y la primera traductora hispánica de Rabindranath Tagore, es conocida única y exclusivamente por ser la mujer del imponenete, exacto, preciso, sensible y siempre en busca de la perfección, Juan Ramón Jiménez.
“Este premio le corresponde a Zenobia”, dijo el poeta.